Los dioses a todo color

Elisenda Julibert

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Hace dieciocho años estudiaba en el instituto mi primer año de griego cuando oí a la profesora explicar que las esculturas griegas estaban a tono con su literatura, con sus vasijas, sus platos, sus mosaicos, sus comedias y sus tragedias, con su mitología y, en general, con lo que aún hoy nos queda de su cultura: estaban pintadas y no precisamente de un modo discreto. Creo recordar que en aquel momento no había visto una escultura griega más que en catálogos de arte o en libros de historia, pero la posibilidad de que esas esculturas estuvieran pintadas me maravilló, no sólo por la inmensa riqueza cromática que a partir de entonces podía imaginar en los templos, y en las casas o en los palacios, sino porque por algún motivo esa imagen menos solemne, menos austera, menos apolínea (aunque no forzosamente más dionisiaca), del mundo griego me parecía más coherente con otros vestigios de ese periodo que empezaba a conocer, como la literatura, la filosofía o la mitología. Años más tarde, en alguno de los museos europeos donde se alojan las múltiples esculturas griegas, como el Pérgamo de Berlín o el Británico de Londres, pude comprobar con satisfacción que mi profesora de griego estaba en lo cierto: en algunas esculturas arcaicas pueden observarse restos de pintura.

Pero con independencia de mi personal ignorancia y de mi descubrimiento privado, desde hace un siglo y medio los restos de pintura atestiguaban para los historiadores y  los arqueólogos el error de Winckelmann y, con él, el de todos los aficionados al arte clásico como máxima cumbre del arte depurado, espiritual, absoluto, sublime. Porque la “pureza” que habíamos atribuido a esas esculturas es sólo el producto del paso del tiempo: los siglos fueron desgastando el color hasta el extremo de hacerlo desaparecer por completo en muchos casos y aquella blancura, aquella pureza de la escultura clásica, es un lamentable error que no obstante ha dado lugar a una abundante literatura: tarde o temprano habrá que olvidarla.

Para muchos este descubrimiento tal vez resulte un poco triste o decepcionante. Pero para mí la posibilidad de ver un día las esculturas pintadas con los colores que utilizaban los griegos ha sido un sueño desde los dieciséis años. Y he aquí que un grupo de historiadores del arte ingleses y alemanes ha querido hacerlo realidad en una asombrosa exposición que ha estado en Inglaterra y en diversas ciudades alemanas, la última de ellas Frankfurt, donde podrá visitarse hasta el 15 de febrero del año que viene.



La exposición se titula Dioses coloreados o Dioses en color, y es una modesta muestra de lo que debieron ser las esculturas clásicas. Es modesta porque es muy prudente en la aplicación de colores; pero también porque se han tomado unas pocas esculturas, puesto que el trabajo de reconstrucción del color parece ser laborioso. La intención de la exposición no es darnos muchas muestras sino tan sólo unas pocas que, sin embargo, parecen poco dudosas. Estas precauciones son comprensibles porque el resultado es tan sorprendente, tan luminoso, tan colorido al fin, que desconcierta incluso al espectador más favorable a la empresa, como yo misma: incluso si sabíamos que las esculturas estaban pintadas, no era fácil imaginar que fueran tan polícromas. Pero no podía ser de otro modo, puesto que los pigmentos utilizados eran parecidos a los que usaban los persas, los romanos luego e incluso los pintores renacentistas mucho tiempo después: pigmentos procedentes de materiales como el lapislázuli, la azurita, la malaquita, el polvo de oro,…

De manera que los colores que cubrían esas esculturas son tan vivos (o más, dependiendo del material sobre el que se apliquen) como los colores de los frescos renacentistas restaurados que cubren las paredes de las iglesias italianas en Florencia, por ejemplo. Y también la restauración de los colores en obras del siglo XVI ha supuesto en algunos casos célebres muchísimos problemas, pues la luminosidad de los colores parecía condecir poco con la idea del arte religioso, sobrio, austero y penitente. Efectivamente, sólo al contemplar los colores restaurados podemos empezar a dudar de la idea de que los pintores renacentistas y quienes encargaban esas obras estuvieran consagrados a predicar austeridad. Se diría más bien que se trataba de convertir las iglesias en lugares parecidos al paraíso, de tal manera que cuando los fieles, procedentes de un mundo de veras austero y penitente, atravesaran sus puertas sintieran que habían cruzado un verdadero umbral, que se adentraban en un lugar del todo distinto, amplio, esplendoroso, plácido, luminoso, rico: un lugar donde acudir a menudo a descansar de la oscuridad y la miseria de afuera, la de las casas, la de las calles, la de los talleres, la del campo cuando cae el sol. Y es que hasta hace muy poco tiempo, el mundo debía ser un lugar muy oscuro… Tal vez por ello el color y la luz fueron mucho más valiosos y significativos que ahora.


Quién sabe si, en caso de que los maravillosos frescos de Pompeya no estuvieran en tan mal estado, no comprobaríamos hasta qué punto las villas de los romanos se parecían a las mansiones de uno de esos artistas multimillonarios del pop o del cine que, en un arrebato de audacia, decide decorar las paredes de su casa con frescos. Lo cual no quiere decir que aquellos romanos se parecieran a una estrella del pop, ni que el gusto de un romano sofisticado fuera el mismo que el de un hortera contemporáneo. Si algo muestra la subsistencia marginal de esa técnica es la distancia que media entre nosotros y los antiguos: lo que hoy ha perdido sentido, lo que hoy no es más que una excentricidad o una horterada era entonces un signo de buen gusto. Los frescos siempre han tenido el mismo aspecto, pero su valor, su significado ha cambiado. Del mismo modo, es muy posible que para nosotros una escultura clásica pintada no pueda menos que cobrar un aspecto de monigote comparada con la pureza del material desnudo, pero esto sólo indica la diferencia entre aquellos individuos y nosotros, y en ningún caso demuestra que la pintura desmerezca por principio a la escultura.



Sea como fuere, la exposición Bunte Götter ofrece al espectador dos primeras salas donde se le presentan y explican en unos grandes paneles las técnicas utilizadas para establecer el color originario; la procedencia y los distintos tipos de pigmentos utilizados en la época; las imágenes de esculturas donde los restos de color son aún hoy visibles, a pesar de estar apagados; unas pequeñas vitrinas con aparejos que se utilizan para analizar los restos de color, etc. Pero sólo al llegar a las salas donde se encuentran las esculturas coloreadas comprendemos la razón de esas dos salas: son tan sólo un dispositivo dilatorio, una especie de preparación del espectador, con el propósito de evitar que al ver el resultado sospechemos que los expertos son poco serios, demasiado audaces: tan chocante es lo que nos muestran.

Sin embargo, si pensamos un poco en el arte que conocemos, en las distintas esculturas y pinturas de épocas pasadas, y sobre todo, de aquellas épocas en las que no existía nada llamado arte, en las que esas piezas estaban vinculadas a la religión, o a la mitología, o a ritos civiles, o tan sólo a la decoración, deberíamos reparar en que lo más extraño, lo más asombroso, es la posibilidad de un arte apolíneo como el que habíamos supuesto en algún momento, en verdad un breve periodo, porque también la exposición muestra los primeros trabajos de historiadores del arte, en su mayoría franceses, que ya a principios del siglo XIX esbozaron en algunos dibujos sus hipótesis de color en las esculturas de la Grecia antigua

Lo que observamos, pues, tiene perfecto sentido, mucho más que las pálidas e idealizadas esculturas mudas de los museos de arte. Lo que vemos ahora son figuras pintadas de un modo que recuerda bastante al arte oriental o persa, o incluso a las vírgenes y a los santos de nuestras iglesias. Tal vez lo que más sorprende es que no están pintados de un modo naturalista o realista: no se pintan los ojos de uno u otro héroe, tal como debieron ser, o de tal emperador, sino tan sólo unos ojos que miran y que por tanto dan al espectador la posibilidad de contemplar ese busto como a alguien presente de algún modo; las armaduras son de un dorado que sin duda no era el de las armaduras de los guerreros, sino el que cabe atribuir a la armadura de un dios (del mismo modo que el manto de Cristo, en el renacimiento italiano, se pintaba por lo general con un azul muy particular, cuya principal característica era que se trataba de uno de los colores más costosos por más escasos: sin duda la elección de este color no tenía que ver con la voluntad de dar una idea fiel de cómo vestía el austero Jesús, sino tan sólo alegorizar su majestuosidad); en los relieves donde se representan batallas entre griegos y persas, los griegos se retratan a sí mismos luchando valerosamente desnudos, a cuerpo descubierto, mientras los persas van perfectamente vestidos y con ropas inmensamente coloridas y vistosas…


El color, pues, no brinda mayor realismo a las esculturas. Pero sin duda sí hace que esas esculturas parezcan menos sublimes y singulares, aunque también más comprensibles e igualmente espirituales. El tópico de la identidad entre la pureza del material desnudo y la pureza espiritual, es decir, de las esculturas clásicas como imagen de una mayor capacidad de abstracción y elevación espiritual, es moderno: su origen, la obra de Winckelmann, sin duda tiene que ver con la fatiga que al alemán le inspiraba el recargado arte barroco del finales del siglo XVII. Pero lo cierto es que los antiguos vivían en un mundo muy distinto del nuestro —y del de Winckelmann— y por otra parte los colores pueden servir para alegorizar atributos perfectamente espirituales, como el coraje, la bondad, la virtud, la templanza, y tantos otros. De manera que no es el color el que condena a una representación a la literalidad o a la mera imitación. Por más desconcertantes que sean esos dioses coloreados, lo único que evidencia su restablecido aspecto es lo lejos que estamos de comprender un mundo desparecido del que sólo nos quedan vestigios, fragmentos, ruinas. Podemos intentar reconstruirlo, pero la aparición de cada nuevo fragmento puede obligarnos a revisar la composición que habíamos urdido a partir de los anteriores. Y quién sabe si la fascinación que ejerce el mundo antiguo no descansa precisamente en la ausencia de la totalidad de la que esos vestigios formaron parte un día, una totalidad que, así, siempre estamos obligados a bosquejar.

Sería una pena que esta cuidadosa exposición acabara infundiendo la idea de que  esa profusión de color en las esculturas evidencia la mentalidad infantil de quienes las crearon. ¿Acaso no es más infantil, o por lo menos más literal, identificar el color con nuestros estridentes muñecos de infancia?

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