ICONOS

Lo más sugestivo de un icono –nada que ver con lo que los semiotas dicen que constituye la llamada “cultura icónica”, los iconos de masas, las celebrities, o las señales de tráfico, bla-bla– es que, pese a que el icono es una imagen

(Pero, ¿es en verdad una imagen?)

para cumplir con su función icónica, ha de ser objeto de adoración. No hay icono sin adoración del icono. La adoración de una imagen y no la imagen icónica es el asunto que discuten a muerte iconoclastas e iconódulos; y, de hecho, lo que llamamos  “adoración” es un acto muy específico y distinto que no resulta fácil definir; porque no es “admirar”, ni “mirar con deleite”, ni “apreciar”, ni “tener en gran estima”, ni siquiera es esa vulgaridad que se escucha y se intercambia por doquier y que casi siempre es una afirmación falsa: “Te adoro”. La adoración es lo que constituye, lo que «hace» que el icono sea en verdad icónico.

Ahora bien, sucede que el secreto de la adoración, lo que esta sea, no está en la acción de adorar sino que está encerrado en lo único que puede ser objeto de adoración: el icono. Pero ¿qué es un icono si no media adoración? Me apoyo en un teórico de apellido hugonote o quizás judío (Besançon) para explicar algunas cosas acerca del icono.

Pese a que, en principio, lo único que debería ser objeto de adoración es la figura de Dios, lo cierto es que los primeros iconos no son de Cristo sino de los estilitas, los santones del desierto que eran considerados como las “formas terrestres de los ángeles”. Sus iconos, sin embargo, no los representan ni los imitan, sino que dan forma a sus prototipos, es decir, a la idea teológica que los define. Así pues, no prestan atención a su cuerpo (no son iconos publicitarios) sino a su rostro, mejor dicho, a su semblante, que es prosopón, la máscara que trasluce el espíritu; y del rostro, reproducen sobre todo la mirada, como los asombrosos retratos de Al-Fayum.

En los iconos la naturaleza está estilizada: lo que ves en ellos no está sujeto a la gravedad y la luz que irradian no arroja sombra. Su realismo es casi hiperrealismo y, lo mismo que los trampantojos, trazan una perspectiva invertida para que lo que se oculta en su interior alcance el ojo del espectador. El icono es, pues, una especie de bisagra o de gozne que comunica con algo trascendente.

El propósito del icono es encarnar el verbo divino en una plancha de madera de tal modo que la plancha sea como la superficie de un espejo; y, como ésta (que nunca se ve), hará que la mirada se dirija hacia lo que la representación tiene detrás, lo que asoma tras ella. Ahora bien, el icono por si mismo no genera este efecto e inútil es mirarlo como imagen porque no es una imagen, sino unprototipo cuya naturaleza propia solo se manifiesta a través de la oración. La oración permite ver el icono; mejor dicho, se ve lo que hay detrás de él y funciona, pues, como un pase mágico. Y, como lo que se oculta

(¿Se oculta o se muestra?)

es siempre lo mismo, el icono no cambia, de ahí que el arte de Oriente, en tanto que representación, parezca siempre el mismo, a diferencia de lo que sucede con el arte occidental, que vive en constante cambio. Se da la paradoja que el arte que pretende ser más fiel a la sustancia divina, el más auténtico, resulta ser el más fácil de falsificar; y en cambio la idea de originalidad y de novedad en el arte tiene su fundamento en la manera en que Occidente trata el icono como imagen.

Tiene razón pues Alain Besançon: para el arte bizantino, una vez dada la imagen icónica de Dios, no hace falta representar nada más. Por lo tanto, en Bizancio cabe encontrar el verdadero comienzo de la abstracción, un “arte” que puede ser valorado o apreciado pero que no tiene sentido alguno adorar.

La tradición occidental trata la obra de arte que varía como objeto del culto y en cambio deja los iconos para los museos; y, por otro lado, pone el verbo “adorar” fuera de su contexto original y lo convierte en el nombre de un sentimiento inexplicable que nos une a los rostros y a su expresión hasta el punto que los guardamos a veces en unas imágenes –retratos, fotografías, estampas– a los que atribuimos una función icónica pero sin oración mediante y sin que podamos establecerles valor cultual alguno. Con harta frecuencia adoramos estos «iconos» guardados en imágenes, pese a que no hay nada detrás de ellas sino cuando mucho los vagos sentimientos de adoración que nos unen a ellas.

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