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Epifanía
Jordi Vernis

Es una anécdota que cautivó mi atención desde el primer momento. Leibniz, la princesa Sofía y el jardín de Harrenhausen. Un amigo común creyó poder encontrar dos hojas completamente iguales y la princesa le desafió a hacerlo. Pero fue inútil pues, según Leibniz, si realmente hubiera dos hojas -o más- completamente iguales, éstas serían una y la misma. Es su ley de la identidad y los indiscernibles. Siempre la he recordado de manera especial porque creo que explica el efecto que tradicionalmente se ha atribuido a la figura del doble, y por extensión al déjà-vu.

No puede darse un mismo objeto dos veces en el mismo lugar y al mismo tiempo. La lógica de los indiscernibles no permite tal repetición. Como explica Freud en su famoso ensayo Das Unheimliche (1919), situaciones como el extravío en una ruta donde uno se reencuentra con el mismo lugar por el que ha pasado anteriormente, provocan una sensación de alivio al haber encontrado de nuevo algo familiar ante lo desconocido. Sin embargo, el mismo suceso es capaz de provocar un efecto siniestro, al aparecer otra vez algo que debería haberse dejado atrás. Freud explica tal fenómeno con una sencilla conclusión :

Sólo el factor de la repetición involuntaria es el que nos hace parecer siniestro lo que en otras circunstancias sería inocente, imponiéndose así la idea de lo nefasto, de lo ineludible, donde en otro caso sólo habríamos hablado de casualidad1.

Pero a mi parecer esta repetición involuntaria se produce en el doble porque no puede haber una repetición total de un objeto o un acto, debido al orden lógico que describe Leibniz y que tenemos interiorizado de tal manera que activa las alarmas de lo ominoso cuando una situación similar ocurre. Esa repetición debe ser involuntaria, como nos enseña Freud, pero en parte porque es imposible producirla. Porque si algo es totalmente idéntico a otra cosa, son lo mismo, y si son lo mismo no pueden variar su número, porque entonces estaríamos hablando de substancias distintas. En resumen: la apariencia de un doble, o la sensación de déjà- vu es algo así como un error del sistema que, cuando sucede, aterra por lo inconcebible de su acontecer. Esto no debería estar pasando.

(Qué bien funcionan aquí, como alegoría, los típicos mensajes de error de nuestros sistemas informáticos: “El sistema se ha recuperado de un error grave”, o “Explorer.exe ha detectado un error y debe cerrarse”).

De ahí la sagaz recuperación de la cita de Schelling, que Freud usa para definir lo siniestro: “Se denomina Unheimlich todo lo que, debiendo permanecer secreto, oculto..., no obstante se ha manifestado”2.

Es la violación de esta lógica lo que produce el efecto siniestro en la novela El estudiante de Praga (1913). En esta obra de H.H. Ewers, quien también fue guionista de su primera versión cinematográfica, Balduin debe batirse en duelo con su contrincante, pese haber prometido a su novia que no le matará y sentirse culpable del lío que se ha organizado por su culpa. La historia nos descubre al protagonista encontrándose con su doble, en la escena escogida para el duelo. Un doble que ha matado al contrincante por él. Balduin encuentra ya resuelto el desenlace de su aventura sin tener que sufrirlo él mismo, y además concluido de modo satisfactorio -pese a que lo deseado por Balduin era disculparse ante su adversario y disolver el duelo-.

Pero bien, no es intención de este texto discutir acerca de cuál es la razón última que estimula el efecto ominoso en el tema del doble, sino constatar que toda la imagen contemporánea funciona según esta anticipación a la realidad que vemos en el doble de El Estudiante de Praga.

II

El doble, en la novela de Ewers, permite que ciertas acciones se produzcan antes que los hechos acontezcan de manera natural -tal como le pasarían al modelo real, al Balduin de carne y hueso-. Recuperemos el caso del duelo. Balduin no ha tenido que enfrentarse en un duelo que quería evitar a toda costa. Por supuesto que no quería ver muerto a su contrincante, pero de momento fijémonos sólo en este hecho: Balduin no quería que el duelo se llevara a cabo. Y la imagen en el espejo de Balduin, su doble, hace que la realidad se le amolde, antes que ésta acontezca según la arbitrariedad del azar. Es lo que Jean Baudrillard, en obras como El crimen perfecto (1995), llamaba la “precesión de las imágenes”. El orden lógico de las cosas se pervierte para imponer a la realidad un desenlace deseado, preferido a lo que sucedería si la vida simplemente siguiera su curso.

Lo virtual es, siguiendo a Baudrillard, el gran símbolo de ésta imposición. Dejando a un lado el videojuego, símbolo de la simpatía que despierta controlar satisfactoriamente el transcurrir de una aventura, el rol de la virtualidad en la vida diaria ha crecido a lo largo de los años con el uso masificado de los dispositivos de modificación de la imagen. Ésta ha cobrado autonomía respecto a su correlato real, desde el aumento de accesibilidad de las máquinas de fotografiar y su perfeccionamiento mediante el teléfono móvil, hasta los ingenios para su circulación - redes sociales- y transformación – Photoshop, Instagram-.

En palabras de Baudrillard, estamos ante “una superfusión de lo ideal con lo real”. Esta ingente proliferación de la imagen en tanto que reproducción, y aún más, en tanto que reproducción manipulada, puede hacer de la imagen un ente tan autónomo que ya no sea mera reproducción de su modelo.

La imagen de alta definición. Nada que ver con la representación, y menos aún con la ilusión estética. Toda la ilusión genérica de la imagen es aniquilada por la perfección técnica. Holograma o realidad virtual o imagen tridimensional, no es más que la emanación del código digital que la genera. No es más que la rabia de conseguir que una imagen deje de ser una imagen, es decir, precisamente lo que arrebata una dimensión al mundo real3.

Actualmente, podríamos decir que la imagen está pensada como una toma para ser compartida y modificada. Hasta el punto que, gracias a la afición que ello genera, también deberíamos preguntarnos si no pensamos ya la realidad misma como una imagen, para que pueda competir con este doble suyo tan maleable. Tan maleable que se hace autónomo, pierde de vista a su modelo y se convierte en el preferido. Deberíamos preguntarnos si la realidad no ha cedido a la pasión por encuadrarla y delimitarla, configurarla para quedarnos con la realidad que más nos guste. No con la que simplemente acontece. Todo con el objetivo que la realidad no pierda un grado más de preferencia respecto a la imagen. Preguntarnos, en definitiva, si la mirada de la época presente no ve el mundo como una imagen, como lo anunció Heidegger en La época de la imagen del mundo4.

Si nuestra mirada incorpora cada vez más el convencimiento de poder tener la imagen deseada de la realidad, puede que todo lo que abarque ya no aparezca como lo haría de por sí, sino organizado según lo estéticamente deseado. Como un fotógrafo profesional que encuentra una escena digna de ser capturada allí donde no hay estudio, donde no hay nada preparado, pero que con las coordenadas apropiadas fuera capaz de hacer una fotografía envidiable: el sol en un punto justo para que actúe como el foco de luz natural, dos personajes encontrados por casualidad que hacen un gesto irrepetible, como si lo hubieran ensayado. Y un equilibrio de los elementos visibles alrededor, que hace de todo ello un momento mucho más atractivo que si hubiera sido contemplado desde otro ángulo y en otro instante. Sólo le faltaría el aparato para poder sacar la foto, pero eso es lo de menos.

A ello ha ayudado sin duda la masiva accesibilidad de las máquinas fotográficas y su uso indiscriminado en cualquier momento. Acerca de ello comentaba Félix de Azúa, en una entrevista para TV con motivo de la publicación de su libro Autobiografía sin vida (2010), que puede observarse un cambio en la aprehensión de la realidad gracias a la creciente cultura de la imagen propiciada por la técnica. Según Azúa, el protagonismo de la imagen en la vida de las nuevas generaciones actúa de modo que la información visual no termina de ser procesada hasta que no se observa encuadrada, limitada en la pantalla del visor de la cámara fotográfica. Y con los elementos organizados a placer por el fotógrafo, añadiríamos nosotros.

Se puede estar de acuerdo con Azúa o no. Pero parece que el uso indiscriminado de la imagen en nuestra vida diaria ha hecho más difícil mirar en términos que no sean de encuadre, de marco, pues lo que se mira podría resultar así mucho más atractivo. Sólo hace falta notar el contraste entre la experiencia cinematográfica que ofrece la retransmisión televisiva de un partido de fútbol, y el seguimiento del mismo desde la grada. Si uno ha crecido de manera que el partido siempre es su retransmisión televisiva, notará que le falta algo en la experiencia del directo. Así como la barbilla bien colocada, la pose efectiva y la perspectiva calculada que tienen las figuras en un póster. Esa no es la imagen de las persona a quien atribuimos el protagonismo del póster, porque esa persona no existe de ese modo, nunca se la podría mirar enfocada como ahí aparece. No es una imagen de la realidad, es otra cosa. Y aún así, cada día se hacen más irresistibles tal experiencia cinematográfica y tal configuración placentera de la realidad mediante la imagen.

III

Pero aún hay un momento de excepcionalidad en el póster y en la retransmisión televisiva del deporte, que no permite mirar estos dos fenomenos con la naturalidad con que uno mira lo que considera más real, el día a día. No son el ejemplos óptimo para ver hasta qué punto domina en la mirada actual la lógica de la precesión de las imágenes, la lógica del Estudiante de Praga. Tal lógica culmina, sin embargo, en gran parte la fotografía contemporánea. Desde el fotoperiodismo hasta el resto de ejercicios fotográficos que no se basan en el montaje -en las que sí hay montaje, nos encontraríamos de nuevo con los casos del póster y el fútbol- , la fotografía pretende captar la realidad con los mínimos filtros. No sólo en la forma, sino en el contenido: la gran atracción a la que apunta la cámara de fotos es lo cotidiano, el día a día.

¿Qué puede haber de artístico en lo cotidiano que no está alterado por nada, en lo que nada tiene de extraordinario? Observemos cómo Stephen Shore o Jeff Brouws exponen el paisaje de la América tanto urbana como rural. Pero, especialmente, prestemos atención al trabajo de Bernice Abbot o Walker Evans: rostros de la Gran depresión, gente vestida con harapos, camas estropeadas, rutinas aburridas. ¿Qué perfección, qué diseño, qué pose ideal tienen estas imágenes, para destacar de entre todos los fenómenos de la realidad? Pues la de la propia cotidianidad. Es decir, ninguna. Lo cotidiano es precisamente aquello que no sobresale, lo simple y llanamente vulgar. Por ello la categoría estética que siempre se suele utilizar para explicar la atracción que producen estas imágenes, o para destacar una por encima de otra, es la de lo “interesante”.

Situados más allá de la belleza y de lo excepcional del momento, lo cotidiano atrae pese a no tener nada especial. ¿Cómo? Convirtiéndose en imagen: por así decirlo, el trabajo de Evans, Browns o las farsas perfectamente estudiadas de Doisneau, representan una cotidianidad “profesional”. No se procede a alterar el modelo real hasta el punto de dar con una realidad virtual inexistente, como en el caso del póster, no. En cambio se opta por fijar unos hechos cotidianos llenos de detalles menos evidentes, más sutiles, pero hechos de nuevo en vistas a esa configuración, a esa mentalidad de encuadre, de diseño, de no dejar fuera ningún detalle que pueda convertirlo todo en más estético.

Pero no sólo en la fotografía encontramos este modo de proceder. Observemos algunas de las Epifanías (1904) de James Joyce, pequeños aforismos descriptivos, como postales literarias.

Nubes grises han cubierto el cielo. En un cruce de tres caminos y ante una playa cenagosa, un perro grande está acostado. De cuando en cuando eleva su hocico al cielo y pronuncia un prolongado aullido doloroso. La gente se para a mirarlo y prosigue; algunos se quedan, atraídos, puede ser, por ese lamento en que parece que escuchan el alarido de su propia tristeza, que tuvo voz una vez pero que ahora está muda, esclava del trabajo diario. Empieza a llover5.

Casi podríamos decir que Joyce aquí parece más un fotógrafo contemporáneo describiendo su obra que un escritor. Otro ejemplo:

Los niños más rezagados se están poniendo sus cosas para ir a casa, ya que la fiesta terminó. Éste es el último tranvía. Los caballos de lacias crines marrones lo saben y agitan sus campanas hacia la noche clara, a manera de advertencia. El cobrador habla con el conductor, ambos asienten con frecuencia bajo la luz verde de la lámpara. No hay nadie cerca. Fingimos escuchar, yo en el escalón superior y ella en el inferior. Ella se sube a mi escalón muchas veces y baja de nuevo, entre nuestras frases, y una o dos veces permanece a mi lado, olvidando bajar, y entonces baja... Calma; calma... y ahora ella no muestra sus vanidades – su hermoso vestido, su faja y sus largas medias negras, puesto que ahora (sabiduría de niños) fingimos saber que este final nos complacerá más que cualquier final por el que hayamos trabajado6.

Joyce nos da la clave de como el interés por lo cotidiano valora este tipo de detalles tan sugerentes, pero que en el fondo no muestran nada especial, nada extraordinario. O mejor dicho, no muestran nada. Al menos nada concreto. Pero es este amplio abanico de sugerencias lo que hace de la imagen vulgar, cotidiana, algo interesante. Lo cotidiano, al igual que lo siniestro, también consiste en algo que se manifiesta cuando hasta ahora ha permanecido oculto, igual que se nos ocultan la gran cantidad de nimiedades de nuestro alrededor a las que no prestamos atención en el día a día. Como dijo A. Walton Litz, el editor de la versión inicial de las Epifanías -literalmente, “manifestación”- de Joyce:

Cuando por vez primera empezó a recopilar sus epifanías, Joyce las veía, en palabras de su hermano Stanislaus, como “pequeños errores y gestos -mera paja en el viento- por los que la gente traicionaba las cosas que más cuidado tenía en esconder-”7.

O tal como lo escribió el autor irlandés en Stephen the Hero (1904-1906), un texto editado póstumamente:

Entendía [Stephen Dedalus] por epifanía una manifestación espiritual repentina, ya fuera en la vulgaridad del habla o gesto o en una frase memorable de la misma mente. Creía que era obligación del hombre de letras recoger estas epifanías con extremo cuidado, viendo que ellas mismas son los momentos más delicados y evanescentes.8

En éste último párrafo se concentran todas las claves del imaginario que reside en la estética de lo cotidiano. Sí, porque lo que hemos venido llamando cotidianidad, no es nada más que una estética: amante de lo instantáneo y frágil, de las sutilezas, de las pequeñas cosas insignificantes que afloran como un secreto a voces, y que por su extrema dificultad para ser asociadas con una impresión concreta, con una elemento particular, parece que adquieran complejidad, y eso el espectador lo ve como un valor añadido. Esta es la estética que se impone a la naturalidad de lo real, donde todo esto pasa desapercibido o, directamente, no existe.

En el fondo, el gusto por la cotidianidad no busca realismo, sino por un sustitutivo de la realidad. De nuevo, precesión de las imágenes. De nuevo, Baldius. Es eso lo que gusta a parte de la fotografía contemporánea, lo que motiva la sensación de lo “interesante”, y lo que se busca incesantemente como un efecto que dar a lo real, como el filtro de Instagram escogido para tomar una instantánea, o el ángulo perfecto de la barbilla que el modelo muestra para el póster o para la pancarta publicitaria. La cotidianidad – o estética de lo cotidiano- es el triunfo de la capacidad para convertir lo más casual e involuntario en arty, curioso, interesante. Esa es la esencia de la imagen contemporánea, y del hecho que nuestra mirada ya no mire, sino que encuadre, configure. Que busque epifanías, manifestaciones, por todos lados. Que haga del mundo, imagen. La superfusión de lo ideal con lo real, de la que hablaba Baudrillard. Esa configuración revestida de azar, como el factor involuntario que Freud reclamaba para que se diera el efecto siniestro ante el doble o el déjà-vu.

Y es que la cotidianidad, o el gusto por ella, no es nada más que lo siniestro desromantizado.



NOTAS

1 Freud, 2001, p. 25

2 Ibid. p. 17

3 Baudrillard, 2000, p. 19

4 “Imagen del mundo, comprendido esencialmente, no significa por lo tanto una imagen del mundo, sino concebir el mundo como imagen. Lo ente en su totalidad se entiende de tal manera que sólo es y puede ser desde el momento en que es puesto por el hombre que representa y produce” (Heidegger, 2001, p. 34).

5 Joyce, 2012, p. 91

6 Ibid. p. 81

7 Ibid. p.16

8 Ibid.

Bibliografía

Baudrillard, J.; El crimen perfecto, traducción de Joaquín Jordá, Anagrama, Madrid, 2000.

Heidegger, Caminos de bosque, traducción de Helena Cortés y Arturo Leyte, Madrid. Alianza. 2001.

Hoffman, E.T.A., El hombre de la arena, de. Torre de viento, Palma de Mallorca, 2001; precedido de Freud, S; Lo Siniestro, traducción L. López Ballesteros y Torres.

Joyce, J., Escritos breves, traducción de Mario Domínguez Parra, Ediciones Escalera, Madrid, 2012.