EL DIVINO GORGIAS

Lo que llamamos “estética” si tuvo en verdad, un comienzo, no empieza por la pregunta por la esencia de lo bello, ni siquiera por un económico “qué es la belleza” sino por el reconocimiento de la enorme complejidad de la relación que nos une a ella. Dicho reconocimiento comienza siendo experiencial y solo más tarde se convierte en un programa teórico, más exactamente, aporético, como se plantea la cuestión de lo bello en Hipias mayor.

Ahora bien, ningún texto antiguo formula de manera más clara la riquísima complejidad de la relación con un objeto o con un discurso que suscita la impresión de belleza y al tiempo acierta a marcar un contexto, un enjeu para esa experiencia, como el Encomio de Helena de Gorgias, razón por la cual cabe hablar de esta pieza maravillosa como del primer texto estético (es decir, de estética) por antonomasia.

Como es habitual que suceda con casi toda la literatura antigua, ninguna de las referencias comunes que nos permiten tomar posición delante de un texto están disponibles. No conocemos casi nada de su autor, más allá de los comentarios de otros autores que a su vez solo han sabido de él por oídas o por otros autores. El texto nos ha llegado en alguna copia medieval y a menudo traducida del árabe. El Encomio figura como fragmento 82 B 11 en la conocida recopilación de Diels-Kranz (II, 288-294), comentada por Untersteiner (II. pp. 88-112). No sabemos en qué contexto fue escrito o para qué función fue concebido, lo que es decisivo cuando se trata de comprender el sentido último de la pieza: ¿A qué género atribuirlo? ¿Es un ejercicio de estilo del tipo de los que se empleaban para formar a los estudiantes en las escuelas de retórica? ¿Es un ejemplo escrito por el propio Gorgias con objeto de ilustrar las artes de la persuasión o ha sido pensado para ejemplificar cómo se ha de componer un panegírico a propósito de un personaje de fábula? ¿O es simplemente –como a mí mismo me gustaría suponer– el divertimento de un hombre de extraordinaria inteligencia? Todas las respuestas posibles a estas preguntas son conjeturas como lo son, por otra parte, las posibles interpretaciones de un texto que, como se comprueba enseguida de leerlo, está fuertemente implicado con (o imbricado en) su dispositio discursiva. Para colmo, como ocurre siempre con las llamadas lenguas muertas y incluso con algunas lenguas que no están muertas pero que nos resultan exóticas, como el árabe, carecemos del juego de lenguaje que permitiría apresar sin ambigüedad el sentido de algunas frases cruciales.

Sólo contamos con tres certezas:

a) que se trata de un texto atribuido a Gorgias;
b) que está evidentemente concebido como modelo argumentativo; y
c) que desmiente de modo tajante la versión que nos legó Platón sobre la sofística como un oficio de charlatanes y falsarios. Si el autor del Encomio, haya sido o no Gorgias, es un falsario, entonces es un caso manifiesto de falsario autoconsciente y confeso, lo que desmiente la propia condición reputada al autor.

El Encomio, como puede comprobarse en el Apéndice, contiene una concisa argumentación pensada para rebatir la mala reputación de Helena, habida cuenta de que Helena figuraba entre los griegos en parte como el paradigma de la belleza femenina, pero sobre todo como la muestra cabal de un tipo de perfidia y deslealtad como la que, en la imaginación masculina, solo es capaz de ejecutar una mujer. La empresa emprendida por el sofista es pues de considerable envergadura: no se trata tan solo de rehabilitar a un personaje condenado por la opinión y la cultura de su época por haber cometido adulterio sino de rebatir una creencia, una idea vigente o un prejuicio, demostrando además que tanto la reputación de Helena como su rehabilitación a través de un panegírico son un puro efecto del discurso. Se diría que Gorgias se propone producir una pieza del género epidíctico partiendo de los valores consagrados en la polis. El texto, pues, da cabal testimonio de ellos, pero precisamente para subvertirlos.

El ingenio de Gorgias se deja ver ya desde un comienzo, en la elección misma del personaje que se propone rehabilitar. Nótese que Helena nunca existió, Helena es el producto de una ficción poética, una figura imaginaria y, como todos los personajes de la ficción, goza de una doble condición: la de ser verdadera y ficticia al mismo tiempo. La condición doble de Helena, que se atribuye en el imaginario masculino a la naturaleza femenina, ha sido sagazmente apuntada por Barbara Cassin en su abrumadora thèse d’État sobre la sofística: L’Effet sophistique, París, 1995, p. 75, donde Cassin la considera un plasma, una ficción lanzada al mundo, y la asocia con una “aventura del lenguaje”, así como en otro excelente comentario del Encomio, en una tesis doctoral convertida en libro y obra también de una mujer (cfr. Neus Galí, Poesía silenciosa, pintura que habla, Barcelona, 1999), 182-206).

De este modo, tanto la falta reclamada como la acusada de cometerla son obras de la imaginación. Por consiguiente, imaginaria deberá ser su probable rehabilitación por obra del sofista; e imaginaria y doble la rehabilitación. Así pues, Gorgias consigue en su Encomio revalidar la figura de Helena, injustamente condenada, y por añadidura acreditar el poder del discurso.

La duplicidad de la estrategia argumentativa del sofista refleja, por otro lado, la duplicidad de Helena. En efecto, Helena posee muchos atributos dobles ya que, según se apunta en el texto, es hija de inmortal y de hombre, es mujer de dos maridos, así como es griega tanto como troyana e, igual que el φἄρμὰκόν, sus artes son dobles pues hechiza para bien con las mismas artes que emplea para traer la desgracia. La condición doble de Helena permite pensar que, por su propia naturaleza, el personaje ha sido concebido para tematizar lo inaferrable, todo lo que es indeterminado o esencialmente ambivalente. Helena está para mostrar que ningún producto del discurso puede ser sometido sin ambigüedad o contradicción. Y, de hecho, el propio Homero sugiere que quizá Helena no fue raptada por Paris sino que quizás dejó de buen grado a Menelao. (Véase Ilíada, canto III.)

Por consiguiente, Helena es escogida por el sofista como ejemplo de la natural ambigüedad de los productos discursivos (y de las mujeres): es la más culpable y la más inocente; por lo tanto, su figura es la ocasión para una típica “alternativa” –pensada al estilo de Kierkegaard–, donde nada puede resolverse. Merece la pena citar aquí la formulación de la irresoluble alternativa kierkegaardiana:

Si te casas, te arrepentirás; si no te casas, también te arrepentirás. Te cases o no te cases, lo mismo te arrepentirás. Tanto si te casas como si no te casas, te arrepentirás igualmente. Si te ríes de las locuras del mundo, lo sentirás; si las lloras, también lo sentirás. Las rías o las llores, lo mismo lo sentirás. Tanto si las ríes como si las lloras, lo sentirás igualmente. Si te fías de una muchacha (!), lo lamentarás; si no te fías también lo lamentarás. Te fíes o no te fíes, lo mismo lo lamentarás. Tanto si te fías como si no te fías, lo lamentarás igualmente. Si te ahorcas, te pesará; si no te ahorcas, también te pesará. Te ahorques o no te ahorques, lo mismo te pesará. Tanto si te ahorcas como si no te ahorcas, te pesará igualmente.

Este es, señores, el resumen de toda la sabiduría de la vida.
(Diapsálmata. El erotismo musical pp. 82-83.

Solo cabe, pues, practicar sobre ella una aproximación irónica. El Encomio de Helena sería un ejemplo de aproximación irónica indeterminada, no menos doble que su tema o su motivo que, por una parte, declara un propósito edificante y, por otra, se descalifica a sí mismo como juego de palabra. La indeterminación moral de Helena expresa una indeterminación ontológica que cabe a todos los personajes de ficción y que se corresponde con la anomia moral de la argumentación sofística. En un sentido evidente, Helena no puede ser, porque no puede ser al mismo tiempo puta y virtuosa, es decir, que solo puede concebirse como ficción y por ficción argumentativa redimirse.

(Resulta curioso que a menudo las mujeres no consigan comprender que esta disyuntiva es excluyente, que no es posible ser una puta y al mismo tiempo una señora de virtud probada y reconocida.)

Pero sería una torpe lectura admitir que el propósito de Gorgias ha sido simplemente trazar en el aire un arabesco compuesto por palabras acerca de un personaje que nunca existió. El Encomio es un caso de δισσοι λογοι, un típico discurso doble donde como mínimo se exponen dos opiniones a la manera de Protágoras y donde, además, se juega con la imposible homologación de sentido y referencia.

Gorgias acomete la rehabilitación de Helena con el consabido argumento de las tres causas. Si abandonó a su marido sólo puede haber sido:

a) Por haber obrado según el mandato de la necesidad y de los dioses.
b) Por haber sido raptada.
c) Por haber sido seducida por las bellas palabras o por la visión del bello Paris.

Cualquiera que sea la causa invocada, Gorgias asegura que Helena obró por la fuerza (de la necesidad o de los dioses, de un hombre, de la seducción). No es ella quien debe ser inculpada sino aquél que la hizo obrar contra su voluntad. En todos los casos es el discurso y sobre todo su mágico poder de producir ilusión el que debe ser responsabilizado de los males acaecidos por la conducta de Helena.

Más exactamente, es la capacidad de persuasión del logos (πειζο) la razón y la causa de esa conducta. Ilusión y persuasión son la verdadera fuerza de las palabras, y éstas, inductoras directas de la acción.

Que un discurso pueda operar como causa de una acción o de una conducta es, en alguna medida, el verdadero meollo de la argumentación de Gorgias y, en definitiva, su fuerza performativa. Empleo aquí el anglicismo performativa, mala traducción –lamentablemente consagrada– de la dimensión realizativa del discurso según la conocida fórmula de John Austin que distingue entre las dos inevitables dimensiones del lenguaje: la función constative, cuando el discurso solo sirve para “hacer constar que”; y la función performative, cuando el discurso modifica el contexto de la enunciación por efecto de las palabras. (Cfr. John L. Austin, Cómo hacer cosas con palabras, (Buenos Aires, 1982). Un discurso hechizante como el que, supuestamente, sedujo a Helena sería un caso típico de lo que Austin denomina Speech Act, que también ha sido traducido torpemente como “acto de habla” cuando en realidad se trata de “acto (o acción) discursivo” que se manifiesta como ese arte de la persuasión y del engaño que se emplea en seducir en el marco de un lance erótico. En apoyo de su reducción de la función discursiva a la dimensión “performativa”, trae Gorgias como ejemplo el modo como solemos usar las palabras: para consolar a alguien por un duelo, para asustar, para infundir compasión, para hacer reír, para producir la apariencia; y la compara con los aprestos de un ejército en la inminencia de la batalla. En efecto, la formación de un ejército en combate, la sola disposición gestual a combatir, tiene el propósito de infundir miedo en las huestes del enemigo. Las palabras generan efectos comparables a los de las imágenes e, igual que hacen los pintores, producen “a los ojos una enfermedad llena de placer”. (Galí traduce “dulce enfermedad” para sostener el paralelismo simonídeo entre pintura y poesía, en los términos de un efecto estético, tesis central en el argumento de su trabajo.

Independientemente de la intención sofística –sea ésta principal o secundaria– de reducir toda la utilidad del discurso a una técnica cuyo objeto es la producción de la apariencia, lo que interesa aquí es la apreciación del sentido por analogía con una enfermedad; y, como sombra alusiva de un efecto estético, la presencia del placer. La imagen, tanto como la palabra, tiene el poder de suscitar anhelo, desesperanza, temor, apetito o ensoñación. Lo estético comparece pues, en primer lugar, como efecto; y, en segundo lugar, como placer; y, como vehículo de ambos, efecto (performance) y placer, opera exclusivamente la palabra: porque lo más relevante del Encomio no está en la consabida apología de la apariencia icónica que la tradición y la leyenda negra concebida por Platón atribuyen a los sofistas. Gorgias no trata tanto de interpretar la seducción del lenguaje en función de la fascinación por la imagen sino al revés: procura mostrar que más fuerte es el poder de las palabras que la seducción/ilusión que producen las imágenes. Más que afirmar el tópico repetido (“Una imagen vale más que mil palabras”) viene a defender lo contrario, que una imagen sin palabras es insignificante, como por otra parte puede comprobar cualquiera que apague el sonido del televisor. Que unas se valen, en verdad, de un recurso que ya está presente y efectivo en las palabras. Nada más logocéntrico, pues, nada más exculpatorio para Helena y para nosotros, en tanto que somos seres de lenguaje. Razón de más para reconocer que el Encomio posee una inusitada, sorprendente actualidad.

Estamos hechos de palabras –esta era, en alguna medida, la gran revolución traída a la sociedad griega por los sofistas–; así pues, cuando Gorgias afirma que:

La misma relación hay entre poder del discurso y disposición del alma que la que hay entre disposición [dispositivo, táxis] de drogas y naturaleza de los cuerpos: igual que tal droga hace que tal humor salga del cuerpo y que unas hagan cesar la enfermedad y las otras la vida, así, entre los discursos, algunos apenan, otros encantan, dan miedo, excitan al auditorio y algunos otros, en virtud de una mala persuasión, drogan el alma y la hechizan.

lo que hace es explicar la naturaleza de la relación estética como comunidad entre cierta condición subjetiva y la disposición de cada individuo a dejarse afectar por ésta. Somos víctimas de la seducción de las palabras porque participamos de su misma naturaleza. ¿Qué otra cosa es este Encomio sino un modo de ejemplificar el “efecto estético” al que de forma subliminal alude el sofista con su idea de una “enfermedad llena de placer”? Solo conseguiremos percibir el efecto de las palabras si nosotros mismos, al leer a Gorgias, nos dejamos convencer por él. Por consiguiente, más que una demostración por razonamiento, el Encomio es la exposición minuciosa de una tesis ostensiva, la expresión de aquello que se trata de postular.

Y esto mismo estaba ya pensado y resuelto en el comienzo mismo de nuestra tradición.

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