Enrique Lynch
Michael Haneke es un director efectista y truculento, dado a agredir al espectador, lo que parece ser una costumbre algo difundida entre los
(¿Qué universal genérico utilizar? ¿Artistas? Vale, pero lo pongo con reservas.)
austriacos. Pensemos en Egon Schiele o en Thomas Bernhard, por ejemplo. Pero, de un tiempo a esta parte, quizá con la excepción de Funny Games (1997 y 2007), que me he negado a ver, Haneke ha ido corrigiendo la puntería. Ya en La pianiste (2001) la historia hurgaba sobre la naturaleza pasional de una perversión más que sobre la exposición descarnada de la perversión en sí, de tal modo que el lazo tortuoso que une a una profesora de piano con un estudiante deja paso a la historia de amor entre ambos. En Amour (2012), que muestra los horrores de la vejez, también entre músicos, el asunto de marras es el amor sin digresiones. El escenario de la decrepitud y la muerte es anecdótico.
Dos son los aspectos del vínculo amoroso que se abordan en esta película casi perfecta, técnicamente intachable y con una interpretación soberbia de Trintignant, Riva y la siempre eficaz Isabelle Huppert. El primero atañe al vínculo en sí, desgajado de cualquier asociación con el sexo que, como sabe todo el mundo, es imposible a los ochenta años. El vínculo entre Georges y Anne ya no es sentimental sino cotidiano: un mismo territorio para ambos, un puñado de afinidades y la atención compartida que se expresa un pequeños ritos hogareños cumplidos con buenos modales. La misma historia en manos de un realizador norteamericano no hubiese podido sustraerse a la tentación de contar el drama de los dos viejos con la inevitable y recurrente dosis de copiosas lágrimas. Al fin y al cabo, se trata justamente de eso: un hombre y una mujer se unen a través de un intercambio ritual. Lo que llamamos unión marital (o ese término tan anodino y plebeyo: “pareja”) no es más que un conjunto de ritos que un hombre y una mujer un buen día deciden practicar a dúo.
El segundo aspecto del vínculo amoroso, es decir, la otra expresión del amor que la película pone en escena es la dedicación al otro que, en este caso (y me atrevo a decir que en todos los casos), no puede (ni tiene por qué) ser correspondido. Anne no puede devolver el amor que recibe lo que, por fuerza, pone al descubierto la envergadura de lazo amoroso que Georges tiene con ella. Por fin alguien se atreve a enseñar lo que el amor es en verdad: un sentimiento unilateral que no está inscrito en diálogo alguno, no trasiega ni se pierde en intercambios o negociaciones, no invoca la igualdad entre amantes ni reclama reciprocidad ni respuesta necesaria. Amor que no es ni solidaridad ni altruismo sino la amistad (philia) que conmina al que ama a acompañar al amado hasta la muerte: qué digo, a calmar su dolor y finalmente ayudarlo a morir, lo que es su definitivo desprendimiento del objeto amoroso.
El amor es un servicio que damos a quien amamos, que nada tiene que ver con la abnegación. Un servicio sin salario ni reparación ni recompensa. Una vocación auténtica (quizás la única).