LA ELECCIÓN Y LA DECISIÓN

En cada decisión hay siempre implicada una elección previa; y precisamente porque la elección sostiene –pero no fundamenta– una decisión, ésta se propone como la condición para que podamos asignar o atribuir responsabilidad a una conducta. El sujeto moral se convierte en un ente responsable cuando elige: no es responsable de sus decisiones sino de las elecciones previas. Las «decisiones» que toma suelen ser meras coartadas. Por eso es muy habitual que el individuo encubra su responsabilidad por medio de ellas; y que no aprobemos (o condenemos) a alguien por lo que escoge o lo que prefiere o lo que busca sino solo por lo que decide. En cambio, somos muy indulgentes con las elecciones. La razón nos dicta la misma tolerancia que se practica con relación al gusto porque la elección –como el gusto– es siempre válida. Todas las elecciones son correctas. Sin embargo, tendemos a no revelarlas y preferimos ser juzgados por lo que hemos decidido, pese a que, en rigor, muy pocas veces se decide algo.

La baja catadura moral de un individuo se muestra en la manera como encubre una elección por medio de una decisión. Hace ver que decide lo que en realidad ha sido previamente escogido por él, de tal modo que su decisión sirve en verdad para disfrazar la intención de fondo o el propósito de una acción con un gesto de audacia o con un acto que simula arrojo o entereza. Cuando, tras largas cavilaciones, un buen día se planta y dice: “Pues mira, ¿sabes qué?”, y emprende la acción, por unos breves instantes queda a merced del otro, pero su capacidad de decisión (que no es tal) enseguida lo salva. Los demás le deparan un: “Por fin; se ha decidido”; sin embargo, cuanto más extemporánea o intempestiva es una decisión, más probable es que sirva como medio de encubrir una elección previa inconfesable.

¿Por qué razón tendemos a no revelar lo que preferimos? Porque todas nuestras elecciones son egoístas y, en cambio, nuestras decisiones, cualesquiera sean, pueden ser tenidas por equivocadas o por inocentes. La decisión escapa a la esfera de la moralidad. Es un acto puro y, por consiguiente, es un procedimiento excelente para sortear el sentimiento de culpa. Paradójicamente, se juzga la conducta de un individuo por sus decisiones. Así pues, si bien la vida de casi todo el mundo parece amenazada por la toma de decisiones –unas más dramáticas que otras; hasta suele haber una asignatura llamada así (Decision Making) en las escuelas de negocios– no obstante lo que en verdad importa son las elecciones, cuya oportunidad nunca es necesario racionalizar porque se inspiran en el deseo o en la voluntad propia.

Hasta ese punto somos libres. No hay elección sin libertad, en cambio se puede tomar una decisión coaccionado o forzado. No hay engaño en una elección, en cambio es tan fácil engañar al otro con una decisión, ese artero recurso que nos permite descargarnos del peso de la libertad.

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