EL FRANCOTIRADOR

No he sido nunca partidario de la llamada no-violencia, tampoco pacifista, ni siquiera puedo decir que haya sido demasiado contemporizador. Sin embargo, no he sido nunca un individuo violento. La violencia suele ser estéticamente repudiable, de mal gusto, independientemente de las condiciones o de los contextos en que se la ejercite. Sólo en los deportes y en las llamadas artes marciales, que mucho se asemejan a un ballet, los hombres han logrado sacar partido de los gestos violentos para convertir la agresión, el dolor o el daño infligido a otro en algo diferente de lo que es.

Es muy difícil rescatar una acción violenta de su naturaleza esencial o de su modo propio. Uno de los raros casos en que un escritor consiguió dar a una acción violenta y despiadada una dimensión distinta de la propia, aunque indeterminada, es el de Ernst Jünger en un pasaje memorable de su novela autobiográfica Tempestades de acero.

Jünger se describe a sí mismo apostado como francotirador en una trinchera del Somme. Es impecable:

Entonces fue cuando el tiempo empezó a hacerse interminable. Detrás de la pantalla de hierbas se inició un murmullo, interrumpido a veces por una carcajada reprimida o por un tenue tintineo. Luego se elevó una minúscula nubecilla de humo –sin duda había llegado el momento, el centinela relevado había encendido una pipa o un cigarrillo para fumarlo durante el camino de vuelta. Inmediatamente después apareció, en efecto; primero enseñó el casco de acero y luego el cuerpo entero. No era tan alto como el otro; tal vez fuera un irlandés, o un hijo de los suburbios de Londres. No tuvo suerte. Justo en el momento en que quedaba en la línea de mira se dio la vuelta una vez más y se quitó de la boca el cigarrillo; probablemente quería decirle al que se quedaba alguna cosa que se le había ocurrido durante los pocos pasos que había dado. No llegaría a pronunciar una sola palabra, pues mi hombro, mi mano y la culata de la carabina estaban rígidamente unidos justo en aquel instante, y también en ese mismo momento el centro de la retícula cortaba el bolsillo que aquel hombre llevaba cosido en el lado superior izquierdo de su guerrera; tan claramente se destacaba aquel bolsillo que su tela parecía tocar la boca del cañón del arma. El disparo le arrancó de la boca la palabra que pretendía decir. Lo vi desplomarse; y como había visto ya desplomarse a muchos otros, supe que no volvería a levantarse. Cayó contra el talud de la trinchera y allí se derrumbó; no estaba ya sujeto a las leyes de la vida, sino únicamente a las de la gravedad.

He vuelto muchas veces sobre este pasaje impresionante, por su frialdad y su ascetismo y la absoluta indiferencia del francotirador frente a la muerte de otro, rematada con la frase final, de estudiada elegancia. Su ironía desentraña al sujeto de la acción de cualquier connotación o compromiso moral acerca de lo que hace y también despoja al disparo mortal de toda relación con la violencia.

En la violencia se procede siempre así: nunca se es violento. La violencia es un estado vital alternativo, un mundo que dispone sus propias reglas que, de tan inasimilables a las otras, a menudo resultan inexplicables y, sin embargo, interpretan fielmente nuestro estado, entre la vida y la muerte.

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