LUZ DE AGOSTO

oe Christmas. Debía ser una broma del viejo Faulkner. Christmas. No sólo por tener un nombre poco común o gracioso, sino por ser un personaje de Luz de agosto (1932), título de gran transparencia porque efectivamente la narración sumerge al lector en plena canícula. La Navidad, un curioso contrapunto. Quizás simbólico: hay muchas referencias bíblicas, como en toda la obra del escritor americano, incluso una posible lectura en paralelo del Evangelio de Juan. Entre las expresiones racistas y groseras, los largos monólogos interiores de cada narrador, el machismo y las múltiples perspectivas sin jerarquizar –insignias del Nobel de 1949–, destaca una escena hacia el final de la novela que interrumpe la reacción que uno espera de Lena Grove, una de las protagonistas, a punto de ser violada por Byron Bunch, personaje que la pretendió desde el primer momento en que, bajo el sol ardiente, en un camino pedregoso del sur de Estados Unidos, ella llegó a Jefferson. No se realza su honor transgredido, lo humillante y asqueroso de tal sometimiento. Ningún grito, ningún sollozo ni otro lamento por la dignidad manchada. Sólo una frase, como un cortocircuito:

–¿No te da vergüenza? Quizá has despertado al niño.

Veinte años después, Faulkner alababa, ante el escepticismo de la crítica, la capacidad de sus personajes para tomar su destino. Lo que parecería un signo de sumisión, confiesa al entrevistador, es la renuncia a desfallecer y permanecer serena ante lo que podría truncar su sueño: encontrar al hombre que la embarazó, Lucas Burch; dar a luz, y tener una vida en familia.Y ese infortunio no iba a manchar su triunfo. El cristianismo encubierto de Faulkner es como un dulce relleno con una hoja de afeitar.

–Qué metáfora más mala. Gráfica y precisa, pero muy mala.

Así es también la luz de agosto. Potente con su dolor en los ojos y cada sensación de su calor en la piel. Los hombros rojos, esta es la verdadera luz de agosto, su principal atributo. Los barrotes de la balconada y el cristal de los portichuelos arden. El suelo de piedra, como el asfalto, parece un espejo reflejando toda la luz de tan iluminado que está. Sólo adopta su identidad mate con las manchas de las gotas de sudor. De nuevo los recuerdos de Faulkner:

(El ruido y la furia) Empezó con una imagen mental. Yo no comprendí en aquel momento que era simbólica. La imagen era la de los fondillos enlodados de los calzoncitos de una niña subida a un peral, desde donde ella podía ver a través de una ventana el lugar donde se estaba efectuando el funeral de su abuela y se lo contaba a sus hermanos, que estaban al pie del árbol. (Writers at Work / The Paris Review interviews. The Viking Press, Nueva York. Ediciones Era, México 1968. Traducción de José Luis González.)

La mancha, esa eterna señal de abuso.

–Tienes que poder, tienes que aguantar esta luz de agosto.

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