Ciego

JORDI VERNIS

I

“Dios no puede, después de haberse manifestado, no manifestarse” [Turró, 2019, p.173]. Esta frase la firma Johann Gottlieb Fichte en su Doctrina de la Ciencia expuesta en 1812. Pero ¿Hay algún acceso a Dios, a lo absoluto (ab-solutus, lo incondicionado, libre de toda determinación)? Hablamos del absoluto entendido precisamente como un primer principio, como “la fuente o el lugar de nacimiento de todas las determinaciones”. 

Pues no hay un acceso directo, parece concluir el filósofo alemán, pero sí a su “manifestación”. O a lo que a partir de 1812 llama “imagen” (bild). Es incomprensible e inconcebible aquello que pueda ser lo absoluto -qué lo caracteriza, y cuáles son las razones para que así sea-, y por lo tanto el pensamiento solo puede trabajar en el ámbito de su manifestación, que siguiendo las investigaciones de Fichte acaecería en la conciencia.

No es intención de este texto exponer la compleja evolución de la filosofía del  autor de Rammenau (Sajonia), pero sí que nos interesa saber hasta qué punto se nos puede manifestar en la conciencia esa fuente o lugar de nacimiento de todo lo que hay, pues acceder a tal manifestación ha sido durante siglos uno de los objetivos de la embriaguez entendida en sentido metafísico, como exploración de los límites de la conciencia en tanto que vía de acceso a lo suprasensible.

II

Para saber qué religión era la mejor, Valdimiro había enviado emisarios a musulmanes, judíos, latinos y griegos. Llegados a Constantinopla, fueron conducidos a Santa Sofía en un día de fiesta y allí, bajo los mosaicos centelleantes y entre las nubes de incienso y los fulgores de los cirios, los deslumbrados boyardos creyeron ver a jóvenes alados que flotaban en el aire y cantaban el trisagio: «Santo, santo, santo es el Eterno». Al ser informados de que en la Iglesia Ortodoxa «los propios ángeles descienden del cielo para celebrar los oficios de los sacerdotes», declararon a Vladimiro: «No sabíamos si nos hallábamos en el cielo o en la tierra, ya que en la tierra no se encuentra belleza semejante. Tampoco sabemos qué decir, pero estamos seguros de una cosa: allí Dios mora con los hombres…[Papaioannou, 1968 p. 23].

Este fragmento corresponde al relato sobre la decisión de Vladímir I, príncipe de Kiev, sobre la elección a finales del siglo X de la religión que debía adoptar para los pueblos del Rus de Kiev. El uso de los dorados en la decoración de los templos que procuraba la tradición artística bizantina, unido a distintos ingredientes que estimulaban los sentidos durante los oficios, provocaban una experiencia cercana a la embriaguez cuya finalidad era introducirnos en una atmosfera transcendente. 

Desde los misterios de Eleusis (donde los iniciados ingerían el famoso Kykeon) hasta las visiones de la pítia en Delfos (después de permanecer rodeada de intensas humaredas de hojas de laurel quemadas, y gases de hidrocarburos), pasando por la estética y los oficios bizantinos, el uso de elementos que servían como estupefacientes para finalidades rituales ha sido archiconocido y recurrente. Es especialmente notorio que más allá de que ayudaran a una celebración que está en proceso, esa embriaguez tuviera como objetivo el transito hacia a estados de videncia, bien sea el que experimentaron los emisarios de Vladímir u otros de carácter profético como el de la pítia.

Tiresias fue uno de los más célebres videntes de la Grecia clásica. Vio lo que no debía, a Atenea desnuda en el baño, y fue castigado con la ceguera. Luego, la diosa, arrepentida por imponer una pena tan severa, le concedió el don de la adivinación. El acceso a los secretos tuvo el efecto de dejar a Tiresias ciego ante el presente pero vidente del porvenir. La videncia te separa de la realidad para introducirte en el valor. Porque adivinar hacerse divino, aceleradamente, por eso la economía es el gran barómetro de su estatus, ya que representa el dominio frenético de la planificación [Marzo, 2021, p.18].

Lo curioso es que la literatura que nos ha llegado acerca de la videncia no nos explica el acceso a ese estado como un perfeccionamiento o una sublimación de la visión, sino como la consecuencia de una anulación de ésta.

Que el saber occidental haya postulado, desde los rastros más antiguos de su cultura, la anulación de la visión y su sustitución por la videncia, en tanto que sustitución de un instrumento que permite configurar y recibir lo que hay por otro que permite configurar y recibir lo que habrá o debería haber; es algo que a este artículo les gustaría ensayar. Pero más allá de eso lo que aquí nos interesa es analizar hasta qué punto ciertas conexiones entre la filosofía moderna y la noción patrística de la imagen pueden abrir un camino para considerar otro punto de vista sobre la embriaguez y lo alucinógeno.

III

Una de las atribuciones que recibe la persona religiosa en tanto en cuanto se relaciona con un absoluto, con un primer principio incondicionado, es la de querer fundirse con él. La persona finita se fusiona con el infinito. Es decir, con lo libre de toda determinación (tal como lo definíamos al principio). La ciencia, el saber filosófico -que es lo que intenta desarrollar Fichte- completa esa unión, que bien podría caracterizar al místico, a partir de desmenuzar qué tipo de acciones se dan en la conciencia como lugar donde se presenta todo lo que hay.

De tal modo, lo que hace es no dejar esa experiencia de conocimiento de lo absoluto a la superchería y ensoñaciones. Pero cómo puede un ámbito limitado y finito (la conciencia) ser un lugar de conexión con lo ilimitado? Quizás en todas esas acciones de la conciencia puede alcanzarse la presencia de aquella “fuente o lugar de nacimiento de toda las determinaciones”. En el sentimiento religioso esa conexión se da sin más. En cambio, una conexión de la conciencia con lo absoluto que pueda rastrearse dentro de nuestra actividad racional -y no exceder sus límites- es posible si se asume que no hay acceso posible al absoluto mismo, sino a una imagen o figuración de éste.

Aunque decir que hay una conexión entre A (la conciencia) y B (la imagen de lo absoluto – divino) como si se trataran de dos objetos distintos, no es exacto. La conciencia es ella misma imagen y manifestación de lo absoluto. Porque la conciencia es una estructura que es capaz de conocerse a sí misma como lugar donde hay una disociación entre pensar y ser, entre conciencia y mundo, entre sujeto y objeto, Yo y Naturaleza. Y esa disociación requiere una unidad suprema. La conciencia ya es una unidad, pero en ella se manifiesta esa disociación, la primera de las determinaciones. Por lo tanto la conciencia misma no es “la fuente o lugar de nacimiento de todas las determinaciones”, pero es un modelo derivado de ello. No es la unidad divina que buscamos, pero es una unidad con capacidad reflexiva: es capaz de pensar y descubrir esas determinaciones que la conforman y por tanto permitir que en esos pensamientos se manifieste ese límite que supone lo absoluto.

Efectivamente Dios aparece en la conciencia, aunque no como tal sino en una diferencia de grado: como su imagen. No es, pero, un espejismo: “Que haya consciencia es un hecho; la consciencia es saber de sí misma y este saber nos muestra que ella es manifestación de lo absoluto, luego es un factum que hay tal manifestación. No podemos ir (dogmáticamente) más allá de este factum”. [Turró, 2019, p.173] .

Ni la conciencia ni cada individuo son lo absoluto, ni podemos concebir a éste en sí mismo, pero lo absoluto sí se refleja en el acto principal de la conciencia: el acto reflexivo en que la conciencia se piensa a sí misma y se analiza hasta llegar al límite. Esa capacidad es un reflejo de cómo Dios se revela en el conocimiento. Porque no puede revelarse de ningún otro modo -más allá de que consideremos como fuente de conocimiento a los sentimientos religiosos y místicos que desde una perspectiva popular todos podemos llegar a recrear. Y, como podíamos temerlo, Fichte no considera conocimiento a tal cosa. Pero eso no significa que sus especulaciones no vayan a sernos útiles en nuestra investigación.

IV

Qué son las imágenes es imposible aclararlo aquí. Ni tan siquiera sería honesto exponer qué acepción de lo que son las imágenes es la que defendemos y la que nos gusta tomar en consideración. Pero hay algo claro: ha sido necesario defenderlas.

«Aquél que venera una imagen, venera a la persona que ella representa». Tal afirmación la encontramos en la Declaración del VII Concilio ecuménico de Nicea (787 d.C.). En dicho concilio se restauró la confianza en el uso de los iconos, desplazados por el emperador León III, quien los consideraba «ídolos» cuyos colores estáticos no pueden representar la actividad espiritual de los personajes sagrados. Así el mencionado León III o Constantino V prohibieron las imágenes de objetos divinos.

Para defenderse de las acusaciones de idolatría la ortodoxia bizantina tuvo que elaborar una compleja doctrina de las imágenes: 

El icono es un «reflejo» de su prototipo divino, y participa de su santidad. Hay la misma relación entre el icono y lo sagrado que entre el Hijo y el Padre, pues escrito está que «el Hijo es reflejo de la Gloria del Padre e impronta de susustancia». Cristo es «la imagen de Dios invisible» en quien «habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad»: estos pasajes de las epístolas de San Pablo, en los cuales Cristo aparece como el «icono» de Dios en la tierra, siempre se han citado en la misa ortodoxa de la consagración de los iconos. El icono es el espejo en el que se refleja el mundo invisible: es «existencialmente» idéntico a su modelo, a pesar de ser diferente a en su «esencia». Venerar el icono es identificarse con él y recibir la gracia según el proceso de analogía descrito por el Apóstol: todos nosotros a cara descubierta contemplamos la Gloria del Señor como en un espejo y nos transformamos en la misma imagen. [PAPAIOUANNOU, 1968, PP. 48-49].

Siguiendo el hilo del anterior apartado, donde ya hemos visto la importancia que tenía el concepto de imagen en Fichte como reflejo o manifestación del absoluto, podemos trazar la similitud. La imagen es aquello idéntico a su modelo pese a no ser el modelo mismo. No es copia, es rastro. Es, hinc et nunc, la forma efectiva del modelo, remite directamente a él y nada más lo hace.

Hasta ahora hemos hablado del icono bizantino como imagen que tiene una conexión específica con lo inmaterial/divino. Pero, hoy, de qué imágenes deberíamos hablar? En un mundo post-internet donde los algoritmos deciden qué aparece y qué no, qué se manifiesta y bajo qué forma, parece que las imágenes realizadas mediante IA son las que tienen que darnos alguna clave. 

Es notorio que en el momento en que se escriben estas líneas uno de los elementos que se ha hecho más virales en las redes sociales es el generador de imágenes Dall-E. Introduce en su buscador la mezcla más tronada e imposible que se te ocurra. «Cthulu photobombing a selfie on a beach at sunset», «Capybara with sunglasses sitting at the back of a Taxi» o «Hulk Hogan elected as a new Pope». El generador va a crear una imagen de ello. Imágenes que al ser suma de muchos detalles que la IA tiene que combinar para ajustarse a la petición, muchas veces no tienen bordes bien definidos, tienden a la malformidad y a la poca claridad. Como una ensoñación o un delirio, y sin embargo, son fruto de la racionalidad más actual. Además son lo más cercano a la idea que se le pide, para la cual no hay representación real.

V

Fichte es el autor de una serie de ejercicios especulativos que, entre otras cosas, sirven para descartar una noción  tradicional de la divinidad y construyen un sistema desde donde erigir una noción de Dios racional, libre de misticismo y de exaltada intuición romántica. Pero pese a ello en sus investigaciones hay algo que resulta definitivo para nuestras investigaciones sobre la relación entre embriaguez, absoluto e imagen: Hay un vínculo entre la conciencia y lo absoluto que no es de ningún modo un espejismo ni ninguna alucinación.

La conciencia, por lo tanto, puede conocer que hay un absoluto y saberse imagen de él. El sujeto concreto, la conciencia finita, tú, yo o cualquiera, intentando forzar los límites de la conciencia, es también un tipo de reflexibilidad. Un vuelco hacia sí mismo. En el caso del papel que juega la ebriedad, las drogas y la experiencia alucinógena provocada por uno mismo, ello no es reflexión (pensamiento), ni conocimiento fiable, claro está, pero es una acción reflexiva. Se trata de la conciencia explorando sus determinaciones y dejandolas atrás hasta donde puede simplificar y clarificar al máximo. 

Gracias a la ebriedad, las experiencias alucinógenas y los efectos de los estupefacientes se da el acceso no a una comunión real con lo absoluto, no a una experiencia mística transcendente, sino a un factum -experiencia- fuera de lo común. Las construcciones imaginarias (formadas por imágenes) que allí aparecen no son las propias de la conciencia común (estructura que comprende la contraposición ser/pensar, sujeto/objeto a partir de nuestras experiencias cotidianas), sino que es la imagen de la conciencia en transito hacia lo que habrá o debería haber: Dios. Schopenhauer y el primer Nietzsche ensayarán más directamente cómo el acceso a la voluntad y el dolor, fundamentos de la existencia, consiste en dejar atrás una serie de representaciones ordinarias. Y hasta qué punto el poder embriagador de la música es el mejor instrumento para lograrlo.

Como se habrá deducido en más de una ocasión a lo largo del artículo, ese dejar atrás determinaciones consiste, en parte, en dejar atrás la estructura visual que las conforma, es decir, dejar atrás la representación. La ceguera -asociada a la videncia pero popularmente también a la borrachera- es una de las condiciones por las que tiene que pasar la conciencia para descifrar sus propias claves. Eso no significa dejar de trabajar con imágenes. Simplemente se trata de sustituir aquellas que solo representan por aquellas que son manifestación de. Iconos. Videncias. Alucinaciones. No describen con exactitud el objeto que representan (por ideal o inasible) pero son los que más se acercan a ello. 

Barcelona, 4 de agosto de 2022

Bibliografía

Marzo, Jorge Luis, Las videntes, imágenes en la era de predicción. Arcadia, Barcelona, 2021.

Papaioannou, Kostas; Pintura bizantina y rusa. Ed. Aguilar S.A. Madrid, 1968.

Turró, Salvi; Fichte: de la consciencia al absoluto. Edición académica y revisió de la traducción, Iván Ramón Rodríguez Benavides. Ed. Aula de Humanidades de la Universidad La Salle. Bogotá, 2019.

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