El artefacto

Enrique Lynch

Una obra de arte, como bien se pensaba en la antigua Grecia, sobre todo requiere que su hacedor sepa resolver problemas puramente técnicos. El trabajo del poietés consiste en la repetición de una regla eficaz con un propósito fijado de antemano que, en última instancia, tiene una intención representativa, sea o no mimética. Nada de procedimientos mágicos ni oscuras operaciones que conlleven resultados ontológicamente trascendentes. Puro hacer (poiesis); mejor dicho, saber-hacer (tejné).

Según esta fórmula la obra de arte es sobre todo artefacto, pero no todo artefacto es obra de arte. La correspondencia que marca la cópula no es simétrica. Tanto mejor pues si bien en el fondo la creación de un artefacto es una tarea protocolaria que está repleta de rutinas y redundancias, no lo es tanto como para que puedan entrometerse en la tarea los pedagogos y los que escriben manuales con instrucciones de uso. Lo propio del arte es la adecuación a una regla sin que la regla exista. Algo parecido a decir que el arte no puede ser impartido. El arte no se puede enseñar (por cierto, tampoco puede ser objeto de crítica a la manera profesional, de modo que no ha leerse esto como una crítica de arte en sentido estricto) ni se puede aprender; y, para rematarla, no es un coto reservado para los que han sacado patente de genios. El trabajo del artista consiste en concebir la regla –o copiarla, o encontrarla, o variarla– y después, sobre todo, consiste en aprender a seguirla. Lo que resta es tan sólo pericia.

Consideremos un típico artefacto como Triumph des Willens, el célebre “documental” que dedicó Leni Riefenstahl al congreso del partido nazi celebrado en Nuremberg en 1934 con la participación entusiasta de miles de militantes nazis y de la plana mayor del NSDAP. Esta película, junto con el otro “documental” que Riefenstahl realizó sobre los Juegos Olímpicos de Berlín del año 1936 (Olympia), han sido reiteradamente descritas y defendidas como obras que alcanzan la dimensión del arte porque siguen una regla que no es, cabalmente, la que se deriva de la función propagandística para la cual fueron concebidas en su origen. Aun cuando nadie en su sano juicio sería capaz de objetar que las dos son películas nazis, la propuesta formal y la técnica de estas películas extraordinarias, tanto como su realización como artefactos, les ha permitido trascender la ideología totalitaria que las financió y las hizo célebres, tras usarlas extensamente como instrumentos de propaganda.

Con las películas de Riefenstahl pasa algo semejante que con la filosofía necrofílica de Martin Heidegger. En efecto, las dos obras mayores de Riefenstahl, pese a que son inexcusablemente nazis en forma y contenido, sirvieron a la realizadora alemana como coartada para declararse no-nazi, coratada que ha sido admitida en honor al arte por una mayoría de críticos con el argumento de que, por encima de los valores que en ellas se representan, ha triunfado la voluntad artística de Riefenstahl, sobre todo su conspicuo culto a la belleza. Es decir, que en estos films se expresa una especie de compromiso que va mucho más allá de la adhesión a los principios representados en ellos. El arte tiene aquí, como la filosofía en el caso de Heidegger, una virtud purificadora y taumatúrgica añadida puesto que sirve para limpiar la foja de servicios de la artista y del filósofo.

En un iluminador ensayo de 1974 titulado “Fascinating Fascism”1 Susan Sontag destrozó de forma contundente esta coartada sin por ello dejar de reconocer que tanto Triumph des Willens como Olympia son dos obras cinematográficas soberbias. En ese ensayo Sontag ponía el acento en el carácter notoriamente estetizante del nazismo y cifraba en ese esteticismo el que la simbología y los valores nazis hubiesen servido desde entonces como gadgets de cierta cultura pop, sobre todo como accesorios para construir un lenguaje erótico sadomasoquista, emulado desde entonces y muchas veces por los medios de masas. Como suele ocurrir con todas las generalizaciones semiológicas acerca de la cultura de masas, las observaciones de Sontag incurren en la fascinación –en su caso negativa– que ellas mismas denuncian. Más aún, por momentos parece como si Sontag aplicara los mismos principios críticos y los métodos condenatorios que llevaron a los nazis a desarrollar campañas de persecución tan siniestras como las emprendidas contra el arte de vanguardia de su tiempo. Con criterios igualmente moralizantes (o, si cabe,estéticos, pero de signo contrario), los nazis acusaron a Grosz, Beckmann y muchos artistas del expresionismo alemán de la República de Weimar, de representar con sus obras un “arte degenerado”.

Sin embargo, no es su declarado culto de la belleza, ni su adhesión al nacionalsocialismo, ni su pregnante connotación sadomasoquista lo que hace especialmente significativo a Triumph des Willens. También las películas de propaganda que Hollywood, en consonancia con la estrategia que el alto mando norteamericano realizaba en aquellos años, respondían a un patrón de belleza específico, así como exaltaban los valores del patriotismo, la heroicidad y la guerra justa, de acuerdo con las necesidades nacionales de los EE.UU aunque no incurrieran en el característico kitsch sadomasoquista. El nazismo es una ideología fuertemente estetizada y profundamente arraigada en la autoconciencia europea, pero no es la única ideología que se ha valido del arte para promoverse.

Más que la trascendencia de la belleza sobre la abyección de su tema, lo más relevante cuando se examina Triumph des Willens es la eficacia con que Riefenstahl construye un artefacto donde la técnica desaparece para, como ocurre en todas las obras maestras, dar lugar al arte. Y, en un segundo término, un hecho casi anecdótico pero fundamental para al canzar ese primer efecto «artíostico»: la colaboración de los nazis en la película, una colaboración que va mucho más allá de la financiación y diseño del proyecto de la película como material de propaganda del IIIer Reich. Apuntemos que ninguno de los planos de la película es real, y no es necesario ser muy perspicaz para comprender que todas las tomas en este film, insólito para su tiempo, han sido ensayadas, repetidas y discriminadas con todo cuidado, de tal modo que tanto los miles de nazis reunidos en Nuremberg como la plana mayor del partido –Hitler incluido– sirvieron en el rodaje de la película como extras y figurantes voluntarios. La película es toda ella falsa, un auténtico portento de la tramoya y una de las mayores desmentidas de la versomilitud en el cine. Tanta es su virtualidad y su virtuosismo técnico en simular lo contrario de lo que es, que resulta a todas luces irrisorio el que la siempre presuntuosa y pedante Cahiers du Cinéma –como apunta Sontag– la clasificara entre los ejemplos más logrados del cinéma vérité. En Triumph des Willens no se puede estar más lejos de una verdad, aunque sea cinematográfica. Por mucho que consideremos a Triumph des Willens realista, hemos de aceptar que lo es pero tanto como puede pretenderlo un film de propaganda. No hay un solo elemento en cualquiera de las escenas que haya sido dejado al azar. Todos los recursos disponibles en la época han sido integrados y articulados de forma inteligente para la confección del artefacto. ¿Qué queda del compromiso con la belleza que invoca para sí su autora y que supuestamente lo ha inspirado? Sólo el argumento esgrimido como coartada y, desde luego, la técnica. La proeza de Riefenstahl no está en haber recreado un congreso nazi idealizado según un supuesto patrón apolíneo de belleza, sino en haber mostrado que la belleza también puede servir para la propaganda, emancipada del bien y de la verdad, pauta de la que sacaría ampliamente ventaja la publicidad en las décadas posteriores al final de guerra.

La hazaña (y el arte) de Riefenstahl no es pues estética sino técnica. Me pregunto si al nazismo no le habrá pasado exactamente lo mismo.

Barcelona, febrero de 2006

NOTAS
1 Susan Sontag, Bajo el signo de Saturno, trad. Juan Utrilla Trejo (Barcelona: Edhasa, 1987), 87 passim.

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