Platón o la conciencia del decir

 
Juan Manuel Reyes Massiel

 


 

 “…no existe vida humana que, por estable, yo pudiera aprobar ni censurar. Pues la fortuna, sin cesar, tanto levanta al que es infortunado como precipita al afortunado, y ningún adivino existe de las cosas que estén dispuestas para los mortales.”

Antígona, 1115

 

I. La alienación

Tanto por ser uno de los primeros diálogos platónicos, como por su brevedad no exenta de profundidad, el Ion contiene las directrices fundamentales que marcarán la particular relación platónica con la poesía, muchas veces ambigua, aunque siempre polémica, y que irá desarrollando en futuros diálogos; así, éste puede ser estudiado como una pauta primordial de lo que entiende Platón por poesía, y de su consecuente actitud hacia ella: la condena, la expulsión de la polis.

El texto ofrece una escritura que denota una clarísima intención de demostrar y obtener una tesis, y que, sin los titubeos habituales, vertebra todo el diálogo, a saber, la de que el poeta es tal no por una técnica, saber o conocimiento racional (νοῦς), sino por posesión divina: “así pues, esto, que es lo más hermoso, es lo que te concedemos, a saber, que ensalzas a Homero porque estás poseído por un dios; pero no porque seas un experto1”, concluye sentenciosamente Sócrates el diálogo. Ion, por tanto, sería un rapsoda de Homero que no sabe por qué Homero es Homero, pues a su vez, tampoco el mismo Homero tendría por qué saberlo.

En efecto, dice Lledó, “el objetivo del diálogo es mostrar cómo el rapsoda no sabe hablar de Homero en virtud de una técnica o una ciencia (τέχνη καὶ ἐπιστήμη)2”, pues, según dice Platón, “es una cosa leve, alada y sagrada el poeta, y no está en condiciones de poetizar antes de que esté endiosado, demente, y no habite ya más en él la inteligencia (νοῦς)3”.

Se trata, en efecto, de reprochar al discurso poético el que sea incapaz de dar cuenta a través de un lógos, del modo efectivo en que ha llegado a su arte, por ello Sócrates cuestiona a Ion desde una esfera puramente racional y sin preguntarse jamás por la naturaleza de lo poético, “en el Ion, el arte 4aparece junto con la ciencia; es una comprensión de lo general íntimamente unida al verdadero conocimiento, a la verdadera ciencia5”, de lo que resultará, evidentemente, que la poesía no es tal cosa, y que por tanto, carece de una licencia que le acredite como educadora de la polis helena.

Sin embargo, apunta Lledó, “el sofisma de Platón es clarísimo. En primer lugar, al aducir una serie de pasajes, referidos todos a técnicas particulares que nada tienen que ver con la poesía, cuando precisamente el juicio sobre ésta no radica en la exactitud de esas descripciones de técnicas, que caen fuera del menester poético.6” Pero es justamente en el hecho de que Platón no se pregunte por algo así como una “naturaleza” del discurso poético,  donde no debemos encontrar un error o un despiste, sino la intención fundamental, no sólo del Ion, sino de casi todo el embate platónico hacia la poesía: la desacreditación de la ésta como educadora, pues es consciente de que una investigación que interrogara sobre lo poético mismo, daría como resultado un análisis que opondría dos clases de discursos inconmensurables entre sí, cuando de lo que se trataba era de contraponerlos como si ambos, tanto el dialéctico-filosófico, como el poético, fuesen vehículos de una ἐπιστήμη, y estuviéramos averiguando cuál de ellos es mejor en este punto.

Así, el relato platónico de la piedra imantada que aparece en el Ion, es entonces un mito que muestra al poeta como alguien que no es dueño de un saber sobre el mundo, sino que se encuentra alienado a un discurrir ajeno, a saber, el divino, y por ello es incapaz de dar cuenta del mismo.

Como intérprete de Homero, que es a su vez un “intérprete de los dioses”7, Ion se da a la tarea de ser, un “intérprete de intérpretes”, y da paso así a un fundante juego hermenéutico que quiere ceñir a la poética a la verificabilidad haciendo de un posible saber intrínseco su única autenticidad; pero al poeta, como se hace notar, no le importan la verdad o falsedad, sino, del mismo modo que al rétor, la magnetización de sus oyentes, que desde los dioses se extiende como en una serie de piedras herrumbradas, hacia el rapsoda y finalmente hacia el espectador.

Platón ve pues en los poetas a individuos que –del mismo modo que los sofistas aunque por distintas razones–, no están en condiciones de ser maestros de la polis, sino que, antes bien, la corrompen, pues el espectador magnetizado está también fuera de sí, preso de un discurso ininteligible e imposible de desbrozar según las reglas de la dialéctica: la poesía anula al interlocutor, había dicho Octavio Paz.

II. La totalidad poética

Platón parece acusar a la escritura poética de no ser una escritura mensurable según su grado de verdad o falsedad, y de que la hermenéutica de la misma sólo pueda producirse considerándola como un discurso que se pliega sobre sí mismo, y no según su relación con las cosas de que habla. Se trataría, entonces, de un lenguaje por sí mismo diferente, en cuanto no sabe dar cuenta de aquello de lo que habla, es decir, en cuanto no se explica. El poetizar implica un cómo, y no un qué; por ello cuando Platón esgrime contra Ion su incapacidad para dar cuenta de las artes de que habla Homero, nunca tematiza la razón por la que los fragmentos homéricos citados son precisamente poesía y no otra cosa.

Barthes, refiriéndose a la poesía clásica, nos decía que “era sentida como una variación ornamental de la prosa, el fruto de un arte (es decir de una técnica)”, y podríamos pensar que éste es el paradigma que Platón tiene en mente cuando acusa a los poetas de ignorancia, aquél paradigma en el que la poesía “no designa ninguna extensión, ningún espesor particular del sentimiento, ninguna coherencia, ningún universo separado, sino sólo la inflexión de una técnica verbal, la de «expresarse» según reglas más bellas8”; por ello le exige dar cuentas de un exterior, le exige la explicación y la generosa capacidad de ser vehículo de saberes que posibiliten un diálogo con el exterior; sin embargo, acaso sea Platón el primero en cobrar conciencia de la poesía como un lenguaje diferente, cuyo objetivo es solamente él mismo: el mito de la piedra imantada querría entonces dar cuenta de un lenguaje que, utilizando las palabras de la convención, se encuentra sin embargo aparte, alienado sobre otra cosa, y no sobre sus significantes, razón por la que Ion siempre calla: su lenguaje poético, como una totalidad a la que poco importa su verificabilidad, no puede explicar ni enseñar sobre el mundo, sobre el exterior.

Así pues, Platón sería consciente de que la escritura poética no es sólo una “variación ornamental de la prosa”, sino un todo coherente consigo mismo, pero no con el exterior, y justo por ello execrable, pues  “da con palabras una falsa imagen de la naturaleza de dioses y héroes, como un pintor cuyo retrato no presentara la menor similitud con relación al modelo que intentara reproducir9

 

III. La totalidad diegética

El Benjamin de El Narrador había dicho, refiriéndose a la diferencia entre la narración y la información periodística, que “la mitad del arte de narrar radica precisamente, en referir una historia libre de explicaciones”, y que “la información, empero, reivindica su pronta verificabilidad; eso es lo primero que constituye su «inteligibilidad de suyo»10”. Así, la narración sólo existirá en tanto sea libre de explicaciones que desborden su totalidad llevándole hacia un exterior que sería el objeto por verificar.

Aristóteles, en la Poética, ya había explicado esto respecto a la epopeya (que es eminentemente narrativa), y lo había explicado como un elemento de lo narrativo por contraposición a la poesía trágica: “lo irracional, que es la causa más importante de lo maravilloso, tiene más cabida en la epopeya, porque no se ve al que actúa; en efecto, lo relativo a la persecución de Héctor, puesto en escena, parecería ridículo, al estar unos quietos y no perseguirlo, y contenerlos el otro con señales de cabeza11…” Esto es, la narración de la persecución de Héctor por parte de Aquiles a las puertas de Troya perdería toda su fuerza, y sería ridícula, si se pretendiese de ella alguna verificabilidad y ofreciera alguna explicación de las circunstancias irracionales que rodean al suceso narrado por Homero, como, por ejemplo, el hecho de que el ejército troyano nunca ataque al Aquiles que persigue a su héroe; pues el fin de este arte es la imitación de acciones que induzcan al temor o a la compasión, y si “se han introducido en el poema (epopeya) cosas imposibles: se ha cometido un error; pero está bien si alcanza el fin propio del arte12

Por ello Aristóteles había dicho también que la poesía, tanto trágica como épica, es esencialmente diferente de la historiografía, pues ésta se extiende ad infinitum en una temporalidad siempre por verificar, siendo contraria tanto a la retención del espectador como a que en la poesía los sucesos han de ser narrados no según un orden cronológico sino según una necesidad propia del mythos, de una estructura orgánica en que nada ha de ser contado sin estar articulado necesariamente con el todo del poema13, aún cuando, como se ha visto, ello sea irracional, y siempre que no se falte al “fin propio del arte”.

Como se ve, tanto Aristóteles como Benjamin apuntan a que la narración ha de ser una totalidad cerrada sobre sí misma, sin importar su conmensurabilidad con un discurso eminentemente informativo y verificable por tanto. Pero esto es lo que parece execrar Platón; pues la posibilidad de un lenguaje esencialmente diferente, pero cuyos elementos son los de la vida cotidiana (tanto las palabras, como las acciones imitadas), implica el peligro de una deformación pedagógica de la polis, al dar a entender a sus individuos que el lenguaje descriptivo de esas realidades cotidianas denota un saber del que, sin embargo, dicho lenguaje no pretende dar cuenta. Un lenguaje tal resulta inasequible para un νοῦς que pretenda de él una exterioridad explicada por su escritura, y es muy posible por ello que consideremos que “no habita en él la inteligencia.”

 

IV. La transparencia noética

Cuando Platón dice que la divinidad puede crear los más bellos poemas a través del más mediocre de los poetas, parece hacerles el siguiente reproche: “¿y qué importa quién habla cuando ustedes hablan?, ¿acaso Ion y todos los rapsodas no están simplemente posesos sin saber dar cuenta de aquello que cantan?, ¿acaso no es su decir un decir sin quién?” Y si no importa quién habla, si no importa quién es quién, ¿cómo los individuos habrán de someterse a un νόμος, a una ley, considerando que pueden extenderse como lo múltiple (“como Proteo, tomas todas las formas y vas de arriba para abajo…14”)? Por el contrario, para el platonismo el lenguaje es un consciente dispositivo de diseño de la vida pública del individuo, o, por lo menos, así piensa que debe ser.

La poesía lleva a escena la fragilidad del hombre, y sus múltiples actos posibles ante la týche, ante la fortuna de una vida azarosa; pero para Sócrates ello constituirá su deslegitimación como esfera pedagógica de la polis; en efecto, “al ser el dominio de la poesía lo particular y contingente; al vivir de sensaciones y sentimientos y no del pensamiento como tal ni de su fruto, lo universal, en cuyo dominio se comunican las ideas y se hace comprensible la realidad, quedaba totalmente desposeída del papel que hasta entonces había desempeñado15”, a saber, el de una didáctica. Se trata, para Platón, de la inconmensurabilidad del discurso poético con el lógos dialéctico, debido a su multiplicidad proteica, lo que le imposibilita de facto como vehículo transmisor de una doctrina argumentativa: “La poesía es la pintura fiel de la naturaleza animada, y no el análisis razonado de una existencia suprafísica, creada por enrarecimiento de la realidad. En este sentido la poesía apunta a lo múltiple16

En el fondo, el desprecio socrático por la tragedia es un desprecio por el lenguaje proteico del lógos trágico. “Este día te engendrará y te destruirá17”, dice Tiresias a Edipo, aludiendo al hecho de que al resolver el misterio de su propia vida sabrá quién es él en verdad, saber que al mismo tiempo le destruirá (¿existe acaso metáfora más propia para el viejo mito silénico?), pero, ¿cómo ha de privar la Ley sobre los hombres si no sabemos cabalmente quiénes son?, ¿si no sabemos cuándo se descubre su misterio? Para Platón el hombre ha de ser transparente, todo ello parecen ser los diálogos platónicos, un intento por hacer transparente al otro, por ello pone en evidencia a Gorgias, Polo y Calicles sucesivamente; por ello increpa a Ion el que cuando habla no es precisamente Ion, sino otro que habla a través de él, alienado como está a un magnetismo divino. De lo que se trata es de que no estén en condiciones de mutar su discurso una y otra vez, se trata de fijar sobre el discurso una conciencia única que dé cuentas sobre la existencia del mismo, y de acotarla para que adquiera una rigidez que le incapacite habitar discursos marginales o divergentes (δισσοι λόγοι); desde entonces el discurso es consciente: la cruzada platónica quiere hacer transparente un alma detrás del discurso exigiéndole siempre su comparencia y prohibiéndole una proteicidad juguetona que le permitiría aparecer ora aquí, ora allá, sin ninguna norma ni ley. La lógica del discurso estribará ahora en una conciencia que comparece para legitimarle ante la polis como un decir sobre el que ésta sea capaz de pedir cuentas: por ello se opera en el diálogo platónico una búsqueda exhaustiva del ser auténtico presuntamente escondido tras el velo lingüístico; más aún, se le convoca a que le habite en forma de una conciencia congruente consigo misma.  La divisa será la siguiente: sí importa quién habla, pues el decir, en tanto que es capaz de subyugar a las masas y opera sobre el conjunto de la polis como un detonante de su constitución y sus impulsos, debe ser objeto de responsabilidades: cada quien es responsable de su decir, y sólo en esa medida puede el νόμος garantizar la supervivencia de la polis: se ha anulado la inocencia del decir.

Esto no significa, sin embargo, que estemos asistiendo al nacimiento de una subjetividad, tal y como la entendería un moderno, pero si de una primitiva biopolítica discursiva; quiero decir que desde entonces comienza a hacerse evidente para un cierto género de hombres interesados en el lógos y la polis, y en la manera en que éstos se relacionan y retroalimentan; que esta última no es sólo un constructo operable desde instituciones bien identificadas, sólidas y que apelan a una instancia jurídica vertical que impone desde estratos superiores del poder regulaciones al actuar del los individuos; sino que es preciso analizar, conocer, regular, y, en suma, imponer desde el fondo de la polis un espacio de jurídicamente asequible, mismo que, aunque siempre difuso, sólo puede ser encontrado en el decir de sus habitantes, pues a través de él éstos se afirman y diferencian en tanto que siempre susceptibles de incidir en la vida pública; dicho en otras palabras: puesto que el decir constituye un elemento clave en la actividad y el futuro de la polis, entonces es preciso, no sólo implantarlo, sino conocer y regular el quién desde el que opera. Por ello, dicho proceso da paso al nacimiento de un primitiva subjetividad discursiva sobre la que se hará evidente la necesidad de establecer pautas de gobernabilidad; y dichas pautas exigirán al ciudadano que se ciña a un discurso plano y asequible para un nómos en cuya fractura veía Sócrates el naufragio mismo de la polis.

El poeta, por lo tanto, es un fuera de la ley. El νόμος se vuelve etéreo cuando quiere extenderse hacia las esferas artísticas, porque su totalidad es excluyente del análisis dialéctico. Así, no sólo el poeta había de ser un fuera de la ley, sino todo artista; sólo que el poeta era el más peligroso, pues el lógos, su causa material, era a su vez la de una sophía verdadera, de una constitución política de las ideas. El poeta debe ser expulsado de una polis en la que prive la Ley, pues no sólo es inasequible para ésta, sino que incita a un estar fuera de su órbita discursiva.

De modo que la dialéctica platónica lo que en realidad inaugura es una personalidad pública del discurso: ahora sí importa quién habla, pues si el sofista puede hacer δισσοι λόγοι, y el poeta cantar sólo magnetizado, ello implicaba la fractura de un decir que, al ser por ello inasequible para el nómos, implicaba una evidente fragilidad para la polis, pues significaba que es posible comparecer en un decir, no como uno mismo, sino como algo susceptible de ser múltiple o no ser nada, por ello había que extraer dialécticamente la verdadera personalidad del hombre: Sócrates, el partero, es también el mayeútico de una personalidad primitiva. De ahí que en la República diferenciara claramente la poesía mimética de la poesía diegética18, condenando específicamente a la primera en tanto que imita “acciones” de otros, y por medio de ello se cubre así el poeta de una figura que le envuelve y que no es suya, pero a través de la cual habla; Sócrates dirá que ello hace por ejemplo Homero, cuando habla a través de Crises:

“En cambio, si el poeta no se ocultase detrás de nadie, toda su obra poética y narrativa se desarrollaría sin ayuda de la imitación. Para que no me digas que esto tampoco lo entiendes, voy a explicarte cómo puede ser así. Si Homero, después de haber dicho que llegó Crises, llevando consigo el rescate de su hija, en calidad de suplicante de los aqueos y en particular de los reyes, continuase hablando como tal Homero, no como si se hubiese transformado en Crises, te darás perfecta cuenta de que en tal caso no habría imitación, sino narración simple…19

Y enseguida, como es natural, condenará la poesía mimética en tanto que permite el desdoblamiento del poeta, ya que, como dice Lledó, “esta μίμησις es […] una forma poética en la que los personajes aparecen como envolviendo la personalidad del autor y dando un matiz especial a su λέξις (habla, decir)”; matiz que no sólo es condenable en la poesía, sino que incita a imitar a muchos, y a ser muchos:

“–Recuerda también que antes de esto decíamos haber hablado ya de lo que se debe decir, pero todavía no de cómo hay que hacerlo.
–Ya me acuerdo.
–Pues lo que yo quería decir era precisamente que resultaba necesario llegar a un acuerdo acerca de si dejaremos que los poetas nos hagan las narraciones imitando o bien les impondremos que imiten unas veces sí, pero otras no –y en ese caso cuándo deberán o no hacerlo–, o, en fin, les prohibiremos en absoluto que imiten.
–Sospecho –dijo– que vas a investigar si debemos admitir o no la tragedia y la comedia en la ciudad.
–Tal vez –dije yo–, o quizá cosas más importantes todavía que éstas. Por mi parte, no lo sé todavía; adondequiera que la argumentación nos arrastre como el viento, allí habremos de ir.
–Tienes razón –dijo.
–Pues bien, considera, Adimanto, lo siguiente. ¿Deben ser imitadores nuestros guardianes o no? ¿No depende la respuesta de nuestras palabras anteriores, según las cuales cada uno puede practicar bien un solo oficio, pero no muchos, y si intenta dedicarse a más de uno no llegará a ser tenido en cuenta en ninguno aunque ponga mano en muchos?
–¿Cómo no va a depender?
–¿No puede decirse lo mismo de la imitación, que no puede ser capaz la misma persona de imitar muchas cosas tan bien como una sola?”20

El poeta, pues, si ha de hablar, debe hacerlo con transparencia y siendo uno solo. De ahí también que constantemente Sócrates acuda a ese tribunal de la conciencia que es testigo último de la vida humana, como a un fórceps definitivo para el nacimiento del alma transparente, como a un deus ex machina que materializa su afán de llevar finalmente al discurso por la senda de la transparencia de un alma única y no proteica; por ello, no resulta casual que el Gorgias, un diálogo que quiere hacer evidente ante los otros cómo los interlocutores de Sócrates pasan sucesivamente de una postura a otra, y avergonzarlos por ello; termine precisamente con un mito sobre la transparencia del alma juzgada después de la muerte, en la que ésta abandona su multiplicidad y adquiere unicidad ante una mirada que no se ve perturbada por las disuasiones del discurso: “Me parece que esto mismo sucede respecto al alma, Calicles; cuando pierde la envoltura del cuerpo, son visibles en ella todas las señales, tanto las de su naturaleza como las impresiones que el hombre grabó en ella por su conducta en cada situación.21” Sócrates se convierte en el partero de la conciencia.

Platón no puede permitirse, como Homero, que “el porvenir esté en manos de los dioses22”, la týche no puede imperar en la polis, pues su supervivencia estriba justamente en los individuos que la integran en un νόμος, en un proyecto consciente que trascienda la alienación a los vaivenes del azar y la fortuna divina. Y para Platón la poesía es el símbolo de la alienación de la polis: el poeta y el público se entusiasman como seres magnetizados, pero no por sí mismos, ni, evidentemente, por obra de su conciencia. Masas así son fácilmente manipulables, y pueden mutar proteicamente para adoptar cualquier forma; por ello es preciso mostrar que la poesía no tiene en realidad ningún dominio de saberes y no es nunca una τέχνη καὶ ἐπιστήμη, por lo que es incapaz de exponer las razones por las que ha de decidirse el destino de la polis, lo que la hace muy frágil: el individuo debe ser consciente de qué elige y por qué lo elige, pues de otro modo la ley no puede aplicársele, pues no hay propiamente un individuo, sino una piedra entusiasmada, magnetizada por el rétor o por el poeta. Surge así con la Ley una protosubjetividad: la personalidad jurídica, la de una subjetividad discursiva de la que depende la existencia misma de la Ley, por lo que la poesía, y en general todas las artes en tanto que alienantes, representan el peligro de su ruptura, y con ella el del naufragio del proyecto polis.

NOTAS


1 Ion 542b

2 Lledó Iñigo, Emilio. El concepto “poíesis” en la filosofía griega. Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas Instituto “Luis Vives” de Filosofía, 1961, p. 56

3 Ibíd. 534b Las cursivas son mías.

4 Ibíd. p. 58

5 Ibíd. p. 60

6 Ion. 534e.«…los poetas no son otra cosa que intérpre­tes de los dioses»

7 Barthes, Roland. “¿Existe una escritura poética?”. En El grado cero de la escritura. Buenos Aires Siglo XXI., 2006, p. 47.

8 Rep. 377e

9 Benjamin, Walter. “El Narrador”. En Iluminaciones. Vol. IV, Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Traducción de Roberto Blatt, con una introducción de Eduardo Subirats. Madrid:Taurus, 1991.

10 Poét. 1460a 13-16

11 Ibíd. 1460b 23-25

12 Ibíd. Diferencia entre poesía e historia. 1451a 36 – 1452a11

13 Ion. 541e

14 Op.cit. El concepto “poíesis”…p. 77

15 B. Guill, “Essai sur la poésie philosophique en Grèce” ; citado por E. Lledó, ibíd. p. 77

16 Edipo Rey 435

17 Cfr. Op.cit. El concepto “poíesis”…p. 95

18 Rep. 393d

19 Ibíd. 394d-e

20 Gorgias 524d-e

21 Ilíada, XVII, 514 –Ἡτοι ταῦτα Θεῶν ἐν γούνασι κεῖ ται–

  

 

 

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