URBANISMO

La vida urbana está determinada por una alternativa de hierro: o bien se sostiene a sí misma con la ayuda (relativa) de los urbanistas, los sociólogos y los trabajadores sociales que se ocupan de la permanente producción urbana de marginales; o bien colapsa. Lo curioso es que el colapso de una gran urbe, por dramático o terrible que sea, nunca disuade a sus habitantes de seguir viviendo en ella. 

¿Qué tiene de atractivo –o incluso de fascinante– ese colapso? Es posible que sea su velada semejanza con un saqueo. Una ciudad es universalmente asociada con el lugar donde es posible hacerlo (o lograrlo) todo. La ciudad-burdel (donde, por definición, no hay nada que no se pueda hacer) que hizo de Babilonia una lugar fascinante para la imaginación antigua; y, naturalmente, la Roma de todas las épocas. Antaño la experiencia más sublime que un individuo podía llegar a tener era darse al saqueo de una gran ciudad. En su libro sobre el imperio romano (cfr. Veyne, Paul. L’Empire gréco-romain. París, 2005), al referirse al saqueo de Roma por las huestes de Alarico, Veyne describe las distintas variantes del saqueo que establecían los códigos tradicionales de la guerra: el saqueo como castigo a una ciudad, que podía ejecutarse con o sin matanzas, limitado a los bienes, incluyendo o no el rapto de las mujeres, durante un plazo prefijado por el jefe del ejército saqueador, o dado el caso, el saqueo como en el mayor y el más cruel de los castigos: el incendio de la ciudad para no dejar rastro de ella.

Las grandes urbes contemporáneas ofrecen su implosión organizada como el espectáculo de un saqueo permanente. Los que vivimos en ellas unas veces somos bárbaros saqueadores, ávidos de emociones fuertes y desenfrenadas y otras veces probos ciudadanos civilizados que asisten con resignación a su propia destrucción en manos de la barbarie que ellos mismos han acogido. Soldados de Alarico o frágiles vestales indefensas, pero iguales espectadores de la grandeza y el horror de la obra humana.

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