Daniel Gamper
Ruwen Ogien, Pensar la pornografía, Paidós, Barcelona, 2005, Traducción de M. Martí Viudes.
Qué duda cabe que el discurso académico de la filosofía política contemporánea se debe a los principios del liberalismo, esto es, a la teoría que sostiene que los individuos encuentran bienestar cuando pueden perseguir libremente sus finalidades y que la sociedad en su conjunto prospera y posee mayor estabilidad si existen instituciones que garanticen el disfrute de la libertad individual. Ni siquiera los pensadores franceses son ajenos a esta tendencia, como lo demuestra, entre otros, el libro del que se aquí se trata.
El discurso liberal mantiene la única limitación a las libertades que ya formuló en su momento John Stuart Mill: evitar un daño a los otros. Y mantiene asimismo la separación entre la esfera privada y la pública, siendo la primera el espacio en el que cada cual puede experimentar ilimitadamente con su propia vida pues ahí —salvo excepciones— no hace daño a nadie. La cuestión que ocupa a Ogien tiene que ver con este espacio de privacidad: ¿existen argumentos liberales para prohibir el disfrute privado de pornografía? Su conclusión es que no. Cualquier prohibición se asienta en argumentos moralistas, no liberales. La libertad de navegar por la red en busca de pornografía o de ver películas o revistas porno es algo que compete sólo al consumidor de estos productos y a los individuos que los han puesto a su disposición. Sin embargo, son muchos los liberales que han limitado el acceso a la pornografía. Este rechazo, según Ogien, es previo a la argumentación teórica, de modo que ésta se ha puesto a disposición de un perjuicio previo, de un moralismo para justificar lo que, si se aplica rectamente el liberalismo, resulta injustificable. Ogien, como verdadero liberal que se mantiene neutro respecto de la pornografía, es decir, como aquel a quien le da igual lo que la gente produce y consume, que le da igual todo lo que se hace voluntariamente, se opone a este tipo de liberalismo pornófobo. El concepto de voluntad libre, punto ciego del liberalismo, es justamente el que permite a los liberales justificar por ejemplo la diferencia entre explotación y empleo mal remunerado, arguyendo que el segundo es fruto de la firma voluntaria e informada de un contrato laboral en el que se aceptan las ventajas y/o desventajas que van asociadas, como si hubiera opciones alternativas. Asimismo se supone que existe algo así como una voluntad libre que sirve para distinguir entre refugiados políticos y, los así llamados, inmigrantes económicos, como si los segundos tuvieran otras opciones que emigrar para buscarse la vida, como se dice vulgarmente.
Cuando se aplica el presupuesto de la voluntad libre a la pornografía nos vemos llevados a aceptar que tanto los consumidores compulsivos y enfermizos de pornografía (en el supuesto que los haya), así como los actores, cámaras, iluminadores, guionistas (si es que los hay), directores, etc., han elegido libremente este oficio entre las ofertas del mercado laboral y de acuerdo con criterios personales. El liberalismo presupone la existencia de algo así como individuos dotados de razón y de un entorno socioeconómico que les ofrece una variedad de posibilidades entre las cuales elegir la que mejor les permita desarrollar sus potencialidades. Para ser justos, también acepta (esto es, le es indiferente) que cada cual opte por no hacer nada con sus potencialidades y prefiera pudrirse en su casa agarrando el ratón con la mano izquierda.
Ogien anima a los liberales a ser valientes y a dejar que los argumentos se impongan a los prejuicios, en los que arraiga el pánico moral o la incontinencia doxástica, que se niega a aceptar las consecuencias de la argumentación liberal y que busca defender a los individuos del mal que se pueden causar si se los deja actuar libremente. En definitiva, los liberales pornófobos son paternalistas y sostienen una idea del bien común no susceptible de ser compartida por todos. Ya algunos teóricos de la bioética han señalado la necesidad de evitar estos dos vicios del liberalismo y exigido que el rechazo a la clonación de seres humanos (un supuesto, por otra parte, que es de ciencia ficción pero que está muy presente en la bibliografía sobre el asunto) no se fundamente en el asco, el prurito o en cualquier otra reacción irracional. Puesto que la racionalidad y la irracionalidad en este contexto son más bien difíciles de distinguir, no es extraño que concluyan, al igual que hace Ogien a propósito de la pornografía, que no hay motivos para prohibir lo que de todos modos se va hacer, pues ya se sabe que todo lo que se puede hacer se acaba haciendo. Y ¿por qué? Pues, porque siempre habrá alguien dispuesto a pagar por hacerlo. Es sabido que sólo aparece la necesidad de prohibir cuando hay alguien que está sacando un provecho económico de la actividad en cuestión. Y también es conocido que el liberalismo no sólo tiene aplicación en el ámbito de la moral, sino que la voluntad libre equivale también al enriquecimiento libre, a saber, que cada cual se enriquezca como quiera. Las prohibiciones tienen consecuencias económicas, puesto que retiran un producto del mercado o dificultan su adquisición, de modo que la perspectiva relevante pasa a desplazarse del consumidor al productor y al prejuicio económico que la prohibición le va a causar. Estas cuestiones económicas suelen ser obviadas por gran parte de los teóricos del liberalismo pues requieren unos conocimientos de los que no disponen. Sin embargo es pertinente señalarla, pues no sería esta la primera vez ni la última en que las exigencias del mercado se anteponen a las exigencias éticas.
Vayamos a la pornografía. Lo que sea no está claro. Tal vez el capítulo más informativo de Ogien es el dedicado a la imposible definición de la pornografía, cuya raíz etimológica (representaciones relativas a las prostitutas/os) ya nos sirve. Con la pornografía pasa como con el nacionalismo. Es imposible definir lo que sea una nación sin favorecer las pretensiones de un grupo frente a otros. Igualmente, la definición de lo que sea pornográfico u obsceno incluye siempre opciones morales que no todos aceptarán. Sin embargo, uno tiende a darle la razón al juez Potter Stewart que en 1964 afirmó: “No sé definir la pornografía, pero sé reconocerla”. La indefinición dificulta la prohibición, pero este sexto sentido (¿el sentido moral?) nos lleva a reconocer lo que se debería prohibir si se tuviera la autoridad y el poder para hacerlo. Cada uno verá la obscenidad en un lugar distinto: unos en la representación de cuerpos femeninos semidesnudos hasta en los programas infantiles, otros en los reality shows, otros en la ostentación de los nuevos ricos o en los sueldos millonarios de los futbolistas. Hay algo que ofende en cada uno de estos casos, pero la ausencia de daños demostrables, la necesidad de mantener un sistema económico que misteriosamente tiene necesidad de crecer sin pausa, así como la autonomía que cabe suponer a los otros, es decir, una combinación de argumentos estratégicos y morales, nos llevan a retener el impulso de prohibir lo que detestamos o nos ofende, para en su lugar tolerarlo, que parece más civilizado.
Al igual que el arte la pornografía es difícil de definir. La propia línea divisoria que separa arte y pornografía se ha desplazado a lo largo de la historia. ¿Qué perspectiva hay que adoptar? ¿La del productor y su intención de estimular sexualmente? Si nos colocamos en este punto de vista no topamos con la siguiente definición: “Una representación sexual explícita es pornográfica si resulta razonable suponer que su finalidad es estimular sexualmente al consumidor” (56). Pero ¿qué sucede si las reacciones del consumidor no son siempre las mismas? Una exposición a la pornografía repetida o una vez ha desaparecido la excitación sexual puede provocar tedio o, incluso, asco. En ese caso, habría que aceptar que la pornografía no depende únicamente del efecto que causa en el consumidor, pues este es variable, motivo por el cual tampoco se puede adoptar como criterio las intenciones del productor. Así pues Ogien presenta la definición de obscenidad en Le Petit Robert (“lo que ofende deliberadamente el pudor suscitando representaciones de orden sexual”), en la que “el principal criterio no es el estado mental o afectivo del consumidor, sino el del no consumidor” (58). Al asociarla pornografía con la obscenidad se adopta la perspectiva del que la denuncia porque se siente ofendido por ella. Retorna aquí la eterna cuestión suscitada por Sobre la libertad, acerca de si los daños morales pueden ser considerados dañinos. El resto del libro se esfuerza por demostrar lo insostenible de semejante afirmación, ya que cualquier definición de daño moral pasa por la aceptación del paternalismo o de una determinada concepción del bien.
Resulta paradójico que esta dificultad de definir la pornografía en términos públicos, es decir, con un lenguaje que todo el mundo entienda y no sólo los partidarios de cierta doctrina o los miembros de alguna secta o club privado, vaya acompañada de innumerables clasificaciones de géneros porno: “X”, hard porno, destape, erótica, etc., clasificaciones que tienen importantes consecuencias económicas, pues la exhibición de pechos, órganos y actos sexuales entre parejas de distinto o del mismo sexo, penetraciones, sexo oral y anal, etc., excluye a las cintas de un canal de exhibición y las recluye a otro. (Quedan fuera de todas estas clasificaciones los intercambios libres en Internet de porno amateur). A la hora de clasificar se pone de manifiesto la arbitrariedad de cualquier definición. Así, la edad en que se permiten las relaciones sexuales en Francia es menor que la edad en la que se puede asistir a un cine X, de modo que tener relaciones sexuales con una muchacha o con un chico de 16 años es legal mientras que no lo es llevarlos a ver una película pornográfica.
Finaliza este primer capítulo con la constatación de que definir y clasificar la pornografía es tan importante como imposible. De ahí que Ogien opte por proseguir su investigación sin definir el término y pase a concentrarse en las diversas propuestas liberales de prohibición de la pornografía. En consonancia con los principios liberales que rigen jurídica y políticamente nuestras sociedades Ogien excluye de su investigación las críticas decididamente moralistas a la pornografía y se concentra en las que aparentan ser liberales. De las diversas justificaciones de la prohibición del consumo privado de pornografía, destacan las que se refieren a los perjuicios que causa en la sociedad la escenificación de la feminidad cosificada. Los pornófobos sostienen que “en el caso de sujetos expuestos masivamente a los filmes pornográficos, la sensibilidad hacia el sufrimiento de las mujeres disminuye, y aumenta la trivialización de la violación” (135). Según Ogien es este un caso más de incontinencia doxástica, pues los estudios difícilmente lograrán demostrar que exista una relación causal entre el consumo de pornografía y la violencia sexual. De ahí que resulte más relevante el capítulo en el que se tratan las justificaciones de la prohibición que sostienen que la pornografía es una “forma insidiosa de discriminación sexual” en la que se perpetúan modelos falocéntricos y una imagen de la mujer sumisa frente al macho dominador. El problema que se encontraron las feministas que apoyaron la prohibición con este argumento es jurídico. Si efectivamente la pornografía transmite un mensaje de dominación de la mujer, entonces su prohibición sería una prohibición de la libertad de expresión que chocaría de pleno con la primera enmienda de la Constitución de los EEUU. Por tanto, motivos jurídicos impiden que la pornografía sea prohibida en virtud de sus contenidos, pues éstos están protegidos por la Constitución. De nuevo, la polisemia de la pornografía imposibilita su prohibición, ya no por motivos de estricto procedimiento político liberal, sino a partir de consideraciones legales.
La oposición entre justificaciones liberales y morales suscita la impresión de que unas, las liberales, no contienen componentes morales y son, por así decir, estrictamente “procedimentales”. No es así, pues Ogien opera con un concepto de liberalismo que entiende que la moral que se debe presuponer a los otros sin caer en el paternalismo, se debe reducir a tres principios, agrupados bajo lo que denomina “moral mínima”: “1) neutralidad respecto a las concepciones sustanciales del bien; 2) principio negativo de evitar causar perjuicios al prójimo; 3) principio positivo que nos exige conferir el mismo valor a la opinión o a los intereses de cada cual” (31). Todo el que acepte estos tres principios y actúe en consonancia con ellos sólo podrá ser reprendido por los moralistas, es decir, por los no liberales. Para los liberales lo que queda fuera de las consideraciones de esta moral mínima, los vicios privados, es indiferente. Al liberal le trae sin cuidado lo que hacen los otros en sus casas, sobre todo porque no quiere que nadie tampoco se inmiscuya en su vida. Lo que no se puede prohibir, atendiendo a este radical individualismo liberal, no es ni bueno ni malo, es indiferente. Y el mayor mal que el liberalismo concibe es la censura, la limitación de las libertades individuales no basada en una justificación pública, sino deudora de la moralidad de la clase dominante.
El autor no extrae consecuencias prácticas de su discurso, se limita a demostrar que toda prohibición del disfrute privado de la pornografía vulnera los principios liberales. Siguiendo su razonamiento, que supone la aceptación de políticas liberales en la gestión pública de los asuntos privados, deberíamos concluir que la sociedad en conjunto no tiene nada que decir acerca de este asunto, de modo que ni siquiera las diversas clasificaciones de pornografía tienen ya sentido, pues dificultan el acceso a productos que de por sí son políticamente indiferentes. Este libro, sin embargo, explicita uno de los callejones sin salida del aparato teórico en que se fundamenta el liberalismo: la falacia naturalista en la que ya incurrió Stuart Mill. A saber, las preferencias de los individuos son buenas por el simple hecho de que son ellos en tanto que seres autónomos los que las eligen. Al final la libertad individual acaba siendo el único bien digno de ser defendido y su ejercicio es lo más valioso, con independencia de cuáles sean sus resultados o consecuencias.
Afortunadamente, las sociedades liberales no crecen sobre el vacío. La libertad se ejerce siempre dentro de contextos de costumbres y tradiciones (un sentido del decoro, de la decencia, de la buena educación, así como un saber intuitivo acerca de los límites de lo admisible). Estos marcos de referencia, mínimos pero no inexistentes, hacen del liberalismo en asuntos de moral algo deseable y que, incluso, tiene buenas consecuencias.
El esfuerzo argumentativo de Ogien evidencia con creces la solidez que el principio implícito de no exclusión otorga a las posturas liberales cuando se trata de asuntos relacionados con la moral. No obstante, a uno no le abandona la sensación de hallarse ante una escolástica académica que olvida que sólo a una minoría le es dado disfrutar efectivamente de estas libertades, y que la mercancía que esta minoría libremente contempla es el fruto de unas condiciones de trabajo sórdidas por mucho glamour que se quiera otorgar a las llamadas estrellas del porno.