Volvamos a Pascal

Enrique Lynch

André Comte-Sponville, Sobre el cuerpo: Apuntes para una filosofía de la fragilidad, trad. Jordi Terré. Barcelona: Paidós, 2010, 298 páginas.

Di con este libro por casualidad. Buscaba materiales sobre el cuerpo y –por desidia o por curiosidad (a veces una desplaza y oculta a la otra y viceversa)–, me dejé guiar por el título, desliz que en esta época de marketing y de campañas publicitarias afinadas al máximo, puede acarrearte un fiasco. Nunca falta un listillo en las mesas de trabajo de las editoriales, un lector o lectora profesional (mejor dicho, profesionalizado) que conoce el truco para atrapar a lectores incautos. Sabe cómo y cuándo hay que cambiar el título o añadir el subtítulo “revelador” y, por supuesto, conoce qué significante es improcedente si lo que se quiere es vender el libro. Buscaba yo una reflexión sobre el cuerpo y me topé con un agregado de anotaciones dispersas, unas trascendentes y otras más o menos irrelevantes, escritas por A.C-S (renuncio a citar correctamente a un individuo que carga con un nombre tan largo) cuando tenía ¡veintiséis años! y se preparaba para ingresar en la École Normale Supérieure. O sea, para decirlo lisa y llanamente, di con un libro de paridas juveniles que unas veces produce aforismos y pensamientos sueltos à la Pascal (pero, como es previsible, sin el genio de Pascal) y otras veces parafrasea o comenta alguna cita o referencia lucida que previamente ha extraído de la Gran Cultura europea de la que, en el prólogo, escrito más de treinta años después, se declara admirador: la excusa perfecta para hacer gala de antimodernismo.

Por cierto, el antimodernismo de A.C-S –pese a que, en un francés, ser antimoderno suscita siempre la impresión de que estás delante de un reaccionario encubierto– es un rasgo simpático. En su desconfianza hacia el arte performativo, la música serial, las aventuras formalistas y de la jerigonza filosófica ad-lingüística puesta de moda por sus compatriotas después del final de la segunda guerra mundial, A-C-S despertó en mí inmediata simpatía. En su pretendida defensa de la claridad y distinción, que en su caso tiene bastante de ramplonería, no.

El personaje que se convoca más a menudo en esta colección de ocurrencias es Spinoza –¿sería quizás el Relojero el autor seleccionado para el examen en la École Normale?–, cosa extraña, tratándose de un autor tan estructurado como Spinoza. En segundo lugar siguen Pascal, Montaigne y Epicuro, autores que A.C-S visita y vuelve a visitar en su bibliografía madura. En todos ellos A.C-S encuentra antecedenetes de su declarada vocación “vitalista”, que pretende oponerse al pensamiento encorsetado por la Academia

(¿Cuánto tiempo hace que se viene protestando contra la filosofía académica?)

y, desde un punto de vista ético, una toma de partido eudemonista. Curiosamente, por lo que se lee aquí, A.C-S no parece ser un individuo especialmente alegre o feliz sino más bien un personaje algo sombrío, deprimente o depresivo, cosa que, puesto que estamos hablando de un joven de veintiséis años, llama la atención. Y, por lo que se refiere, a su antiacademicismo, no sé qué es peor: ser un filosofante académico o ser un devoto admirador de Althusser, como se deja ver aquí. La filosofía, para A.C-S, no es un dominio de cuestiones y problemas –salvo la manida y platónica preocupación por la muerte– sino, como para la abrumadora mayoría contemporánea, una tradición compuesta por celebridades a las que se trata de emular, repetir o comentar. En cualquier caso, las observaciones y paráfrasis de A.C-S sobre los autores y las obras de esa tradición no son ni especialmente ocurrentes ni lúcidas y sí, casi siempre, pedantes y grandilocuentes.

(Pero no se le puede achacar el vicio de la pedantería y la grandilocuencia a un escritor tan joven.)

No quiero decir que A.C-S carezca de ideas; las tiene, pero son intrascendentes. Cada vez que antepone una premisa, tú ya sabes cuál será la conclusión. En algún momento resulta sagaz, por ejemplo:

No es necesario creer en Dios para amar. Ni creer en el amor para tener una erección. Sucede más bien al revés. Primero existe el sexo y luego se inventan los sueños que necesita. (p. 252)

(Bueno.., no obstante hay muchos –y muchas– que piensan lo contrario.)

Pero como A.C-S carece de ironía, sus pensées se te caen de las manos. Y, si a esto añadimos que el libro parece el típico “saco de pasas”, como decía Wittgenstein de sus propias paridas desmembradas, no hay mucho que comentar acerca de lo que se puede encontrar en este volumen: un tema falseado que no se trata –el cuerpo– y un cuerpo de pensamiento que no tiene lugar. No puede haber lectura más frustrante. ¿Qué nos queda pues? La literatura y el estilo.

(La literatura, siempre la literatura, los trucos de la vieja furcia engañabobos.)

Sin embargo, también en este terreno A.C-S resulta descorazonador: no tiene estilo alguno, escribe con frases breves, cortantes, coloquiales, oraciones ramplonas que parecen más preocupadas por registrar el efecto que buscan producir que por decir lo que quieren. Sólo hay un efecto imprevisto que merece apuntarse: ¿no será que valdría la pena volver a leer a Pascal?

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