LA POSIBILIDAD DEL MAL

La ética posterior a Rousseau, con su mito del noble salvaje y, sobre todo, la conversión de San Agustín a las ideas plotinianas interpretadas por los sermones de San Anselmo, que marca el inicio del cristianismo tal como lo conocemos y que llevó a Agustín a abandonar las enseñanzas de los maniqueos que dominaron su primera juventud, nos han hecho incapaces de concebir el mal como potencia autónoma. Mejor dicho, nos han llevado a pensar que una mala acción, en el fondo, es un acto desviado de lo que, en su origen, era una buena intención; y, de forma casi inevitable, nos hacen concluir que las malas personas no están en sus cabales o son ignorantes; o bien que sin querer han caído en algún desvarío momentáneo que las ha alejado de la buena senda.

Error mayúsculo que nace del planteamiento mismo de la cuestión ética como asunto de razón.

Contra lo que dicta la experiencia casi cotidiana de muchas personas malignas, tendemos a pensar que las acciones guiadas por malos propósitos no son tales sino simples torpezas o deslices involuntarios que merecen ser tratados con piedad o que reclaman alguna forma de redención por parte de las personas buenas. Así pues, parece como si actuar (o pensar) el bien conllevara hacer inconcebible la posibilidad del mal.

En las escenas iniciales de esa memorable película de Sam Peckinpah que es The Wild Bunch se ve cómo la banda liderada por un capitán renegado, interpretado por William Holden, entra a caballo en un pueblo disfrazada de patrulla militar y con el propósito de asaltar el banco de la comarca. A un lado de la calzada principal del pueblo los bandoleros topan con una pandilla de niños que disfrutan contemplando lo que sucede en un pequeño espacio que previamente han vallado con unas estacas, una especie de arena como la de los circos romanos. La cámara de Peckimpah se detiene un momento para retratar en primer plano el rostro alegre de los niños mientras juegan. Hay algo extraño en la expresión de esos semblantes infantiles y en la excitación y el goce que les produce la escena a la que asisten. Unos instantes más tarde la cámara se desplaza hasta el escenario que les inspira tanto deleite: en medio del pequeño recinto vallado los niños han arrojado un par de escorpiones blancos que se debaten, rodeados por una masa de millares de hormigas rojas enfurecidas y voraces que los atacan por todos lados.La escena es inolvidable porque consigue poner rostro al mal y a esa característica crueldad de la que solo –y no solo– son capaces los niños y, de paso, sirve además como afirmación del escepticismo ético de Peckimpah.

El bien y la bondad adoptan muchas formas, en cambio el mal es siempre el mismo mal. Se parece mucho al de esos niños, cuya inocencia no los hace más dignos de conmiseración. Maligna inocencia que reconocemos en el mal radical, en la iniquidad cuando es pura y se comete sin motivo ni recompensa razonables y que resulta aterradora y al mismo tiempo fascinante cuando es observada con los ojos de la razón. Porque la razón puede abordar la cuestión del bien a veces con todas las dificultades del caso, pero se muestra inerme e impotente cuando se trata de explicar el mal. El bien y el mal no hablan la misma lengua, de ahí que nuestra capacidad para trazar los contornos de lo bueno nos hace al mismo tiempo incapaces de comprender –y a veces incluso de identificar– a una mala persona.

Y, lo que es peor, casi siempre nos deja a merced de ella.

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