ESPERANZA

La ciencia es aquella parte de la vocación de saber cuya recompensa me deja a veces insatisfecho. El conocimiento científico es incomparable cuando se trata de resolver problemas prácticos que, en última instancia, casi siempre son resueltos por medio de alguna técnica. Nunca ha habido ciencia sin técnica, así que no tiene sentido hablar de la una prescindiendo de la otra; y, por otra parte, siempre ha habido alguna especie de desesperación que ni la ciencia ni la técnica han conseguido paliar; y no digamos la tragedia personal, que se cumple inexorablemente en la vida de muchos científicos con la misma crudeza que en la vida de las personas corrientes. Pienso en el caso de Alan Turing, por ejemplo.

Quizá por eso, aunque la ciencia ofrece respuestas alternativas a los mitos no nos inhibe de mantener la esperanza de Dios, lo que explica que haya científicos creyentes y que la ciencia no nos ponga a cubierto de la desgracia.

(Como todas las esperanzas)

Sorprende comprobar que lo mismo pensaba hace dos milenios, Diógenes Laercio. Véase esta cita que extraigo de un libro de Hans Blumenberg:

Mejor sería adherirse al mito de la existencia de los dioses que convertirse en esclavo de la necesidad de físicos; pues ese mito deja lugar a la esperanza de elevación por los dioses como recompensa por el honor a ellos rendido; esta necesidad, en cambio, es implacable. (Diógenes Laercio X, 134, Carta a Meneceo. Cit. Blumenberg, El mito, 112).

A veces es preferible vivir en el error (como aconsejaba Tiresias al desdichado Edipo) que permanecer del lado de una verdad que, como es limitada y perecedera, nunca consigue emanciparnos de la necesidad –implacable, advierte D. Laercio– de un Dios mayor en cuyos brazos preferiríamos refugiarnos.

Y a veces, también, sufro no por sentirme abandonado por los dioses sino por haber sido torpe y trivial e incapaz de creer en ellos.

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