ALGO SOBRE LA CONFUSIÓN

Como siempre, las preocupaciones y los intereses de Clément Rosset son estimulantes, más de lo que son sus propias ideas. Consideremos uno de sus argumentos, que extraigo de Le Monde et ses remèdes. (París, 2000.) Espero no confundirme.

Rosset empieza por afirmar que lo dado (donné) –que algo se dé, que haya algo– es trágico; porque la esencia de lo trágico es no ser previsible. La afirmación tiene un lado razonable –que cuando decimos que los hechos acontecen admitimos que no somos responsables de ellos, que nos sobrevienen– y otro que no: porque lo trágico es justamente lo contrario de lo funesto. Justamente lo trágico resulta inquietante puesto que participa de las dos condiciones: es previsible (puede suceder, sucederá) e imprevisible (no sabemos qué y cómo sucederá), de ahí que la tragedia a menudo aparezca asociada a la muerte.

En cualquier caso, según Rosset, lo dado pertenece a una serie que no es la del sujeto que lo experimenta. La intersección de las series (lo que pasa y lo que nos pasa, diría mi compadre Miguel Morey, haciendo teoría por medio de una variación de un asunto caro a Deleuze) produce un acontecimiento. Sé que hay algo (que “haber” significa “ser”, que lo que es, es real y que no depende de mí) porque ese hecho pertenece a una serie distinta de la serie de los hechos que me constituyen como sujeto consciente. La consciencia, por consiguiente, también tiene algo de trágico, puesto que no puedo explicar de dónde me viene ni por qué la tengo; y es tan inexplicable como la realidad del mundo.

(El mismo misterio rodea al yo y al pensamiento en general.)

Y, al mismo tiempo, la consciencia es insoslayable puesto que no puedo dejar de pensar, salvo –como propone Rosset machaconamente en todos sus libros–: cuando sueño, cuando estoy borracho o bajo los efectos de la manía del artista y cuando estoy enamorado.

(Ah sí: podría añadirse que en el enamoramiento la cosa empeora porque, enamorado, estoy borracho y sueño al mismo tiempo.)

Y, tras esta opinión del otro viene aquí mi escolio: estos tres estados comparten un agente: la confusión. Son tres confusiones, pero todas se parecen. En el sueño desaparece la distinción entre sujeto y objeto, es decir que sujeto y objeto se confunden, experiencia que el sujeto siente como delirio. En la borrachera se disipa la diferencia entre lo real y su representación. El borracho niega su estado y afirma que el delirio parece afectar al objeto. Y en el enamoramiento…

(Mejor no recordarlo)

pongo lo que deseo en el lugar de lo que hay y todo sucede como si el objeto amoroso cambiara las pìezas de lugar con el solo propósito de enloquecernos.

Confundidos estamos y sin embargo, según asegura Rosset, en estos tres estados se consigue trascender la presencia de las cosas y los entes que me traen la certeza de mi consciencia y en cambio me es revelada su naturaleza, que es nada. O sea, que la confusión nos proporciona ese ansiado momento de la verdad, lo cual es una sublime paradoja (a menos que el argumento sea una sublime estupidez). ¿Cuál es entonces el estado que permite acceder a la conclusión (y a la lucidez); es decir, a identificar que en la mayor confusión está la verdad más precisa? Porque, ¿cómo alcanza Rosset la lucidez desde la que reflexiona? ¿Emborrachándose, hurgando entre sus sueños, penando a causa del amor? La serena consciencia de la nada –diría un budista, sin necesidad de leer a Schopenhauer– debería permitirnos la liberación y así, libres de una falsa consciencia, alcanzar el Nirvana. En cambio, nuestra experiencia demuestra que los estados de la lucidez de Rosset son todo lo contrario de la felicidad: la borrachera al final se pasa y trae resaca; los sueños nunca se cumplen y lo que nos pasa en el amor, sobre todo cuando se acaba, mejor olvidarlo.

No vaya a ser que lo verdaderamente trágico sea la manera de pensar de Rosset.

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