El espíritu (o lo que sea eso que todos llevamos dentro) se comunica y se entiende con el espíritu y no hay obstáculo ni inconveniente que pueda impedirlo. No importa cuánto tiempo haya pasado, como tampoco importa la diferencia cultural o lingüística que se paraen a los seres espirituales ni las reglas de las costumbres, que pueden ser a veces imposibles de asimilar. Dos almas muy lejanas entre sí un buen día se aplican a lo que les pasa y se estremecen bajo las mismas sensaciones, crueles o placenteras; y expresan lo que sienten con los mismos términos.
En Confesiones, IV, 4, 9, Agustín de Hipona escribe acerca de un amigo perdido:
Mi corazón se llenó de tinieblas y en todo cuanto miraba no veía otra cosa sino la muerte. Mi patria me servía de suplicio y la casa de mis padres me parecía la morada más infeliz e insufrible; todo cuanto había contado y comunicado por él se me volvía crudelísimo tormento, viéndome sin mi amigo. Por todas partes lo buscaban mis ojos y en ninguna lo veía: todas las cosas me eran amargas y aborrecibles sin él, porque en ninguna de ellas lo encontraba, ni podía decirme a mí mismo como antes, cuando él vivía y estaba fuera de casa o ausente: espera, que ya vendrá.
Habría preferido que la humana unidad del espíritu no me hubiese sido revelada por este medio, pero así ha ocurrido.