Manuel Arranz
Stefan Zweig. Montaigne. Edición de Knut Beck. Traducción de J. Fontcuberta. Prefacio y notas de J. Bayod Brau. Barcelona: Acantilado, 2008.
Sin duda, la mejor biografía es aquella que despierta en el lector el deseo de leer, o de releer en el caso de que ya lo haya hecho, la obra del biografiado. Pero para que esto suceda, el autor de la biografía debe haber leído a su vez, y amado, condición ésta indispensable, la obra de su autor, así como lo que se ha convenido en llamar las fuentes secundarias. Para entendernos, otras biografías y estudios sobre el autor; aunque éstas no es necesario que las ame, suele bastar con que las conozca. En el caso que nos ocupa, que no es por cierto una biografía estrictamente hablando, sino un ensayo más o menos biográfico, al lector que no haya leído todavía los Ensayos de Montaigne le costará seguir aplazando por más tiempo su lectura, y al que los haya leído ya le aguijoneará seguramente el deseo de releerlos.
Zweig fue un maestro del ensayo biográfico. Baste con recordar Balzac, la novela de una vida, Castellio contra Calvino, La lucha contra el demonio (Hölderlin, Kleist, Nietzsche), o Tres maestros (Balzac, Dickens, Dostoievski). Sin embargo, su Montaigne tiene algunas peculiaridades propias, algo que lo hace diferente de todos sus ensayos
anteriores, y que se explica precisamente por la propia biografía del autor, y hacen de él un texto particularmente emotivo y sincero. Zweig lo escribió al final de su vida, cuando estaba atravesando la crisis que le haría quitársela, algo que les sucedería también a otros muchos de sus contemporáneos, crisis motivada por lo que se llamó entonces, y yo creo que sin exageración: el derrumbamiento moral de Occidente. En palabras del propio Zweig: “una de esas terribles recaídas del mundo, después de una de las más gloriosas ascensiones”.
Yo no creo, sin embargo, como opina Zweig, que su mundo se pareciera al de Montaigne, no creo que ninguna época se parezca a otra anterior, y tampoco estoy seguro de que los años de entreguerras puedan considerarse un nuevo Renacimiento, a no ser que confundamos el renacimiento con el resurgir de la esperanza después de la catástrofe. Pero Zweig, que considera los Ensayos una lectura de madurez, lectura de “hombres experimentados y puestos a prueba”, y quizás tenga razón, a fin de cuentas también fueron la escritura de madurez de un hombre experimentado, busca, en aquel momento crítico de su vida, un consuelo en Montaigne, y no puede evitar identificarse con él. “Al igual que nosotros, se complace en los extremos”, le oímos casi susurrar.
Una identificación que, adivinamos por lo que escribe, va más allá de las ideas, más allá de las opiniones, más allá incluso de los gustos y aficiones, y se percibe hasta en algo tan íntimo y personal como su original forma de escribir, de anotar, de componer, de corregir, y de acabar dudando finalmente sobre el valor de lo escrito. Y ve también una similitud entre sus destinos. “Uno vive en su propio siglo”, escribe, “podemos lamentar no vivir en tiempos mejores, pero no podemos huir del presente, y la atmósfera de la época penetra también en los espacios cerrados, sobre todo si es una atmósfera agitada, sofocante, febril y tormentosa.” Y concluye: “Todos lo experimentamos: ni siquiera encerrados, el alma puede descansar cuando el país se agita.” Zweig, que como Montaigne intentó “lo más difícil del mundo: “vivirse a sí mismo”, ser libre y serlo cada vez más”, no llegaría a concluir su ensayo. Una coincidencia más con su autor, que se pasó los últimos años de su vida retocando sus Ensayos. Y es que la obra sólo se concluye con la vida.