HIPOTECAR UN GESTO II

¿Cómo hay que subir unas escaleras? Cortázar apuntaba que “la actitud natural consiste en mantenerse de pie, los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto para que los ojos dejen de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y respirando lenta y regularmente” (Instrucciones para subir una escalera, 1962). Yo nunca he sabido como hacerlo correctamente. Me duelen los pies, los gemelos y la espalda. ¿Debes apoyar toda la planta del pie sobre el escalón que vas a pisar? ¿Con media planta basta? ¿Hay que doblar la puntera o no?

Estas dudas reflejan una carencia mía: ando mal. También las molestias físicas están ahí, pero además no me reconozco en una fotografía o en una filmación que me tomen andando. Al parecer (según me comenta alguien cercano) tengo el Tendón de Aquiles corto. Si estando descalzo me pongo firme y junto las piernas debo mantenerme ligeramente de puntillas ya que de lo contrario pierdo el equilibrio. También eso explica que al andar no dispongo el pie de tal modo que reposa primero el talón en el suelo y después el resto de la planta, origen de parte de mis defectos andando. 

Al no haber reparado en ese error inicial, pero sufrir sus efectos, he intentado adoptar otras formas de andar que no mejoraban la situación (porque ninguna cumplía esa necesidad del talón-planta), y han ido alternándose sin tener finalmente ningún método concreto.

Subir unas escaleras, como andar, pone en juego gran parte de nuestra gestualidad. Tiene que ver incluso con el ademán, una especie de pre-gesto, la simple forma de estar. Esos automatismos gestuales (que caracterizan a alguien) acostumbran a mostrarse con el fin de objetivarse y aprenderse. Hitchcock, en el ámbito del cine, es un caso especial: en sus películas sí utiliza el recurso de subir escaleras para acentuar un momento de dramatismo y tensión, y también para caracterizar a un personaje. La forma de moverse por los escalones de Joan Fontaine en Rebecca (1940), Cary Grant en Suspicion (1941) o Kim Novak y James Stewart en Vértigo (1958) son ejemplos de ello.

Eso es posible porque pese a la dificultad del recurso -es más habitual poner el foco en las expresiones faciales y los rastros fenotípicos- andar forma uno de los primeros eslabones de lo que llamamos personalidad. Para que ésta sea interpretable y reproducible cabe imitar una serie de elementos clave que deben permanecer siempre para guardar la semejanza. Identificarlos correctamente garantizará una buena imitación, pues luego podrás enriquecer un carácter introduciendo variables mientras afianzas y repites las constantes. Toda imitación requiere pues de cierta constancia, de cierto método.

No obstante, lo que encontramos muchas veces en el cine o en la literatura es la escenificación de un fracaso, especialmente si observamos la voluntad de caracterizar a partir del ademán y el intento de imitarlo o suplantarlo. Me refiero a personajes des-caracterizados que parasitan identidades. Aparecen como individuos perdidos: Laura Harring parasita a Naomi Watts en Mulholland Drive (David Lynch), igual que Liv Ullman a Bibi Andersson en Persona (Ingmar Bergman), y Kim Novak está forzada a parasitar su propio personaje en la citada Vértigo. En todos esos casos vemos como toscamente intentan imitarse rasgos y atributos pero nunca hay un encaje completo. Una podría ser la otra, pero no del todo.

Más allá de lo que finalmente se obtiene al asumir la identidad de otro, el objetivo no es satisfacer la falta de erotismo, dinero o posición social, sino satisfacer la falta de un método. Llegar a tener una brújula, una constante. La imposibilidad de completar la imitación puede deberse a más de una causa. Puede que nos hayamos equivocado de modelos. O puede que no imitemos bien, que seamos malos aprendices -como yo y mis andares. Por incapacidad, por no ser constantes o porque aprendemos muy lentamente. 

Aprender lentamente, quizás sea ese el único nihilismo tolerable.