Una racionalidad discursiva en mutación

Miguel Morey

Antonio Castilla Cerezo, La condición sombría. Filosofía y terror, Madrid: Plaza y Valdés, 2015..

La meditación que nos propone en su texto Antonio Castilla Cerezo es demostrativa, a la francesa, en ella prima la racionalidad discursiva. Pero se trata de una racionalidad discursiva que pertenece a otro hábitat que la que, por ejemplo, Zambrano conoció, pertenece a un momento en el que ya nadie le discute a Nietzsche el apelativo de filósofo, en el que el filósofo reconoce que su tarea es pensar sobre y a partir de lo que lee, que lo suyo ante todo es la lectura. Y de este trabajo lector, ¿cómo dejar fuera a la literatura? El movimiento que se abre a partir de una pregunta como esta, con la distancia a la que estamos, ya comienza a poder ser esbozado. Diríase que la racionalidad discursiva, en el gesto con el que va acogiendo a la palabra literaria en su seno parece repetir el modo en que la misma literatura tomó conciencia de sí: reivindicando su derecho a la libertad de expresión de cualquier contenido, primero;  pero entendiendo luego que la libertad de expresión debía extenderse al derecho sobre la forma misma del contenido, abriendo el movimiento abismal consiguiente. Así, la racionalidad discursiva abrió primero sus puertas a los contenidos de la literatura, a la literatura como campo documental, y tomó de ahí casos, problemas, ilustraciones… Y a continuación comenzó a atender a la literatura en el segundo aspecto de la libertad de expresión, como campo experimental en el que se ponen en juego los límites de la lengua, en su capacidad de designar, manifestar y significar a un tiempo. Este desplazamiento no tiene más de cincuenta años de historia.  Podemos rastrearlo en ocasiones en la obra de un mismo autor, en Foucault, por ejemplo: en Histoire de la folie (1961) «una cierta forma de presencia de la locura en la literatura» será uno de sus puntos mayores de atención; pero en Les mots et les choses (1966), solo tres años después, ya no son los ejemplos o casos literarios lo relevante para su investigación sino los interrogantes que abre el ser del lenguaje tal como se manifiesta en la literatura. 

Es evidente que el pensamiento filosófico quedó seriamente afectado por esta contaminación literaria. En lo que tiene la racionalidad discursiva de modalidad de escritura era inevitable que se produjera en ella una réplica del movimiento abismal aludido. El pensar filosófico se vio entonces forzado a un movimiento de invención (o de redescubrimiento) de seres y conceptos mediante los que tratar de convertir a discurso racional las potencialidades enmarañadas y lábiles que el pliegue de la escritura sobre la filosofía había levantado. Con las diferencias de grado que se quiera, esta parece ser una deriva inevitable todavía a día de hoy en el devenir de la racionalidad discursiva.

Decíamos que en la meditación que nos propone Antonio Castilla primaba la racionalidad discursiva. Añadamos ahora que se trata de una racionalidad discursiva plenamente consciente de la deriva en la que discurre: es desde este espacio que se plantea pensar el terror, desde ahí se trata de dar con una aproximación filosófica a la noción del terror.1 Dicho esto, algo se mueve. La aureola semántica del término terror, los armónicos que levanta, parecen colocarnos de entrada frente a lo que se resiste a ser pensado, como ante una suerte de impensado filosófico específico que no deja de dar que pensar. Y es en este punto preciso que se hace necesario el socorro de los útiles conceptuales de los que ha tenido que irse dotando el pensar filosófico, para reorientarse tras el pliegue de lo literario sobre lo filosófico.  En este caso, serán los procedimientos del empirismo trascendental de Gilles Deleuze, tal como quedaron establecidos a finales de los años sesenta.   

A partir de ahí serán posibles los primeros pasos, delimitar el concepto de sus vecindades más solícitas, desmarcarlo del mal, la violencia o el miedo, aislarlo en su especificidad.  Seguirán entonces una serie de estampas en las que se muestran y se someten a análisis las facetas más filosóficamente relevantes del terror, comenzando por la primera definición, propuesta por Platón, que acompaña a la escena originaria mediante la que la filosofía alcanza su carta de ciudadanía indiscutible: la muerte de Sócrates, su trauma original de nacimiento. Tras colocar frente a frente a los sentimientos de terror y la actitud filosófica, serán los peligros de la mala semejanza, el simulacro, el fantasma… los que ocuparán la escena, de Plotino a San Agustín. Ahora, la experiencia terrible por antonomasia ya no será la que encara al filósofo con el tirano, sino la que en la intimidad de uno consigo mismo, bajo la mirada de Dios, se hace patente como la «muerte en vida del alma». A continuación se trazarán una batería de vías diagonales que recorren la modernidad, de Spinoza en adelante, hasta desembocar finalmente en la reflexión de Blanchot, cuyo texto «La literatura y el derecho a la muerte» puede considerarse capital al respecto (tanto por el modo de poner el problema del terror, como por la ascendencia que va a ir cobrando en la progresiva atención de la filosofía por lo literario).  A destacar, la presencia tutelar de Nietzsche en esta travesía.  Y también, y de un modo en absoluto secundario, la revista que se pasa a una selección de la literatura filosófica reciente sobre el terror… A lo largo de ella no son pocas las ocasiones que demandan una pausa para ponderar reflexivamente, paso a paso, los análisis que se llevan a cabo, como por ejemplo las páginas que se dedican a lo sublime kantiano. A su término, el libro se complementa con un anexo, “La literatura y el triunfo del mal. Del marqués de Sade a Thomas Ligotti”, que brinda una buena ocasión para comprobar la versatilidad de la mirada conceptual que se ha ido armando a lo largo de las páginas precedentes, con una atención especial a la zona de vecindad (¿de indecidibilidad?) que abre entre literatura y filosofía.

En la conclusión del texto (“Hacia una definición claroscura”), se nos proponen dos definiciones (complementarias, se nos dice) del terror.  La primera de ella reza como sigue:

Primero, que el terror no es un sentimiento de cualquier tipo, sino más exactamente una experiencia, es decir, una afección que modifica al sujeto que la siente. Segundo, que esta transformación puede describirse, por relación a la forma de la intuición, como un tiempo que “ha salido de sus goznes”, en el sentido que especificamos más arriba. Tercero, que dicha ruptura del tiempo cronológico y lineal tiene su correlato, para el ámbito del concepto, en el cuestionamiento radical de los cuatro componentes esenciales del mismo (la identidad, la oposición, la analogía y la semejanza). Cuarto, que este cuestionamiento se traduce en última instancia en otra puesta en cuestión, la de las ideas de alma, mundo y Dios. Quinto y último, que desde el punto de vista de las síntesis el terror es experimentado por el sujeto bajo el aspecto del sentimiento súbito y simultáneo de la inutilidad de su inteligencia y de la impotencia de su voluntad. (CASTILLA: 235)

Esta definición se considerará insuficiente todavía y viene a completarse con una segunda, en la que la perspectiva resulta desplazada.  A tenor de lo que se ha venido diciendo, merece destacarse muy especialmente el papel crucial que ocupa lo literario en esta reformulación.


Primero, el terror no es entendido aquí como una experiencia que transforma al sujeto, sino como una fuerza que no puede ser detenida, como un poder imparable […]; segundo, el tiempo asociado al terror es el de la ausencia de tiempo, esencialmente ligado al espacio literario; tercero, esta ausencia de tiempo hace del terror (y, con él, de la literatura) algo por principio monstruoso, incluso cuando no se manifieste por medio de la presencia de monstruos; cuarto, que en relación a los principios sobre los que se sostiene nuestra comprensión de la realidad, es indisociable del privilegio de la ley de continuidad frente a los principios de identidad, de razón suficiente y de los indiscernibles, a los que aquélla engulle necesariamente; quinto y último, que esta misma necesidad se presenta bajo la forma de un destino ineludible, de una fatalidad. (CASTILLA: 236-37)

Podríamos terminar añadiendo que resulta bien significativa esa proximidad final entre filosofía y literatura, podríamos aducirla como prueba incluso del modo en que lo literario ha sido asumido por la racionalidad discursiva, y de lo consciente que se es de ello.  Sin embargo, tal vez esto no sea lo más importante, probablemente la importancia del libro no se deje calibrar con la conclusión final que lo remata.  Y es que, a lo largo del texto se ha visto un periplo de la noción de terror irrumpiendo en el seno de problemáticas conceptuales en donde no era esperada, o si lo era, se le presumían otras credenciales, momentos monumentales de la historia de la filosofía, por ejemplo, como la muerte de Sócrates.  Lo importante entonces es el modo en que esa interrupción dota a la problemática en cuestión de un movimiento nuevo, que permite adivinar en él (y solicitar del lector) otra gestualidad posible.

Hacerse preguntas, indagar al respecto…

NOTAS
1“Si la filosofía puede hoy pensar el terror, no será sólo porque éste se le imponga desde fuera como un tema que reclama ser pensado, sino también, e incluso principalmente, porque ella misma ha alcanzado en nuestros días la madurez que se requiere para ello, y que en otro tiempo no tuvo. “  (Castilla Cerezo,  La condición sombría, p. 16).

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