Vida y pintura en Ramón Gaya: el curso de una transparencia

Daniel Sábat

Para Alejandra

Ramón Gaya llama homenajes a una serie de cuadros suyos dedicados, con algunas excepciones, a grandes pintores del pasado. Los homenajes ocupan aproximadamente una tercera parte de su obra, cifra bien extraña teniendo en cuenta que Gaya pertenece a esa generación de pintores españoles que vio nacer las vanguardias y cuyo programa incluía, entre otros, el estruendoso lema que cifraba en el desprecio de la tradición pictórica la única posibilidad de un arte nuevo, según la ya vieja formulación de Ortega y Gasset en su ensayo La deshumanización del arte1. Los homenajes de Gaya, veremos, son difíciles de definir con los parámetros convencionales de la pintura moderna, no tanto porque tienen como objeto el reconocimiento de la tradición sino porque en ellos la historia de la pintura no es el pasado sin más: en torno a las obras homenajeadas se articula una muy sólida comprensión del hecho estético que reúne con milagrosa naturalidad la vida, la pintura y la historia de la pintura.

Un homenaje es en primer término, y expresado con la mayor ingenuidad posible, la composición pictórica de algunos objetos de la vida cotidiana de un pintor, la del propio Gaya en su estudio, junto a la reproducción, ya sea en lámina o en postal, de la obra del pintor al que se rinde homenaje. La mayoría de objetos van variando según el homenaje: libros, vasijas, botes con pinceles, piezas de fruta, cajas chinas, abanicos, flores, espejos, etcétera. No siguen ningún orden de aparición. Tan pronto encontramos a algunos de ellos en un homenaje a Van Gogh como a Velázquez. Van y vienen sin el más leve asomo de premeditación y no se adivina entre ellos ninguna correspondencia esencial que explique su aparición conjunta o su ausencia. Asimismo, su posición dentro del cuadro es bastante libre. Unas veces los vemos en primera línea y otras en un plano secundario o medio, delante o por detrás de la reproducción en cuestión. Hay, sin embargo, de entre todos los objetos que van desfilando, uno que se repite en cada homenaje y que tomaremos como guía de nuestra reflexión. En efecto: nos sorprende la constante presencia de una copa de cristal.

Otro hecho reclama nuestra atención. En la mayoría de homenajes el tamaño de la copa no es real. Hay un desajuste entre la copa y las proporciones que marcan el resto de objetos. Suele ser más grande de lo normal, y esa desproporción no surge de un juego de perspectivas y profundidades, pues se encuentra en el mismo plano que los otros objetos. Es como si a Gaya no le importara la copa como tal, su materialidad real, sino lo que ella simboliza. Aunque, bien mirado, tampoco puede afirmarse que es un mero símbolo. Es una copa entre libros, fruta, tazas, flores…. Su realidad de ningún modo está idealizada ni aislada del conjunto. Participa, a pesar de su desproporción, de la cotidianidad, de la naturalidad de la escena. La encontramos vacía o medio llena de agua (quizá el pintor decida bebérsela al finalizar su trabajo). Otras veces la vemos conteniendo lápices, rosas marchitas o lirios, y en contadas ocasiones la vemos del revés o encima de unos libros. ¿Cuál es su función dentro del cuadro/homenaje?, ¿cómo explicar la predilección de Gaya por este objeto y no por otro?, ¿se trata de una obsesión de artista, de un fetiche de Gaya?

Tal vez siguiente fragmento del propio Gaya, cuyo talento como escritor y poeta es de sobras conocido, señale una vía que nos permita responder. Se trata de un fragmento extraído de su Diario de un pintor, en entrada de 13 de Junio de 1957.

Las personas dadas al simbolismo (como María) cambian la realidad por sus símbolos en vez de ver por transparencia los símbolos que hay en la realidad, que forman parte de la realidad, pero que no la sustituyen.2

En una primera lectura tal declaración resulta endiabladamente ambigua y abre multitud de interrogantes. ¿Cómo puede haber símbolos en la realidad al margen del artista, de un animal symbolicum sin cuya acción no es posible hablar, propiamente, de símbolos?, ¿qué entiende Gaya por realidad y símbolo?, ¿no se estará refiriendo a los signos de la realidad susceptibles de ser transformados por la mano del artista en símbolos?….No se intentará responder a estas preguntas por boca de Gaya, entre otras razones porque no nos lo aconseja el carácter de su pensamiento, más inclinado a la sugestión poética que al desarrollo de un problema. Sin embargo descubrimos en la declaración una pista fundamental sobre la función simbólica de la copa de cristal.

La encontramos formando parte de la realidad , la realidad del cuadro/homenaje en el conjunto de sus elementos, junto a cajas chinas, lapiceros, vasijas, etcétera, y delante de las reproducciones de obras de los pintores homenajeados, sin sustituir ni a unos ni a otras. No obstante está lejos de ser un objeto más entre el resto. Señalábamos dos rasgos que la distinguían del resto de objetos: su presencia en cada homenaje y su tamaño desproporcionado. Y en ellos vislumbrábamos una intencionalidad simbólica que la situaba más allá de su mera realidad de ente concreto. La copa de cristal es partícipe, pues, de dos órdenes en principio no excluyentes. Su “formar parte de la realidad” no le impide ser un símbolo de algo que no se halla en la realidad a la que pertenece. Con todo, nos queda responder a la pregunta decisiva: ¿de qué es símbolo la copa de cristal?, que es, a tenor de la declaración transcrita, el reverso de otra pregunta: ¿qué significa “ver por transparencia los símbolos que hay en la realidad”?

No es la única vez que Gaya utiliza esta expresión u otras parecidas. En su ensayo El sentimiento de la pintura, después de esbozar una suerte de teoría (él la llama “sospecha”) sobre el lugar que ocupan los cuatro elementos en cada una de las artes, leemos, en un fragmento de extraordinaria precisión poética, lo que sigue: “El sentimiento de la pintura…es una especie de jugosidad encerrada, contenida en la carne de la realidad…Se diría que el pintor puede ver, por un acto milagroso de transparencia, ese Agua escondida como un tuétano”3. En este y otros casos Gaya emplea el término “transparencia” refiriéndose a la naturaleza última del acto creador en la pintura. Ver por transparencia o transparentar significa llevar a visión lo que está al otro lado de la transparencia. Pueden entenderse como verbos contrarios a proyectar, y traducida dicha oposición al lenguaje del arte diría más o menos lo siguiente: la creación artística se fundamenta, no tanto en un acto de construcción y transposición de lo real por lo creado, sino, paradójicamente, en una reducción al mínimo del componente creativo de la creación. Se trata de una metáfora con doble sentido. De un lado sugiere la desaparición del sujeto artista como tal en la misma operación de transparentar aquello que se pretende llevar a la obra. Pero del lado del objeto está lejos de apostar, como pudiera parecer, por un realismo o naturalismo refinado. Ver por transparencia no es ver sin más, directamente “lo que hay”. Significa retrotraer la visión de las cosas a la condición de posibilidad de esa visión, sin por ello, e importa resaltarlo, dejar de dirigirse a lo transparentado realmente. “La transparencia” es una metáfora intersticial. No designa ninguna propiedad subjetiva ni objetiva. En general expresa o intenta expresar aquel espacio imperceptible y de nadie que reúne al sujeto y al objeto en el acto creador.

La copa de cristal, asumiendo lo anterior, simboliza la transparencia que según Gaya recorre la historia de la pintura. La hallamos en los homenajes a Tiziano, Velázquez, Rubens, Van Gogh, Picasso…., pintores que “por un acto milagroso de transparencia” acertaron a ver “esa Agua escondido como un tuétano” de la realidad. Pero la hallamos también, y este es el punto decisivo, en los homenajes como tales, es decir, como pinturas de Gaya. Actúa, pues, como símbolo de la presencia actual de la pintura.

La copa de cristal convoca simbólicamente tres elementos que en manos de Gaya son de hecho indiscernibles: la historia de la pintura, el ser vivo, presente de la pintura y la vida en su manifestación más cotidiana (la del propio Gaya en su estudio o un fragmento de ella). Referirse a uno de los elementos significa referirse a los dos restantes. La copa es un símbolo de esa comunidad. Su posición dentro de cada homenaje nos lo confirma. La encontramos siempre delante de las reproducciones y en medio, como uno más, del resto de objetos, a modo de enlace ente unas y otros. Y nos lo confirma, por supuesto, la materialidad de la copa en su calidad transparente. Transparentar es reunir, convocar lo que la transparencia deja ver a uno y otro lado. La copa de cristal abre a su través un lugar de encuentro en el que confluyen tres realidades no siempre conciliables en arte. Merece la pena recordar, a pesar de su extensión, un célebre fragmento de La deshumanización del arte, cuya contraposición con lo dicho sobre Gaya resulta especialmente luminosa.

Imagínese el lector que estamos mirando un jardín a través de una ventana. Nuestros ojos se acomodarán de suerte que el rayo de la visión penetre el vidrio, sin detenerse en él, y vaya a prenderse en las flores y frondas. Como la meta de la visión es el jardín y hasta él va lanzado el rayo visual, no veremos el vidrio, pasará nuestra mirada a su través, sin percibirlo…Pero luego, haciendo un esfuerzo, podemos desentendernos del jardín y, retrayendo el rayo ocular, detenerlo en el vidrio. Entonces el jardín desaparece de nuestros ojos y de él sólo vemos unas masas de color confusas que parecen pegadas al cristal. Por tanto, ver el jardín y ver el vidrio de la ventana son dos operaciones incompatibles: la una excluye a la otra y requieren acomodaciones oculares diferentes.4

La aplicación de este principio, por lo demás cuestionable desde un punto de vista epistémico y de clara filiación idealista, desemboca en la llamada por Ortega “deshumanización del arte”. Si lo trasladamos a nuestra reflexión sobre la función simbólica de la copa de cristal surgen de inmediato la siguientes preguntas: ¿son incompatibles y excluyentes en los homenajes de Gaya las operaciones de “ver el jardín” y “ver el vidrio de la ventana”?, ¿supone un forzar y violentar la mirada la captación de la transparencia a la que remite la copa de cristal como símbolo? Si así fuera estaríamos ante un símbolo desentendido de la realidad, aislado del entorno del que surge. Decíamos, sin embargo, que la copa de cristal ni es un mero símbolo ni lo simbolizado en ella se distingue totalmente de su calidad de objeto transparente.

Quizá una observación elemental sobre la naturaleza de las formas simbólicas nos ayude a clarificar la cuestión. Todo símbolo está compuesto de dos partes: la simbolizante y la simbolizada. La primera suministra el soporte empírico y visible del símbolo, mientras que la segunda se define por asociación: es la parte ausente, la cara oculta o ideal del símbolo a la que señala, simbólicamente, la parte simbolizante. ¿En qué sentido nuestro símbolo recoge esta distinción? La parte simbolizante termina su función allí donde termina su manifestación física. No se remite en este caso a un supuesto oculto a la mirada ni apunta a una realidad esencialmente distinta, intelectual, a la que sólo es posible acceder mediante abstracción a partir de lo dado. La copa, en su misma consideración empírica, deja entrever lo simbolizado, la transparencia, sin necesidad, en cuanto símbolo, de duplicarse en dos órdenes contrapuestos. En cierto modo puede hablarse de un símbolo tautológico o de circuito cerrado en el que las dos partes del símbolo tienden a identificarse. La caracterización genérica del símbolo es aplicable aquí siempre y cuando no se entiendan como expresiones correlativas “lo simbolizado” y “no visibilidad” y “profundidad” por una parte, y “lo simbolizante” y “visibilidad” y “superficie”, por otra. “Ver por transparencia los símbolos que hay en la realidad” significa descubrir una clase de símbolos que, como la copa de cristal, son capaces de reunir al mismo tiempo la inmanencia, llámesele a ésta realidad o vida, y el acto de trascender que toda creación artística lleva consigo, conciliando lo que a ojos de Ortega parece incompatible. Y si, como hemos afirmado, la declaración transcrita al principio es ambigua, no lo es a propósito. El quehacer artístico de Gaya, tanto en sus homenajes como en sus escritos, transcurre en esa ambigüedad originaria, tan distinta a la paradoja, desde la cual resultan vanas las distinciones trazadas por Ortega en La deshumanización del arte.

Barcelona, Mayo de 2005

NOTAS

1 Ortega y Gasset José, Obras Completas (Madrid: Alianza, 1997, Vol. III) págs. 378-381.

2 Gaya Ramón, Obra Completa (Valencia: Pre-textos, 1994, Tomo III) p. 135. María es María Zambrano.

3 Gaya, Obra Completa, Tomo I, p.25.

4 Ortega, Obra Completa, Vol. III, págs. 357 y 358.

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