Andrea Goldin activa nuestra reflexión a partir de estos fragmentos extraídos del capítulo 5, “Ser docente”, de su libro Neurociencia en la escuela. Guía amigable (y sin bla bla) para entender cómo funciona el cerebro durante el aprendizaje (Siglo veintiuno editores, 2022).

Esperamos que disfrutes de su lectura y, si te apetece, compartas tus reflexiones con nosotros.

Necesidad intelectual

Para que los estudiantes incorporen lo que queremos enseñarles (o que, al menos, lo intenten) tienen que tener la necesidad intelectual de hacerlo. Lograr que aprendan será mucho más fácil si les generamos el deseo, si encendemos su curiosidad. En el camino, hay que perturbar un poco al sistema; hacer tambalear los esquemas mentales, de a poquito y al ritmo de cada uno. Si el cambio es muy brusco, puede confundir o abrumar; si es muy suave, no logrará las modificaciones buscadas. El buen docente es un experto que, además de tener el conocimiento relevante, sabe ponerse en el lugar del otro y entiende qué actividades cognitivas es necesario generar para que ese otro, novato, aprenda.

Una computadora que juega al ajedrez puede evaluar cientos de millones de movidas en un segundo. El humano no está ni cerca de hacer eso y, sin embargo, a veces le gana. No se trata de magia, sino de habilidades (aún) humanas en el procesamiento de la información. Un buen jugador de ajedrez no evalúa cualquier jugada, no mira una por una todas las piezas ni analiza todas las movidas posibles. Su superioridad está dada por la manera en que percibe el tablero y la partida. Cuando los ajedrecistas expertos (llamados maestros, ¡vaya coincidencia!) miran un tablero, extraen, en segundos y con muy poco esfuerzo, patrones de configuración de las piezas y toman decisiones informadas sobre la base de la experiencia y los conocimientos previos. Esto que sucede en el ajedrez se ha visto también en la resolución de problemas de muchísimos otros dominios: ciencias, matemática, electrónica, sintaxis, medicina. ¡Incluso en el Scrabble!

Esquemas mentales

Para alcanzar niveles tan altos de rendimiento, los expertos tienen bien organizados sus conocimientos: en esquemas mentales que incluyen, también, conocimiento procedural y situaciones explícitas de aplicabilidad. Esto les permite hacer uso de ciertos procesos cognitivos de un modo automático, con rapidez y eficacia, manejar gran cantidad de  información, encontrar  patrones en esa información y utilizarla incluso cuando es de baja calidad o ambigua. Los esquemas mentales de los novatos, en cambio, pueden tener bastante conocimiento declarativo como para elaborar un problema específico, pero carecen de abordajes, soluciones y métodos más abstractos. Así, un novato puede resolver con éxito e incluso con eficacia un problema concreto si aprendió la técnica y entiende superficialmente de qué se trata. Sin embargo, en cuanto se enfrente con un problema  similar, pero no idéntico, su resolución le resultará extremadamente compleja. Esto suele verse con los alumnos que, durante un examen, no logran resolver ejercicios ¡prácticamente iguales a los de la tarea que ya habían aprobado!

Todos recurrimos al conocimiento previo y utilizamos ciertas estrategias cognitivas para resolver problemas. Pero un experto no solo tiene más conocimiento y recursos (sabe qué estrategias funcionan y cuáles no, en cada situación), sino que además la manera en que tiene organizada la información en su cabeza le permite dedicar menos esfuerzo cognitivo a las partes sencillas y, así, concentrar los recursos mentales en resolver las partes más complejas del problema. Leer automáticamente, por ejemplo, permite disponer de más recursos cognitivos para comprender la complejidad del texto. Este beneficio de la experticia tiene una contracara muy relevante a la hora de enseñar. Una vez que adquirimos determinado conocimiento, este tiende a sesgar, a contaminar la capacidad de entender el tema desde una perspectiva menos informada. Cuando sabemos algo, es extremadamente difícil imaginar el punto de vista de alguien que no lo sabe. ¿Conclusión? A un experto le cuesta mucho ponerse en el lugar de un novato.

La maldición del conocimiento

Para plasmar una enseñanza es imprescindible entender dónde radican las dificultades de quien aprende, qué le resulta más fácil y qué no. Pero cuando sabemos mucho sobre un tema, ya perdimos esa perspectiva y encontrarla de nuevo requiere un gran esfuerzo. Este fenómeno es tan universal y frecuente que hasta tiene un nombre (por cierto, muy pertinente): maldición del conocimiento. Por desgracia, no se puede evitar caer en la maldición del conocimiento, así que la única recomendación es estar muy atentos.