Dory Sontheimer: «A los 57 años descubrí que los nazis habían exterminado a 36 miembros de mi familia»

Dory Sontheimer, hija de judíos alemanes, nació en Barcelona en 1946, donde fue educada como católica.
Dory Sontheimer, hija de judíos alemanes, nació en Barcelona en 1946, donde fue educada como católica.
Entrevistas
(17/04/2018)

Dory Sontheimer nació en Barcelona en 1946 y fue educada como católica en la España franquista. Su abuelo paterno era el propietario de la fábrica Lehmann, que tenía filial en Barcelona, ​​donde sus padres se conocieron y se casaron en 1936. Habían huido de la Alemania antisemita de preguerra y aquí se encontraron con una dictadura. Para sobrevivir tuvieron que negar su origen judío, cambiarse de nombre y convertirse al catolicismo. Hasta los dieciocho años, en pleno franquismo, Sontheimer no supo que sus orígenes eran judíos, y aún viviría muchos años más sin conocer nada del horror que había vivido su familia. Se graduó en Farmacia y Óptica en la UB y ejerció como farmacéutica y empresaria, hasta que en 2002, tras la muerte de su madre, descubrió en el altillo de su habitación de soltera siete misteriosas cajas que revelaban una historia sobrecogedora. «A los 57 años descubrí que los nazis habían exterminado a 36 miembros de mi familia», explica. Entonces inició una investigación sobre sus orígenes que la ha llevado a viajar por medio mundo hasta reencontrarse con más de una veintena de familiares. Un periplo que ha puesto por escrito en dos libros, Las siete cajas (Circe, 2014) y La octava caja (Circe, 2016), y en un documental sobre su vida, titulado Les 7 caixes (Carles Canet y David Fontseca). En marzo, Sontheimer visitó la UB para presentar este documental, invitada por el vicerrector de Artes, Cultura y Patrimonio, Salvador García Fortes.

 

Dory Sontheimer, hija de judíos alemanes, nació en Barcelona en 1946, donde fue educada como católica.
Dory Sontheimer, hija de judíos alemanes, nació en Barcelona en 1946, donde fue educada como católica.
Entrevistas
17/04/2018

Dory Sontheimer nació en Barcelona en 1946 y fue educada como católica en la España franquista. Su abuelo paterno era el propietario de la fábrica Lehmann, que tenía filial en Barcelona, ​​donde sus padres se conocieron y se casaron en 1936. Habían huido de la Alemania antisemita de preguerra y aquí se encontraron con una dictadura. Para sobrevivir tuvieron que negar su origen judío, cambiarse de nombre y convertirse al catolicismo. Hasta los dieciocho años, en pleno franquismo, Sontheimer no supo que sus orígenes eran judíos, y aún viviría muchos años más sin conocer nada del horror que había vivido su familia. Se graduó en Farmacia y Óptica en la UB y ejerció como farmacéutica y empresaria, hasta que en 2002, tras la muerte de su madre, descubrió en el altillo de su habitación de soltera siete misteriosas cajas que revelaban una historia sobrecogedora. «A los 57 años descubrí que los nazis habían exterminado a 36 miembros de mi familia», explica. Entonces inició una investigación sobre sus orígenes que la ha llevado a viajar por medio mundo hasta reencontrarse con más de una veintena de familiares. Un periplo que ha puesto por escrito en dos libros, Las siete cajas (Circe, 2014) y La octava caja (Circe, 2016), y en un documental sobre su vida, titulado Les 7 caixes (Carles Canet y David Fontseca). En marzo, Sontheimer visitó la UB para presentar este documental, invitada por el vicerrector de Artes, Cultura y Patrimonio, Salvador García Fortes.

 

¿Cómo llegaron a sus manos las siete cajas?

Mi padre murió de un infarto en 1984 y mi madre se hundió de una manera que a mí me costaba entender, porque siempre había sido una mujer muy fuerte. Comenzó a tener infartos cerebrales y cayó en un estado de coma en el que permaneció diez años. Durante ese tiempo, al principio todavía hablaba un poco, solo alemán (olvidó el castellano). Y comenzó a gritar muchas veces: «¡Ahora vendrá la Gestapo y se nos llevarán!». A mí aquello me hizo pensar que algo muy fuerte les debía de haber pasado. Y, cuando murió, encontré todo esto. Las siete cajas estaban en el altillo de mi antigua habitación de soltera, detrás unos edredones.

 

¿Qué contenían aquellas cajas?

Cartas, fotografías, pasaportes... Las cajas estaban numeradas y, dentro, los documentos ordenados cronológicamente. Detrás de cada foto, mi padre había escrito el lugar, la fecha y los nombres de mis familiares. Él escribía a máquina y acompañaba cada carta recibida con una copia de su respuesta. Todas estaban censuradas: la Gestapo abría y leía todas las cartas. ¡Tú imagínate el riesgo que corrieron mis padres! Para mí encontrar todo aquello fue una conmoción. Empecé a abrir carpetas. Entendí algunas cosas, pero vi que tenía que empezar a indagar muchísimo. Yo entonces (era en 2002) todavía estaba en plena época activa de trabajo, así que hice un álbum para mis hijos y cerré las cajas hasta 2006, año en que, una vez jubilada, decidí dedicarme a investigar y averiguar todo lo que le había pasado a mi familia.

 

De los documentos que encontró, ¿cuál fue el más impactante?

La carpeta de mis abuelos maternos, porque yo no había visto nunca una fotografía suya, ni sabía cómo se llamaban. Si preguntaba por ellos, mis padres me decían que habían muerto en la guerra y cambiaban de tema rápidamente. Conocer luego todo lo que pasaron... (se emociona).

En la carpeta encontré toda la correspondencia que intercambiaron con mis abuelos maternos desde que los deportaron el 23 de octubre de 1940 de la Selva Negra a la Francia de Vichy (después he sabido que fue la única deportación que se hizo en toda la zona de la Selva Negra). Del campo de Gurs fueron trasladados a otro campo, el de Récébédou. Aquellos que tenían posibilidad de obtener los visados ​​de salida, podían ir a Marsella, el lugar de espera desde donde salían los barcos. Mis abuelos estuvieron allí. Mis padres desde Barcelona, y el hermano de mi madre desde Nueva York, luchaban para que alcanzaran el visado. La impotencia era brutal. En agosto de 1942 fueron deportados a Drancy, y de Drancy a Auschwitz. Salieron el 7 de septiembre de 1942 en el convoy 29. En él iban mil personas amontonadas como animales. De estas mil, dos días después, llegaron con vida 889: 53 entraron en Auschwitz y el resto fueron llevadas directamente a las cámaras de gas. Entre ellas estaban mis abuelos: ella tenía 59 años y él 65. Ahora entiendo el impacto que debió de suponer para mi madre no haber podido salvarlos.

 

Los aliados sabían de la existencia de los campos de exterminio.

Sí. Existían noticias, había filtraciones. En una de las últimas cartas, mis abuelos dicen: «Los que van al este no vuelven, desaparecen». Supongo que ellos no debían de saber lo que había detrás de eso, pero los aliados sí lo sabían. Y la pregunta es: ¿por qué no bombardearon las vías para que los trenes no llegaran a los campos de exterminio? ¡Lo tenían tan fácil! Hubieran podido salvar a mucha gente. Pero Europa se comportó entonces cómo se comporta ahora. No cambiamos. Los intereses políticos y económicos están por delante de todo.

 

Hábleme de sus padres. Se refugiaron en Barcelona siendo muy jóvenes.

Huían del fascismo, pero aquí se encontraron una dictadura similar. Mi padre vino a Barcelona en 1929-1930, por recomendación de mi abuelo paterno, y mi madre, en 1933, después de ser despedida de la cancillería de Friburgo cuando Hitler subió al poder. En Barcelona se conocieron, se enamoraron y comenzaron su proyecto de vida, pensando que era algo transitorio. Pero en 1936 estalló la Guerra Civil. Cuando terminó, habían pasado seis años desde que Hitler estaba en el poder. Todo lo que estaba sucediendo en Europa con la comunidad judía era un clamor. En mayo de 1939, Franco aprobó la Ley de fronteras y entonces ya vieron la dificultad que tenían para poder traer la familia aquí. Franco había ganado la guerra con Hitler y Mussolini. Y tuvieron claro que, si querían salvar sus vidas, tenían que ocultar que eran judíos y convertirse al catolicismo.

¿Qué les podría haber sucedido si el régimen franquista hubiera descubierto que eran judíos?

La Gestapo operaba en Barcelona y corrían peligro. De hecho, mi padre tuvo dos citas para ir al consulado alemán aquí, en Barcelona. El consulado alemán estaba conchabado con la policía española, y a muchos de los que iban allí, si eran judíos, los deportaban a la frontera. Deportar a la frontera era la muerte. Curiosamente, solo lo citaron a él, no a mi madre, tal vez por el apellido, Sontheimer. En todo caso, no se presentó a ninguna de las dos citas, pero lo que sí hizo fue cortarse el apellido. Se puso Sont con el Heimer separado, pero a nosotros, sus hijos, nos puso solo Sont. Yo, tras el descubrimiento de las cajas, he querido rescatar el apellido de mi padre.

 

A los 18 años conoce sus orígenes judíos. ¿Cómo surgió el tema?

Pienso que fue porque empezaba a salir con el que hoy es mi marido (ríe) y supongo que mi padre, con muy buen criterio, pensó que, antes de que me comprometiera con alguien, tenía que conocer mis orígenes. Recuerdo que me dijo: «Somos judíos, pero no se lo digas a nadie porque es muy peligroso». Eso era en 1964. Yo me preguntaba qué mal había en ello, pero respeté que no quisieran que lo dijera. Eso sí, me sentí aliviada de que mi familia no fuera nazi, porque mis padres estaban muy orgullosos de ser alemanes. Y nunca más pensé en ello.

 

En aquella época ya estaba en la universidad.

Sí, estaba estudiando Farmacia en la Universidad de Barcelona. Mi época universitaria coincidió con el final del franquismo. Fue una época bastante movida, al final. Yo era un poco, no revolucionaria, pero sí contestataria. Y el único miedo de mis padres, sobre todo de mi madre, era que me metiera en cuestiones políticas. Yo ahora lo entiendo, pero entonces no sospechaba nada.

 

¿Cree que sus padres llegaron a un pacto para no revelarle nada en vida?

Seguro. Si guardaron silencio toda la vida... Querían que nosotros, sus hijos, creciéramos felices. «¿Por qué tenemos que preocuparlos con lo que pasó, si no pueden hacer nada?», debieron de pensar. Para mí, esa es una prueba de amor brutal. Pero, al mismo tiempo, no lo destruyeron, lo dejaron todo ahí para que lo encontráramos. Estoy convencidísima de que mis padres querían que nosotros conociéramos su historia y nos dejaron muchas herramientas para resolver el rompecabezas. Pero no lo hicieron en vida por miedo.

 

Y a los 57 años, con toda una vida hecha, descubre un pasado que desconocía. ¿Cómo encaja esa nueva realidad en su propia identidad?

Tengo que decir que no he tenido ninguna crisis de identidad. Yo, como persona, siento que soy la misma, pero mucho más plural, mucho más abierta. He sido educada como católica y ahora he conocido lo que es el judaísmo y me siento muy orgullosa de mis orígenes, pero no pienso renunciar a mi identidad porque la identidad se forma allí donde tú creces. Y siento que soy mediterránea, soy catalana.

 

¿Cómo ha sido el proceso de reconstrucción de la historia familiar?

Como he dicho antes, fue en 2006 cuando me metí de lleno en las cajas. Estuve colaborando durante un año con un programa que se llamaba «Perseguidos y salvados», que impulsaban el Museo de la Shoah de París, el Museo Topografía del Terror de Berlín y la Diputación de Barcelona. Eso me ayudó muchísimo en toda la tarea de documentación, porque me permitió conocer a mucha gente, sobre todo historiadores y sociólogos. Yo tenía la obsesión de encontrar a los descendientes de cada una de las ramas de mi familia (abuelos maternos y abuelos paternos). Daba igual que fueran muchos o pocos. Y los he encontrado. He viajado a Tel Aviv, Buenos Aires, Praga, Boston, Montreal, Nueva York y Londres. Gracias a esas siete cajas, mi familia ha crecido en veinticinco personas, hijos de aquellos familiares que pudieron salir de Alemania o cuyos padres pudieron enviarlos fuera del país. ¡Uno de ellos es incluso superviviente de un campo de exterminio! Reencontrarnos ha sido una explosión de alegría y de ilusión. Es una forma de demostrar al mundo que hemos sido capaces de vencer al nazismo. Los únicos familiares que aún no conozco son los descendientes de mi abuelo materno, que curiosamente viven en Alemania. A ellos les cuesta esta historia...

¿Por qué decidió plasmarlo todo en el libro Las siete cajas?

Decidí que tenía que escribir ese libro como homenaje, no solo a mi familia, sino a miles de familias que sufrieron aquel horror. Como dice muy bien el periodista Vicenç Villatoro, «seis millones de víctimas son seis millones de historias personales». Se trataba de poner caras y nombres a los pijamas de rayas.

Mis hijos me regalaron un curso de escritura y, a partir de ahí, comenzaron las ganas de escribir. Evidentemente, para mí fue una catarsis total. Cuando terminé Las siete cajas y descubrí que 36 miembros de mi familia directa habían sido exterminados, pensé mucho en los niños. Necesitaba saber qué había pasado con los niños de mi familia durante el nazismo. Así nació el segundo libro, La octava caja. Pensar que una sociedad culta del siglo XX, como fue la alemana, fuera capaz de proyectar un asesinato masivo, y llegar a matar a un millón y medio de chicos..., no lo entenderé nunca. Y eso es lo que te da miedo, ¡hasta dónde puede llegar la mente humana! Te das cuenta de que a los seres humanos, en general, se les manipula muy fácilmente, y de que por ello es tan importante insistirles a los jóvenes: «No os dejéis llevar por demagogias ni totalitarismos, pensad por vosotros mismos». Cada uno tiene su conciencia y sabe exactamente lo que está bien y lo que está mal.

 

¿Por eso da charlas en institutos?

Sí, participo en un programa del Departamento de Enseñanza que se llama «Testigos en el aula». Estoy muy contenta de poder hacer esta labor con los jóvenes, porque ellos son el futuro. Deben saber qué pasó, que no está tan lejos, para que no se vuelvan a cometer los mismos errores. Eso no puede volver a pasar nunca más. Y la verdad es que me escuchan con unos ojos... Un silencio... Imagínate, ¡con chicos de dieciséis años!

Pienso que Europa contribuye muy poco a formar las mentes de las personas y eso es muy importante. Los gobiernos y las Naciones Unidas tienen esa responsabilidad y no se hacen cargo de ella. Por eso ahora me preocupa muchísimo el tema de los refugiados. Tenemos que pensar que cada uno de nosotros puede ser inmigrante en algún momento de su vida. De hecho, mis padres lo fueron. Y ves que salen formaciones de extrema derecha, sobre todo cuando hay una crisis económica, y el culpable es siempre el que viene de fuera. Mi padre, que era un hombre muy tolerante y con una percepción clarísima de lo que era la ética, me enseñó que, por encima de las identidades, están los valores humanos. No importa que seas agnóstico, católico, judío, protestante o musulmán. Pienso que eso es universal y que hay que trabajar por ello, no vale solo decirlo.

 

Por último, ¿ha pensado en que hará con toda la documentación dentro de unos años?

Soy muy consciente de que tengo que dejarla en algún lugar. Tampoco quiero tardar mucho en hacerlo. Sé que son documentos que tienen un gran valor histórico, y que deben estar en el lugar adecuado. La cuestión es en dónde. Me los han pedido desde el Museo de la Historia del Holocausto de Jerusalén, el Museo del Holocausto de Washington y evidentemente también aquí. Todavía me lo tengo que pensar. Lo que tengo claro es que no quiero que terminen en una estantería, sino en algún lugar donde los estudien. ¡Estoy convencida de que sacaríamos cantidad de datos que yo he sido incapaz de descifrar!