Enrique Lynch
Harry G. Frankfurt, On Bullshit, New Jersey: Princeton University Press, 2005.
En inglés la palabra bullshit –literalmente: el excremento de un vacuno– designa además una variada gama de valores que permiten calificar como pamplinas actividades, teorías, creencias, informaciones, etc. que pese a su carácter irrelevante, falaz o infundado, no obstante se proponen convencer. En realidad, bullshit no es “pamplinas” sino lo que en España se denomina “camama”, es decir, el contenido de una “habladuría”, lo mismo que los argentinos designan muy claramente con la palabra “sanata” y, en general, en casi todos los países de habla hispana se suele asociar con el “camelo”. To bullshit somebody significa aproximadamente “camelar a alguien”, algo que todo el mundo de una u otra forma ha realizado alguna vez.
La cuestión planteada por el profesor Frankfurt en este pequeño libelo que ha sido un auténtico éxito de ventas en las librerías de EE.UU es doble. Por una parte se pregunta por qué hay tanto camelo recompensado en nuestros días, es decir, por qué hay tantos charlatanes que gozan de credibilidad entre el público, tantos individuos más o menos inescrupulosos que se enriquecen y se cubren de gloria camelando al personal. Y por otra parte Frankfurt intenta formalizar la diferencia ética que quizá podría establecerse entre el camelo (o sanata) y la mentira.
La primera cuestión conlleva tener que abordar la segunda ya que –no olvidemos que el autor es anglosajón, y los anglosajones no conciben la posibilidad de que la mentira pueda ser admitida como discurso válido– el camelo no necesariamente presupone una mentira sino que en alguna medida conlleva cierto contenido de verdad. Y de hecho es camelo aquel contenido sin pretensión de verdad que no obstante es tenido por verdadero. Pero como, después de Nietzsche, no deberíamos pensar la verdad sino como un “tener por verdadero”, no parece que pueda establecerse una diferencia clara entre el camelo y la verdad traicionada sino tan sólo por la intención de quien lo formula. De ahí que Frankfurt se extienda sobre el contenido moral de las intenciones que animan al mentiroso y al camelero (o sanatero) en sus contextos específicos. La conclusión a que llega –si es que realmente llega a alguna conclusión– resulta muy inquietante, puesto que de acuerdo con su razonamiento, hay que aceptar que al construir su mentira el mentiroso no tiene más remedio que orientarse por un patrón de verdad como referencia, aunque sólo fuera porque toda mentira o engaño se hacen en relación negativa con algo tenido por verdadero. El sanatero en cambio queda a salvo de esta cortapisa puesto que se mueve más allá de toda distinción entre verdad y falsedad y puede elaborar su discurso con independencia de cualquier relación con algo verdadero, como si hubiese hecho suyas las tesis de Nietzsche. Así pues, el bullshit, la camama o la sanata no tienen empacho en ofrecerse como “cuasi verdades” en un sentido muy próximo al de las ficciones, aunque con un pequeño matiz diferencial: mientras que la ficción, que está en la base del discurso que llamamos “literario”, no oculta su condición de tal, la sanata “esconde”, por así decirlo, su carácter ficticio. Por consiguiente, el camelo se convierte en un arma letal en boca del falsario y le proporciona la más efectiva de las coartadas ya que lo exime de cualquier forma de responsabilidad moral. Como el sanatero o el falsario no reconocen ninguna intención de engañar, no se proponen mentir, no pueden ser sancionados aunque en el fondo los efectos de su discurso sean tanto o más devastadores que la mentira.
Así pues, los escritores suelen confesar que son unos mentirosos, y en cambio los sanateros pasan por ser gente seria, como hacen los trileros de las Ramblas de Barcelona. En efecto, el trilero engaña y no engaña a su víctima. La engaña cuando la invita a jugar un juego que no es tal puesto que el contexto necesario del juego –el azar– no existe ya que en la mesa del trilero se plantea un lance pero en él la víctima no tiene posibilidad alguna de ganar. Sin embargo, no puede decirse que el trilero engañe a su víctima porque durante el juego la bolita que él hace aparecer y desaparecer bajo los cubiletes por arte de magia, nunca está en el sitio escogido por la víctima, aunque de hecho está en juego y su ingenuo contrincante estaría dispuesto a jurar ante notario que la ha visto sobre la mesa. No hay mentira: de hecho, la víctima está tan segura de lo que el trilero le ha dejado ver que no duda en hacer su apuesta. Y, naturalmente, siempre pierde. El resultado es por fuerza desfavorable, sin embargo es justo.
Asimismo, el camelo requiere de (y obtiene) la complicidad del camelado y no necesariamente se inspira en la intención de mentir por parte de quien camelea, es decir, no está alimentado por intención inicua alguna. Por ejemplo, puede haber un camelo o sanata libre de mentira con solo que el sanatero discurra seriamente sobre su asunto. En la Argentina, país donde desde hace muchísimas décadas abundan –y de forma alarmante– las formas más sofisticadas de la estafa y del camelo en todos los niveles de la vida individual y social, se da por hecho que el chantapufi (o chanta, como suele denominárselo en forma abreviada) que habla o escribe sanatas, da clase, cura enfermos, hace crítica de arte o dirige empresas y ministerios, no es un simple timador sino, por el contrario, un tipo serio. Los medios masivos de comunicación abundan en este tipo de personajes que, por otra parte, cumplen con un papel social necesario. En la medida en que los medios hacen proliferar la información y la educación se va extendiendo a amplios sectores de la población aumenta proporcionalmente el caudal de las preguntas posibles que se plantean los ciudadanos y crece así la necesidad social de que alguien les proporcione respuestas aunque, como parece inevitable, esas respuestas salgan de la pluma o de la boca de sanateros. Los medios están llenos de falsarios y vendedores de camelos que se muestran convencidos –y en algunos casos hasta orgullosos– de sus propias opiniones. El caso paradigmático es el del psicoanalista Jorge Bucay. El éxito indudable de sus sanatas de autoayuda se funda no en una supuesta vocación de mentir o de engañar a sus lectores sino en la “seriedad” con que inviste sus consejos y comentarios sobre la felicidad e infelicidad humanas, consejos que sin embargo son pura sanata. La prosperidad y la fama de Bucay demuestra que cuanta mayor es la transparencia informativa de una sociedad, más indefensos están los ciudadanos frente a la influencia de la sanata y la acción de los sanateros; y más prosperan éstos, sin necesidad de mentir.
Se produce de este modo una especie de anomia o de anestesia moral que beneficia a los profesionales del camelo y los exculpa cuando menos por tres razones. En primer lugar, como el falsario piensa que todo el mundo incurre de una u otra manera en sanata, no siente remordimiento alguno por unos actos que, ante sus ojos, son un simple pecado venial. En segundo lugar, puesto que no tiene la intención manifiesta sino tan sólo inconsciente de mentir (y lo inconsciente es aquello que no está porque no deja huellas) sostiene que no puede ser objetivamente sancionado dado que no hace nada malo per se y nada que la propia víctima no desee que se haga con ella. Y por último, como su sanata se presenta como un discurso serio y considerado, encuentra lógico que él goce de una reputación respetable. ¿Acaso no hay tantas y tantas personas por ahí dispuestas a creerle? Juzga así que toda sanción moral sobre la sanata es improcedente y, en el fondo, está dictada por el resentimiento: quienes lo critican no son más que unos hipócritas y unos envidiosos.
El profesor Frankfurt sostiene que la subversión de los patrones tradicionales de la verdad es la razón por la que la sanata o bullshit goza de tan buena prensa en nuestro tiempo, pero si lo pensamos bien, el fundamento de esta anomia moral no está, como creen él mismo y el papa Ratzinger, en el descrédito de la verdad y de la realidad sino en la poderosa autonomía que impone el individualismo en nuestra vida social, la cual permite al sujeto despreocuparse de toda responsabilidad con relación a lo que hace o dice y aceptar como serio un discurso que está más allá de la distinción entre lo verdadero y lo falso, un discurso que deliberadamente confunde la vida y la ficción, la fantasía y lo real.
Ahora bien, yo me pregunto: ¿hay alguien que esté dispuesto a renunciar a su autonomía individual en aras de una verdad perdurable y contrastable, una verdad prístina y a prueba de falsarios? Es posible… Sin embargo, ya puede el Ayuntamiento de Barcelona advertir con grandes carteles a los turistas desprevenidos para que vayan con cuidado y no se pongan a jugar en las mesas improvisadas por los trileros en las Ramblas… Pasan los años y los trileros siguen haciendo estragos entre los visitantes a la ciudad.