EN EL MERCADO

Vengo del mercado. He visto colores puros y naturales y otros muy brillantes, como los de la publicidad. Las formas eran variadísimas y había mucho ruido ambiental: sonaba música por los altavoces, se oían conversaciones a gritos entre compradores y vendedores, mezcladas con frases y palabras desprendidas de varias lenguas, algunas de ellas muy exóticas. Me he cruzado con muchos individuos como yo, todos diferentes entre sí y ninguno igual a mí. He sentido el olor del pescado, a tierra humedecida, a cloaca, a especias y frutas y a gasolina quemada; incluso he llegado a sentir el olor que despedía mi propio cuerpo mientras me desplazaba entre los puestos: el aliento, el sudor, el aroma artificial de la ropa que llevaba puesta.

Si no entiendo mal, todas estas experiencias, juntas o por separado, son construcciones de mi mente. Allí fuera solo hay un magma de partículas. Una instancia –¿yo?– entre ese magma se ocupa de generar una experiencia para sí. Allí estoy yo. Cuanto más lo pienso, más angustiante me resulta. Debería sentirme halagado, pero no: mi mente es muy poderosa pero sé que mi imaginación sensorial no es capaz de tanta cosa. Sin embargo, todo indica que así es: todas las cosas que he experimentado en el mercado son construcciones de mi mente. El hecho de que pueda repetirlas no afirma nada acerca de su naturaleza. Si quisiera, para convencerme de que están allí y no son un subproducto mental me bastaría con volver al mercado mañana, pero ya sé que esa prueba tan simple y elemental es insuficiente desde un punto de vista ontológico. Lo único que probaría es que no estoy solo en el mundo, que hay otros objetos a mi alrededor y que esos objetos permanecen en su sitio y en su condición aun cuando mi consciencia no repare en ellos. No serán ni el mismo pescado ni los mismos colores y formas, pero no me será difícil encontrarlos. Habrá otro tipo experiencias en su lugar, pero a mi memoria no le costará identificarlas con las que he percibido hoy.

¿Percibido? ¿Qué es lo que he percibido en verdad? Hago un esfuerzo para recordar si, en mi experiencia en el mercado, ha habido algo semejante a la percepción, alguna “intuición sensible”. Recuerdo las cosas, pero no el acto de percibirlas. Sin embargo, por momentos la “percepción” ocupaba toda mi capacidad de atender, la totalidad de la actividad consciente. Conozco muy bien esta experiencia: en esos momentos el cuerpo entero se convierte en su “percepción”, se funde con ella: son breves instantes de enajenación sensorial, momentos felices en que la atención del presente borra toda obsesión, cualquier preocupación, incluso la propia consciencia del cuerpo. Supongo que eso es precisamente lo que buscamos cuando asistimos a un espectáculo (un concierto, una representación, una película, etc.): lograr la completa enajenación de la consciencia en el objeto. El asombro, la curiosidad o cualquier perspicacia tienen lugar allí, en la atención absolutamente ganada por el objeto, de tal modo que no puede haber consciencia del asombro, de la curiosidad o de la perspicacia, ésta solo llega con la reflexión y como resultado de la acción de la memoria; tal como ahora, que recuerdo lo sucedido en el mercado. El resto de los procesos sensoriales, los que realizamos sin atención, están automatizados. No hay “experiencia” alguna de mi silla de trabajo porque me siento en ella todos los días; por lo tanto, de mi silla no puede decirse que haya percepción puesto que de ella no hay huella en mi memoria (consciencia).

Se deducen de esto dos cosas: a) que en el percibir no hay nada pasivo sino una potente discriminación, tal como indica la forma en que ordeno los recuerdos según la memoria que los procesa: de largo de plazo (responsable de la atención) y episódica (responsable del olvido); y b) la discriminación es mucho más decisiva que la acción de percibir. Pero entonces, ¿qué fundamento tiene la idea de la percepción? ¿Por qué hemos de hablar de “percepción”?

En las cruciales secciones iniciales de su Fenomenología del espíritu Hegel explica que las determinaciones de la sensibilidad (sujeto, objeto, la propia certeza de algo como sentido) no son cabalmente experiencias sino necesarias elaboraciones de una lógica exterior al proceso, la misma para la cual el mundo se representa como imagen (eidos), una lógica muy antigua que remonta a Platón y que está sostenida en la hegemonía de lo visual. Cuanto más depende nuestra manera de pensar de esta mirada platónica menos nos apercibimos de que la percepción (o la intuición sensible) es parte del proceso de la comprensión –o sea, de la fenomenología– de la experiencia y, no obstante, no es parte de la experiencia en sí. Cuando la consciencia o el saber acerca de la experiencia se inmiscuye en la propia experiencia tiene da lugar lo que Nietzsche llamó fenomenalismo de la consciencia: pensar que la realidad del objeto está probada por y sostenida en la consciencia de él (percepto, recuerdo, intuición sensible); o bien pensar que esa misma realidad es, primariamente, porque se da como representación en la consciencia, esto es, la fórmula idealista.

Puedo representarme lo que hay como imagen porque asumo sin reservas este fenomenalismo, como hacen habitantes de la Caverna de Platón. Pero la ciencia nos ha sacado de la Caverna. La distinción entre la experiencia como imagen y la imagen misma –el sujeto y el objeto– no resiste a la evidencia. Toda “imagen” es un proceso cerebral permanente en el que participan

(¿Partículas, ondas, quarks? No nos metamos en eso.)

muchos elementos que no son estrictamente “visuales”; ni siquiera son “sensoriales”. El propio concepto de lo sensorial es un subproducto del imaginismo platónico que habla de imágenes mentales, imágenes auditivas, configuraciones, formas. La reducción de esa experiencia a lo visual ha dado lugar a que la tradición filosófica reconociera en ese proceso la intervención de las facultades –las funciones subjetivas encargadas de elaborarlas– y formas –regularidades que el sujeto “descubre” en lo que hay como parte de su experiencia. Las imágenes, mejor dicho, el mundo como imagen, sirven para dan fe de la “realidad” del sujeto y la categórica realidad del objeto. Puesto que se presupone que el mundo está poblado por formas se presupone que ha de haber un sistema para reconocerlas y un proceso –la percepción– para generarlas como representaciones, lo que da pábulo a una enajenación llamada realismo: lo real es tal porque ha sido generado en la percepción.

Ahora bien, la ciencia ya no describe esa consciencia de lo real como “percepción” (si es que, en ese contexto, tiene sentido seguir llamándola así). Tampoco queda nada del viejo concepto de sujeto sino solamente un límite; por lo tanto, tampoco hay objeto. O sea: hace frío allí afuera, pero la distinción entre el frío de afuera y el que yo siento es función del discurso que distingue entre esos estados; como ya pensaba Nietzsche, un matiz discursivo que solo sirve a la comunicación. En rigor, no hay diferencia entre un frío y el otro. Es el mismo frío y la unidad entre lo que experimento y su ambiente está descompuesta en un adentro y un afuera pero solo en el lenguaje. Soy en ese frío y ese frío es en mi experiencia (aunque no solo en ella). Pero, ¿cómo, si yo percibo la temperatura del mismo modo como he percibido ese batiburrillo de sensaciones en el mercado?

Ilusión trascendental. La epistemología salida de la tradición platónica ha porfiado en encontrar una respuesta haciendo la disección del sujeto, o bien se ha refugiado en el realismo más dogmático, pero el problema está en la noción misma de percepción: no hay nada semejante a una percepción, idea que –cabe consignarlo– no es mía sino de Jacques Derrida.

¿Si no hay nada semejante a la percepción, que es entonces lo que me sucedió en el mercado? Tendré que volver para comprobarlo.

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