La historia viviente
No recuerdo con exactitud cuándo empecé esta investigación, pero las primeras notas que conservo de ella son de agosto-septiembre de 1990, tomadas en la Biblioteca Nacional de Madrid. Antes, en 1987, había hecho un estudio intenso de la bibliografía sobre Leonor López de Córdoba y sus Memorias, para preparar una de las clases –la dedicada a la autobiografía– de la asignatura que creo que se llamaba Las mujeres en la sociedad medieval: historiografía e interpretación, del primer curso del postgrado en Historia de las Mujeres (desde 1988 máster en Estudios de las Mujeres, ahora máster en Estudios de la Libertad Femenina) que acabábamos de fundar las pocas mujeres que formábamos entonces el Centre d’Investigació Històrica de la Dona (luego Centre de Recerca Duoda) en la Universidad de Barcelona. No sé dónde conocí a Leonor López de Córdoba, pues jamás la oí mencionar en las varias universidades en las que estudié historia medieval. Hablé por primera vez de ella en público en abril de 1991, en la Universidad de Córdoba, en el Segundo Congreso de Historia de Andalucía. Todavía sabía poco nuevo de ella; mi esfuerzo en aquellos años era el de soltarme las cadenas del pensamiento del pensamiento, ese que solo añade algo después de repetir mucho, y dejarme caer en el pensamiento de la experiencia, que es el pensante de verdad, porque tiene su raíz en la historia viviente de quien escribe historia. Antes, en 1990, había publicado sobre Leonor López por primera vez, en el libro Textos y espacios de mujeres. Europa, siglos IV al XV, un libro que salió para la IV Feria Internacional del Libro Feminista, celebrada en Barcelona en junio de 1990. Este libro fue traducido al alemán por Barbara Hinger, una hispanista austriaca que lo había oído explicar en clase en el máster de Duoda, publicándose en Viena en 1993 y en Munich en 1997, y siendo reeditado en lengua castellana en 1995La búsqueda en los archivos ha sido laboriosa, como suele serlo casi siempre para una medievalista, y ha estado salpicada de emociones fuertes, de esas que no se pueden relatar fuera de un pequeño círculo porque solo las vive como emociones fuertes quien tiene pasión por la investigación histórica. En mi caso, tanta pasión y tan ciega que arriesgué una agresión sexual por parte de un eclesiástico en los almacenes de la colegiata de San Pablo de Córdoba, persiguiendo la lápida de consagración de la capilla funeraria de Leonor López de Córdoba. Por lo general, sin embargo, el principal obstáculo no ha sido de esta índole sino del exceso de celo que obliga a volver una y otra vez al mismo archivo antes de obtener acceso a su documentación, particularmente en los archivos privados, unos porque no están suficientemente bien ordenados, otros porque no tienen personal, otros por la arbitrariedad del personal que tienen, otros porque llevan décadas enredados el litigios de herencias...
En todos los archivos y bibliotecas que cito en la edición crítica de las Memorias , de Leonor López de Córdoba he pasado tiempo una y otra vez. El que más veces se me negó, fue el de la catedral de Córdoba. Ninguna influencia me valió para aplacar al archivero, hasta que una vez, aprovechando que este estaba en una reunión en Roma, una poeta amiga intercedió ante otro canónigo, le esperé a la salida de misa y me dejó entrar con naturalidad. A ella y a él les debo el descubrimiento de datos importantísimos y muchos. También en Córdoba recibí el regalo de fuentes más grande que me ha tocado en esta investigación. Fue el de un protocolo del siglo XIX que regestaba el archivo completo de la hija de Leonor López de Córdoba y sus descendientes. A este protocolo me llevó de la mano la archivera, y a ella otra relación política entre mujeres.