DIFICULTAD

Más que la explicación, muchas veces enrevesada y abstrusa, sobre el significado original de “belleza” –término de identificación profesional, fórmula dictada por convención o etiqueta que nombra la conjura de los estetas–, la pregunta necesaria en relación con el origen de la estética como ámbito o esfera del pensamiento filosófico, debería ser: “¿Cómo es que ha habido –hubo alguna vez– algo así como lo bello?”, trátese o no de lo bello en sí, sea o no la belleza algo trascendente a los sentidos. La belleza, su significado y su naturaleza, es lo que suele identificarse como asunto central de la estética aunque, como es bien sabido, la disciplina filosófica reconoció desde su origen en el siglo XVIII muchas otras “experiencias estéticas” que nada tienen en común con la experiencia de la belleza: lo sublime, lo pintoresco, lo grotesco. Si somos leales a la condición discursiva de la reflexión filosófica tenemos que aceptar que aquí está, en verdad, el interrogante; y no tanto en las acostumbradas desviaciones discursivas de los filosofantes: “la esencia de lo bello”, “el fundamento de lo bello en sí”, “la belleza pura” y demás hipérboles generadoras de cháchara.

El solo hecho de que un objeto pueda ser determinado de manera tan contraproducente, por lo indeterminado de la determinación (bello), debería ser el único motivo de reflexión. Se supone que si estamos en condiciones de responder a la pregunta por la belleza en sí, estamos también preparados para dar cuenta de qué es lo bello; pero, como se comprueba a lo largo de la historia de la filosofía, no solo no ha sido posible establecer ninguna esencia de la belleza sino que menos aún se observa acuerdo sobre qué pueda ser lo bello en sí; y, en cambio, lo que en verdad es relevante en la cuestión –la oscura naturaleza de la predicación– sigue escandalosamente afirmada en cada circunstancia en que nuestra experiencia ordinaria nos pone delante de algo que nos atrae de manera inexplicable. Como ya se sabe, ser es la constatación –o sinónimo– del haber de algo. Lo bello es (ὲστίν), hay lo bello, haciendo salvedad de las farragosas discusiones metafísicas sobre la función atributiva que suelen ser invocadas a la hora de interpretar esta palabra. Que haya bello o que lo bello sea, o que el mero hecho de ser (de haber) ente sea algo bello. Si hemos de admitir la centralidad de la pregunta por el ser que, según recuerda una y otra vez Martin Heidegger, es una cuestión olvidada en la filosofía de lo ente (το όν), entonces habría que proponer como problema central de la estética que (sea) haya bello. ¿Cómo se debe interpretar esa pregunta? No en el sentido de una pregunta por “el ser de lo bello” (típico pleonasmo de vaga referencia escolástica), a veces precedida por el característico “¿Qué es…?” contra el que justamente protestaba el racionalismo crítico de Karl Popper, quien consideraba que toda fórmula planteada en términos de “Qué es…?” deriva en disparate. (Recojo la referencia de David J. Edmonds y John A. Eidinow, El atizador de Wittgenstein: Una jugada incompleta, (Barcelona: Península, 2001) y debía ser sustituida por una simple interrogación ostensiva, de facto, una requisitoria trascendental: cómo es posible, cómo es que la belleza se hace manifiesta, atendible, relevante para la consciencia, cómo acontece el estado de la consciencia que se reconoce en (o delante) de lo bello y se distingue de los demás estados conscientes.

En Hipias Mayor Platón deja formulada esta cuestión como aporía, es decir, la deja sin resolver, a título de una dificultad. Precisamente, la diferencia de enfoque en cuanto al elemento estético de la belleza comienza cuando se descubre que resulta más interesante reflexionar sobre el contenido de la dificultad de lo bello que sobre cualquier solución referida a su imaginada naturaleza esencial. En Hipias mayor, por cierto, tematizar, a modo de colofón, dicha dificultad, es mucho más sugestivo que relacionar la cuestión de la belleza en sí (το καλόν ἕν αυτό) con los esbozos o prolegómenos del modelo idealista.

Digámoslo a título de petitio principii: la estética, cuando menos como vocabulario, no empieza en la pregunta sobre la naturaleza o el origen de lo bello sino en la constatación de lo difícil que resulta explicarlo. Difícil es lo bello porque difícil resulta determinar en qué consiste esa experiencia toda vez que, para entregarse de lleno a ella, hay que abandonar toda esperanza de reducirla al pensamiento; es decir, de conocerla, describirla y, si acaso, de dar de ella una definición razonable. Lo bello es –Hegel advertirá esto muchos siglos más tarde– un indefinible, un término primitivo –por llamarlo así– de la estética como disciplina.

Yo me dediqué a la estética por casualidad. Aunque quizá este derrotero no haya sido tan casual como ahora me parece porque la verdad es que siempre me he dejado atrapar por las cosas y las personas bellas y, por otro lado, siempre he experimentado un extraño e irresistible amor por la dificultad.

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