MIENTES (II)

Tanto insistir en la necesidad de encontrar la verdad, esa inveterada pasión de los filósofos…, pero es la mentira y el embuste lo que en realidad importa: la vieja y acendrada costumbre de rodearse de ficciones.

Me has mentido, me mientes, no me cuentas la verdad. Y yo hago lo mismo: te miento, te oculto lo que pienso, o lo deformo y lo desvelo a medias, hasta que lo convierto en una calle tortuosa, sin luz y sin balizas que no tienes más remedio que transitar a oscuras. A veces hablo una jerga infecta hecha de clichés y de pedazos de verdad: discurso prosopopéyico de filósofo mediocre que está plagado de racionalizaciones –un “engrudo magmático”, lo llamaría Tomás Pollán– con el que trazo una urdimbre de mentiras y medias verdades entre nosotros, que se tejen con las tuyas.

No hay nada de malo en lo que hacemos.

Pero si bien es cierto que miento, no digo ningún embuste. La mentira es mi moneda de cambio; el embuste es un arma arrojadiza que fatalmente se volvería sobre mí. A diferencia del mentiroso que no tiene por qué ser inauténtico, el embustero no es él sino otro, un desconocido que, por añadidura, no me deja ser yo mismo. Por eso, cada vez que descubrimos una mentira en la conducta ajena, nuestra alma se despeja. En cambio, descubrir un embuste resulta arrasador. Nadie llega a creer lo que ha conseguido revelar y la revelación enseguida se convierte en un ejercicio literario. Ella misma parece mentira de tal modo que por muy convincente que uno consiga hacerse en la revelación nunca se es lo suficientemente convincente para uno mismo. Así pues, tras descubrir la patraña, tendemos a no creer en ella, no queremos creer lo que nosotros mismos hemos desvelado y hasta podemos llegar a dar excusas al embustero y nos hundimos en una vergonzosa abyección.

El embuste corrompe al engañado y a la postre lo convierte en un cómplice, en una especie de criminal.

Deja una respuesta

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.