Los siete modos de amor
Hay siete modos de
amor que vienen de lo más
alto y retornan de nuevo hasta lo más elevado.
El primero es un deseo activo de amor
Debe reinar en el
corazón
corazón por largo tiempo
antes de vencer todo
obstáculo, obrar con
fuerza y vigilancia y crecer en él
ardientemente. Este modo es un
deseo que viene
ciertamente del propio
amor. El
alma
buena, que desea seguir fielmente a
nuestro Señor y amarlo verazmente, es empujada a alcanzar y
vivir en la
pureza, en la
nobleza y en la
libertad en la que el
Creador la hizo a su imagen y semejanza, y eso debe ser
amado y conservado por encima de todo. Es por esa vía por la que quiere encaminar toda
su
vida, obrar, crecer, elevarse hacia un
amor más alto, hacia un conocimiento
de
Dios más
íntimo, hasta alcanzar la
perfección para la
que ha sido hecha, y a la que es llamada por
Dios. A ello se aplica día y noche, y se
dedica por completo. Ese es su ruego, su empeño y su súplica dirigida a Dios. Ese es
todo su pensamiento: ¿cómo llegar ahí y cómo acercarse más íntimamente al
amor, asemejarse a él por el
adorno
de todas las virtudes, y por toda la
pureza de la más
alta
nobleza de
amor? Esta
alma examina a menudo
seriamente lo que ella es y lo que debería ser, lo que tiene y lo que le falta a su
deseo. Y con todo su
celo, con gran
anhelo y
con todo el ingenio del que es capaz se esfuerza por guardarse y apartarse de cuanto
pudiera serle
obstáculo o estorbo en este asunto. Su
corazón no descansa ni ceja jamás
de buscar, reclamar, aprender, atrayendo hacia sí y guardando consigo cuanto pueda
ayudarle a avanzar en el
amor. Tal es el mayor
empeño del
alma colocada en este
estado; en el que debe obrar y trabajar mucho para
obtener de
Dios, por su
celo y su
fe, el
poder
servir al
amor sin que se lo impidan las faltas
pasadas, con una conciencia
conciencia libre, una
mente
pura, una
inteligencia clara. Ese
deseo de tan
gran
pureza y de una
nobleza tal, proviene sin
duda del
amor y no del
temor. Pues el
temor nos hace obrar o padecer, tomar o dejar las
cosas por
miedo a la cólera de
nuestro Señor y al
juicio de ese juez justo, o a los castigos
eternos, o a las penas temporales. Pero sólo el
amor
obra y se esfuerza por la
pureza, por la alta y suprema
nobleza, tal como
es él en esencia, posesión y
fruición. Y el
amor
enseña esta
obra a aquellos que se entregan a él.
A veces [el
alma] tiene otro
modo de amor, en el
que emprende la tarea de servir a
nuestro Señor de manera totalmente gratuita, sólo con
+
amor,
sin un porqué, sin
recompensa de
gracia o
gloria; como una
noble
doncella que se emplea al
servicio de su
señor
por puro
amor, sin ningún
salario, satisfecha de servirle y de que él se deje servir. De este
modo quiere servir con
amor al
amor, amando sin
medida, por encima de toda
medida y por encima de
todo sentido y
razón humanos, con toda
fidelidad. En este
estado, ella arde de tal
modo en
deseo, tan presta a servir, tan dispuesta
a sufrir, tan
dulce en la penuria, tan
alegre en la tristeza [que] con todo su ser no
quiere sino complacerle a él. Hacer o sufrir lo que sea en
servicio y
honra de
amor,
eso es lo que le place y lo que le basta.
A veces el
alma buena alcanza otro
modo de amor
que lleva consigo grandes penas y
tormentos. Es decir, quiere satisfacer a
amor y contentarlo en todo
honor, en todo
servicio, en toda
obediencia y sumisión de
amor. En ocasiones este
deseo sacude con violencia el
alma que, con
pasión, se esfuerza por hacerlo todo, alcanzar toda
virtud, sufrir o soportar todo y cumplir todas sus
obras en el
amor, sin
medida ni consideración. En
este modo está dispuesta a todo
servicio, pronta e intrépida en las penas y la
labor.
Pero haga lo que haga permanece insatisfecha. Y este es entre todos su mayor
dolor, no
poder satisfacer a
amor como desearía y encontrarse siempre en
deuda con
amor. Sabe
bien
que eso sobrepasa toda
fuerza humana y está por
encima de sus propios poderes, pues lo que desea es imposible y es en
verdad
irrealizable para las criaturas. Pues ella quiere hacer, por sí sola, tanto como todos
los seres humanos juntos sobre la tierra y los espíritus en
el cielo, como todos los seres
creados de lo alto y lo bajo, y mucho más, para servir, honrar y
amar al
amor según su dignidad. Y lo que no alcanza con sus
obras quiere suplirlo con una
voluntad
perfecta y un poderoso
deseo. Pero ni
siquiera eso la satisface. Sabe
bien que el cumplimiento de tales deseos excede en mucho
sus fuerzas y está por encima de todo sentido y
de toda
razón humanas y, sin embargo, no
consigue moderarse, contenerse, tranquilizarse. Hace lo puede: rinde al
amor gracias y alabanzas,
obra y trabaja para
amor y
se ofrece por entero al
amor, y todo lo que hace lo hace en amor. En todo esto no hay
reposo para ella, pues le causa gran
dolor haber de
desear lo que no puede conseguir. Le
es necesario permanecer en
tormento del
corazón y habitar en la pesadumbre. Y así le parece que muere viviendo y muriendo sufre
el
infierno. Toda su
vida es infernal, y no es
sino desgracia y aflicción por el horror de los espantosos deseos que no puede ni
satisfacer, ni aplacar o apaciguar. Le es necesario permanecer en este
tormento hasta el momento en que
nuestro Señor la
consuele y la lleve a otro
modo de amor y
deseo, hacia un conocimiento más íntimo de sí mismo.
Sólo entonces puede actuar según lo que le es dado por
nuestro Señor.
nuestro Señor acostumbra a procurar otros modos de
amor,
ya en grandes
delicias, ya en grandes penas. De ello quiero hablar
ahora. En algunos momentos hace que el
amor
despierte suavemente en el
alma y se eleve radiante y conmueva el
corazón sin acción
alguna de
naturaleza humana. Entonces el
corazón es tocado por tan tierno
amor, atraído en el amor por tal
deseo, tomado por
amor con
tanta
fuerza, subyugado por
amor tan impetuosamente, y tan íntimamente estrechado en el
abrazo de
amor que [el
alma] es conquistada totalmente por
amor. Experimenta así una gran
intimidad con
Dios, una
iluminación
intelectiva, un
goce maravilloso, una
noble
libertad, un
dulce
embeleso, un gran dominio
del fuerte
amor y una desbordada
plenitud de
satisfacción cumplida. Y siente entonces todos sus
sentidos santificados en
amor y su
voluntad transformada en
amor, y tan profundamente se sumerge y es absorbida en el
abismo de
amor que ella misma ya no es sino amor.
La
belleza de
amor la hace bella, la
fuerza de
amor
la subyuga, la
dulzura de
amor la absorbe, la
grandeza de
amor la sumerge, la
nobleza de
amor
la estrecha, la
pureza de
amor la atavía, la
altura
de
amor la eleva y la une a sí
misma, de forma que ha de ser toda
amor y sólo
amor puede ejercer. Cuando siente esta
sobreabundancia de
delicias y esta
plenitud
del
corazón, su
espíritu se abisma por
entero en
amor, su
cuerpo desfallece, su
corazón
se disuelve y sus fuerzas le abandonan. Tan por completo dominada por
amor, apenas puede sostenerse y a menudo pierde el uso
de sus miembros y
sentidos. Tal y como una copa llena desborda y se derrama al mínimo
movimiento, así en ella, conmovida y abrumada por la
plenitud de su
corazón, sin querer,
desborda.
Sucede a veces que
amor se despierta en el
alma
como una tempestad, con gran estrépito y gran furor y parece como si el
corazón fuera a
quebrarse por la
fuerza del asalto y el
alma
hubiera de salir de sí misma en la entrega al
amor
y en su irrupción. Es arrastrada entonces en el
deseo de
amor y el cumplimiento de sus
obras, grandes y puras, y quiere satisfacer al
amor en sus todas sus exigencias. O
bien
quiere reposarse en el
dulce
abrazo de amor, en la
deliciosa
bienaventuranza y en la
posesión de todo
bien, de modo que su
corazón y
todos sus
sentidos lo desean, lo buscan
con
celo y lo reclaman con
pasión. Cuando se
halla en este
estado, [el
alma] se encuentra tan fuerte de
espíritu, abraza tantas cosas
en su
corazón, siente tal
fortaleza en su
cuerpo, es tan ágil en sus actos, tan activa interior y exteriormente, que todo
en ella, según le parece, es ocupación y
trabajo, al mismo tiempo que su
cuerpo permanece en calma. Se siente no obstante
arrastrada desde el interior, arrebatada por el
amor, presa de la
impaciencia y de las múltiples penas de una profunda
insatisfacción. Ora es la propia experiencia
de
amor lo que la hace sufrir,
sin un porqué, ora
el
deseo de esos bienes que reclama o la
insuficiencia de la
fruición de
amor. A instantes
el amor pierde en ella hasta tal punto la
medida, brota con una tal vehemencia y agita
el
corazón con tal
fuerza y tan furiosamente,
que éste parece herido por todos lados y sus heridas no cesan de renovarse, cada día con
dolor más amargo y con nueva intensidad. Y le parece que sus venas se rompen, que su
sangre se derrama, que su médula se marchita:
sus huesos desfallecen, su pecho arde, su garganta se seca, su rostro y todos sus
miembros sienten el calor interior y el furor de
amor. Otras veces es como una flecha que atraviesa su
corazón hasta la
garganta y más allá hasta el cerebro, y le hace perder el sentido, o como un
fuego devorador que atrae cuanto puede consumir; tal
es la violencia con la que experimenta el
alma en su interior la acción de
amor, implacable, sin
medida, apoderándose de todo y
devorándolo todo. Así es atormentada y su
corazón es herido y desfallecen sus
fuerzas.
Pero el
alma es alimentada, su
amor
es
amamantado y su
espíritu arrebatado por encima de
sí mismo. Pues el
amor está tan por encima de toda capacidad de
comprensión, que no se lo puede aprehender. Y
de ese
sufrimiento desea a veces deshacer
el
lazo, quebrar la
unión de
amor.
Pero ese
lazo
la estrecha tan de cerca, la inmensidad de
amor la sujeta de tal manera, que no puede
mantener
medida ni
razón, no puede atender al
buen sentido, ni moderarse, ni esperar
sabiamente. Pues cuanto más recibe de lo alto, más reclama; cuanto más le es revelado,
más la empuja el
deseo de acercarse a la
luz de
la
verdad, la
pureza, la
nobleza
y la
fruición del
amor. Y atraída y estimulada siempre con más intensidad, nada la satisface o
la calma. Lo que más la aflige y la atormenta es lo que más la cura y la consuela; lo
que más profundamente la hiere es su única
salud.
El sexto [modo] de amor
Cuando la
esposa del
Señor se ha alzado y ha avanzado en
santidad, experimenta entonces otro
modo de amor con un conocimiento más íntimo y elevado. Siente que
amor ha
triunfado en su interior sobre sus oponentes, que ha colmado sus insuficiencias, que ha
dominado sus
sentidos, ornado su
naturaleza, dilatado y exaltado su ser, tomándolo
totalmente sin resistencia; y así posee su
corazón en seguridad para obrar libremente o
reposarse en la
fruición. En este
estado todo es poco para el
alma , y todo cuanto
pertenece a
amor es fácil de hacer o de dejar de hacer, de sufrir o de cargar y le
resulta
dulce ejercerse en el
amor. Experimenta entonces una
potencia divina, una
pureza límpida, una suavidad espiritual, una
libertad ferviente, un sabio discernimiento,
una
dulce igualdad con
nuestro Señor y
un
conocimiento íntimo de
Dios. Entonces es
semejante a un
ama de casa que ha arreglado
su
casa, la ha dispuesto sabiamente y bellamente
la ha ordenado, la custodia con
cuidado y
obra
con
discreción. Mete y saca, hace o evita
hacer según su agrado. Así sucede con esta
alma: ella es
amor, y
amor
reina en ella, poderoso y
soberano, en la acción y en el reposo, en lo que emprende o en lo que evita hacer, en
las cosas exteriores e interiores, según su
voluntad. Y como el pez que nada a lo largo
y ancho del
río o reposa en sus profundidades, como
el pájaro que vuela audaz en las alturas celestes, así siente ella que vaga su
espíritu
libremente en lo alto y lo profundo, y a lo largo y ancho de
amor. El
poder del
amor ha requerido y conducido a esta
alma, la ha
guardado y protegido, le ha dado la
prudencia y la
sabiduría, la
dulzura y la
fuerza de
amor. Pero este
poder el
amor lo ha mantenido oculto al
alma hasta el momento en el que ha ascendido a nuevas alturas y se ha convertido en
dueña de sí misma, de forma que
amor
reina en
ella incontestable. Entonces
amor la ha hecho tan
audaz que no teme ni hombre ni demonio, ni
ángel
ni
santo, ni a
Dios mismo, en lo que
hace o deja de hacer, en la actividad y en el reposo. Y siente
bien entonces que el
amor está en ella tan despierto y tan activo
cuando su
cuerpo está en reposo como cuando se
emplea en múltiples obras. Sabe y siente que ni
trabajo ni
sufrimiento importan al
amor
cuando
reina en el
alma. Pero los que quieren
alcanzarlo deben buscarlo en el
temor y seguirlo en la
fe, ejercerse con ardor y no
ahorrarse esfuerzos ni dolores, y soportar con
paciencia oprobio y desprecio. No hay cosa pequeña que estas almas no hayan de
tener por grande, hasta que el
amor victorioso
obre en ellas sus obras soberanas, haga pequeñas las grandes cosas, facilite toda
labor,
dulcifique toda
pena, y las libere de toda
deuda.
Esto es
libertad de conciencia,
dulzura de
corazón,
sabiduría
de los
sentidos,
nobleza del
alma, elevación
de
espíritu y comienzo de la
vida eterna. Es una
vida angélica ya en este mundo, a la que sigue la
vida
eterna. ¡Que
Dios en su bondad se digne a concedérnosla a todos!
El
alma bienaventurada conoce todavía un séptimo
modo de amor
sublime, que opera en ella interiormente un singular
trabajo: es atraída
por
amor por encima de su
humanidad, por encima de
la
razón y de los
sentidos humanos,
por encima de toda
obra de nuestro
corazón; atraída por el mero
amor eterno en la
eternidad del
amor, en la ininteligibilidad, en la anchura y
altura inaccesibles y en el
profundo
abismo de la
Deidad que es todo en todo y que permanece incognoscible por
encima de todo, inmutable, todo ser, todo
poder,
todo
inteligencia, todo
obra soberana. [El
alma] se abisma entonces tan tiernamente en
el
amor, y es atraída con tanta
fuerza por el
deseo, que su
corazón estremecido se consume y no puede contener interiormente
el aliento, su
alma fluye fuera de sí y se desvanece en
amor, su
espíritu enloquece en el
fuerza del
deseo, todos sus
sentidos
tienden hacia la
fruición de
amor en la que
quieren establecerse. Eso es lo que exige de
Dios con insistencia, lo que busca en Dios
con ardiente
corazón; no puede sino quererlo, pues el
amor no le deja respiro ni reposo, ni
paz
de ningún tipo.
Amor la exalta y la rebaja, la atrae a sí y luego la atormenta, le da
muerte y le da
vida, la sana y la hiere de nuevo,
la hace enloquecer y de nuevo la vuelve
sabia. De
este modo la atrae al
estado más alto. Y es así como, elevada en
espíritu por encima del
tiempo, en la
eternidad, por encima de los dones de
amor, está fuera del tiempo, por encima de todos los modos humanos de
amar y,
en su
deseo de trascendencia, por encima de su
propia
naturaleza. He ahí todo su ser y toda su
voluntad, su
deseo y su
amor: establecerse
en la certeza de la
verdad y en la pura claridad, en la alta
nobleza y en la
belleza deliciosa, en
dulce asociación con estos
espíritus superiores que fluyen en oleadas de
amor
mientras conocen a su amor y lo poseen claramente en la
fruición. Su
voluntad permanece
allá arriba, errante entre los espíritus celestes, especialmente con los ardientes
Serafines. En la gran
Deidad y en la altísima
Trinidad está su amable reposo y su deleitosa
morada. Busca a su
Amado en su
majestad, le sigue y lo contempla con el
corazón y el
espíritu. Lo conoce, le ama, lo
desea de tal modo que no ve ni
santo, ni
ser humano,
ni
ángel, ni
criatura alguna, sino sólo
en ese
amor común por el que ama todo en Él. Sólo
a él ha escogido en el amor, por encima de todo,
en el fondo de todo y en todo; con toda la
pasión de su
corazón y con toda la
fuerza de su
espíritu desea verlo, poseerlo, alcanzar su
fruición. Por ello la
tierra es para ella un gran
exilio, dura
prisión,
tormento cruel. Desprecia el mundo y la tierra le disgusta; nada de lo terreno
puede deleitarla ni satisfacerla y es gran
pena
para el
alma deber vivir lejos y
extranjera en todo lugar. Su
exilio no puede olvidarlo, su
deseo no la apacigua, su
anhelo la atormenta penosamente. Experimenta
pasión y martirio, sin
medida ni
piedad. Siente pues una gran
ansiedad por verse liberada de este
exilio y descargada de los lazos del
cuerpo y repite sin cesar con ardiente
corazón las
palabras del
Apóstol: “
Cupio dissolvi et esse cum Christo”, es
decir, querría ser desligada y permanecer con
Cristo (
Carta a
los Filipenses 1,23
). Así anhela el
alma con violento
deseo y
dolorosa
impaciencia ser liberada y permanecer con
Cristo, no por hastío de esta
vida, ni por
temor a las penas por venir, sino que es
en
virtud de un
amor
santo,
amor eterno, por lo que
desea ardiente y vehemente
mente alcanzar el
país de la
eternidad, la
gloria de la
fruición. Su
anhelo es tan profundo e intenso, su
impaciencia tan dura y pesada, la
pena que soporta tan indecible, que el
deseo la atormenta. Le es necesario vivir en la
esperanza, y esa misma esperanza le lleva a sufrir y penar. ¡Ah, santos deseos de
amor, qué
fuerza cobráis en un
alma
amante!, es
una
pasión bienaventurada, un agudo
tormento, un
dolor constante, una
muerte terrible
y una
vida muriendo. El
alma no puede ni subir
allá arriba ni sentirse en
paz ni permanecer aquí
abajo. No puede soportar pensar en Él de tanto que lo desea y el pensamiento de estar
privada de Él le llena de
dolor. Por ello debe vivir en gran
tormento. Y así [el
alma] ni puede ni quiere ser consolada, como dice
el
Profeta: “
Renuit consolari anima mea”, es decir, mi
alma
rechaza el
consuelo (
Salmos, [76]-77, 3
). Sí, lo rechaza a menudo de
Dios mismo y de las criaturas, pues todo
consuelo que recibe, sólo hace crecer su
amor, la atrae a un
estado más alto y renueva su
deseo de
fruición y hace que le resulte aun más
intolerable este
exilio. Permanece pues
desapaciguada,
desconsolada a pesar de los dones que puede recibir, mientras se halla
privada de la presencia del
Amado. Es
vida de
arduos trabajos esta en la que el
alma rechaza todo
consuelo y no admite tregua en su búsqueda. El
amor la ha llamado y la ha conducido, le ha mostrado sus caminos en los que
ella ha permanecido fielmente en duras penas, pesados trabajos, con ardiente pesadumbre
y poderosos deseos, gran
paciencia y gran
impaciencia, en las dulzuras y dolores y numerosos
tormentos, en la búsqueda y en la
súplica, en la escasez y la abundancia, en la subida y la suspensión, en la persecución
y el seguimiento, en la necesidad y en la inquietud, en la
angustia y la
preocupación, en la
zozobra y
en la
desolación, en la
inmensa
fe y a menudo también en grandes dudas. En la
alegría o el
dolor está dispuesta a cargarlo todo. En la
muerte o en la
vida quiere entregarse al
amor. Soporta en su
corazón sufrimientos inmensos y, sólo por
amor, quiere alcanzar su región. Cuando ha conocido todo esto, la
gloria es su único refugio.
Pues ésta es la
obra de
amor:
desear la
unión más
íntima y el
estado más alto, donde más el
alma se entrega al
amor. [El
alma] no cesa
pues de buscar el
amor, querría conocerlo y gozarlo siempre, pero eso es algo imposible
en este
exilio, por ello quiere emigrar hacia el
país en el que ha cimentado su
morada y fijado
su
deseo, allí donde reposa en el
amor.
Pues sabe
bien que es allí donde cesará todo
obstáculo y el
Amado la abrazará
tiernamente. Contemplará apasionadamente al que tan tiernamente ha
amado; poseerá en
salvación
eterna al que tan fielmente ha servido; gozará en
plenitud de aquel que por
amor tan a menudo ha abrazado en su
alma.
Entrará así en la
alegría de su
Señor, como
dice san Agustín: “
Qui in te intrat, intrat in gaudium Domini sui et
cetera”, es decir, aquel que entra en ti entra en el gozo de su
Señor y no
temerá más, sino que será bienaventurado en el soberano
Bien (
Conf. II, 10,18
,
Mt,25,21
). Entonces el
alma se unirá a su
esposo y será
un solo
espíritu con él, en una
confianza indisoluble y en un eterno
amor. Los que
en el tiempo de la
gracia lo han practicado gozarán de él en la
gloria
eterna, donde
nada nos ocupará sino la alabanza y el
amor. ¡Dios quiera conducirnos allí a todos!
Amen.