Vinicius de Moraes fue un poeta menor, pero a veces incluso un poeta menor puede alcanzar la precisión de la saeta:
A vida é a arte do encontro, embora haja tanto desencontro pela vida.
Vamos por ahí como la Gradisca y el joven Federico Fellini en la plaza de Rimini (Cfr. una escena memorable de Amarcord), desencontrándonos. Pero afortunadamente eso no sucede siempre.
¿A qué llamamos encuentro? Puesto que las trayectorias de los cuerpos no son previsibles –¿no se dice acaso que en la materia no hay orden sino caos y sinrazón?–, todo encuentro tiene algo de casual, por mucho que en virtud de nuestra humana voluntad de sentido le atribuimos una causalidad o lo seguimos de una razón consecuente. Ahora bien, también decimos que “vamos al encuentro”. Encontrarse, pues, si en ello media una intención, es algo muy distinto del encuentro. Cuando Vinicius se refiere a la vida como un “arte del encuentro”, alude a esa intención. Vamos al encuentro de un objeto de deseo, de la muerte, del destino (lo que es un tópico), del amigo o del enemigo, etcétera.; pero este “ir al encuentro” ya no se corresponde con el desencuentro. Se trata de circunstancias de naturaleza distinta. Vinicius cruza los dos sentidos, enlaza la voluntad de encontrarse con la desgracia del desencuentro, como si los hechos respondiesen a una lógica que es, por decirlo así, poética.
Federico busca cruzarse con la Gradisca, la busca por las sendas abiertas en la plaza, que está cubierta por una gruesa capa de nieve, pero por mucho que lo intenta, la casualidad buscada fracasa. Algo o alguien ha dispuesto que ese encuentro deseado nunca tenga lugar y que esas dos vidas tengan que desencontrarse, del mismo modo que está previsto que Federico solo pueda encontrarse con la Gradisca por azar, que entre él y ella solo pueda haber un desencuentro, lo que para él es una desgracia y, en cambio, para nosotros una recompensa, porque ya nunca olvidaremos la escena, que tanto se parece a la vida misma.
De eso (y de muchas cosas más) habla Vinicius.