SOBRE EL GUSTO POR LO BELLO

La célebre fórmula con la que lord Shaftesbury contribuyó a la estética es la que establece el vínculo estrecho entre lo bello y el placer desinteresado. Según Shaftesbury lo único verdaderamente bello es lo que place porque sí, sin relación con nada que sea beneficioso, o útil, o valioso, o conveniente; lo que ya Platón pone en boca de Sócrates en el diálogo con Hipias acerca de la belleza. A esta fórmula debemos que haya un arte por el arte mismo y, por supuesto, el esteticismo moderno, que ha formado la conciencia de nuestra actual relación con el mundo. Desde que pensamos la belleza de manera totalmente autónoma, fuera de todo interés, nos sentimos habilitados a entablar relaciones estéticas con las cosas del mundo y, aunque esa forma de apreciar es una ilusión sensible fundada en un placer imaginario, su influencia ha cambiado de forma radical el modo como estamos en el mundo.

Ahora bien, ¿hay acaso algún objeto que no esté ligado a un interés? Parecería que no, que el único objeto cuya creación no es debida a interés alguno es el mundo en conjunto, si lo pensamos como creatura de Dios. El mundo sería así obra de la inconmensurable generosidad divina. El mayor de los altruismos posibles.

Sin embargo, yo puedo –he podido– sentirme estrechamente unido y correspondido por algo bello sólo porque era bello y adorar su sola existencia, sin más. En esa ocasión nunca fue más libre mi gusto, pese a que atribuimos a esa facultad la condición de estar determinada y de ser muy veleidosa. En esa libertad encontré mi mayor recompensa, como si lo único importante fuese haber logrado el objeto perfecto. Y, en efecto, apunta Leszek Kolakowski:

El verdadero gusto por algo no requiere explicaciones, basta con decir que existe; algo nos gusta por nada, sin ninguna razón aparente, porque sí. (Kolakowski, La clave celeste, 9)

Este tipo de complacencia sólo se obtiene en la experiencia de la belleza. Cuando nos gusta lo bello no es preciso dar explicación de lo que nos gusta. Por una vez volvemos a ser niños en el vínculo con ese objeto incomparable que nos complace. Sólo entonces apreciamos desinteresadamente su existencia y lo hacemos, además, de forma inmediata

(“Pero mirá qué cosa más linda…”)

Aquí está el secreto enlace de lo estético con lo religioso; o del arte con la religión.

(Y la posibilidad misma de que haya una “religión del arte”; aunque –eso sí– sólo de un arte bello.)

En este gusto libre y desinteresado, que siempre es inexplicable, está la base de muchas experiencias afines: la devoción, la adoración, la entrega absoluta, el entusiasmo y –también– la enajenación. No es una complacencia mediada sino una especie de compromiso íntimo e individual con un objeto que, de pronto, se convierte en insustituible porque ya no es materia o cuerpo o mediación sensible sino pura presencia y afirmación de sí que se manifiesta en algo que uno siente. El objeto bello da fe de sí mismo sin razón y su belleza se convierte en la vía inefable que nos permite acceder a una fiesta: algo así ha podido existir y se ha dado a nuestra experiencia.

Que se pierda o se rompa o se deteriore, que algo profane eso bello no duele por la frustración de un gusto sino por el daño irreparable que se comete en la experiencia de lo que hay.

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