SOBRE W.G. SEBALD

Una rara convergencia de opiniones se produce cada tanto en torno a la figura y la obra de un escritor. Digo rara porque ya sabemos que en nuestra época mediática ninguna unanimidad de opinión es posible. Casi nadie escapa al flujo de las comunicaciones de masas que ordenan nuestras ideas y construyen todo lo que vemos a nuestro alrededor.

Desde hace ya algunos años la obra de J.G. Sebald concita una atención inusitada que se reanima al tomar contacto con sus libros, que por razones inexplicables sus editores se empeñan en denominar “novelas”, pese a que no tienen trama ni personajes relevantes, no representan ninguna acción y, por añadidura, ni siquiera son narrativos, en un sentido cabal del término. Es decir, no cuentan nada. En torno a Sebald se articula un gusto, cosa que es también rara en esta época caracterizada por no tener gusto en absoluto. (Y no me refiero al “buen” o “mal” gusto, sino a la preferencia en general que, de tan veleidosa y volátil acaba por hacerse trivial.) La literatura contemporánea carece de los atributos de las de antaño: no tiene estilo ni forma, no se orienta de acuerdo con cánones (pace las bravatas de Harold Bloom) y no produce grandes maestros a pesar de que casi no existen autores que no hayan sido premiados, galardonados, endiosados o peraltados de una u otra manera. Es posible que haya sido esta cualidad común a la literatura contemporánea lo que ha hecho de Sebald un autor –¿cómo llamarlo?– estratégico, porque este hombre sombrío no tiene estilo ni referencia literaria. Fue un desarraigado, no muy diferente de los personajes oscuros que retrata en su libro Los emigrados. Un alemán que vivió medio enclaustrado como profesor de letras en la ciudad menos literaria que pueda imaginarse. Sólo una sospecha (una sospecha que me tiene sin cuidado y por eso no tengo la menor intención de comprobarla) me hace pensar que su desarraigo se debe a que quizá haya sido judío. Lo cual confirmaría la impresión de extraterritorialidad que dan sus escritos.

Una observación secundaria encontrada en uno de sus textos me inclina a suponer que Sebald, en efecto, era judío. En un momento dado, tras visitar una tumba, dice “haber colocado sobre la lápida una piedra, según la costumbre”, cuando sólo los judíos suelen colocar piedras sobre las tumbas como homenaje a sus difuntos.

Por lo demás, como buen emigrado, Sebald escribe (describe) textos del desarraigo y lo hace además en forma desentrañada. Su “voz narrativa” no tiene propósito ni esperanza. Cualquier motivo lo induce a escribir: una experiencia amorosa de Stendhal reconstruida como Thomas de Quincey recrea los últimos días de Immanuel Kant, el encuentro con un propietario en una casa de alquiler o el paradero de un oficial inglés en la India colonial es recreado a partir de la descripción del paisaje desolado del sudeste de Inglaterra. El motivo de Los anillos de Saturno es el viaje innominado del escritor, a pie, tras un desengaño sentimental. Y en Vértigo la ocasión literaria la produce una suerte de huida maníaca para escapar de un estado de depresión. Finalmente, Austerlitz es la trama del desarraigo absoluto de un niño adoptado.

Un rasgo notable de sus libros es la prosa descarnada y escueta y las invocaciones poéticas, que son puramente protocolarias, lo que configura una manera inusual del tratamiento de la ficción; porque no parece haber nada ficticio en los textos donde se reproducen imágenes a menudo intrascendentes o siniestras referidas a mundos perdidos que su prosa reproduce sin evocación alguna. Cada una de tales imágenes funciona como una vaga ilustración del texto, pero sólo para confirmar que la intrascendencia de lo escrito tiene su correlato y convalidación en la banalidad del motivo. Por otro lado, las imágenes intercaladas o bien sólo sirven para resaltar la distancia que separa la ilustración de lo que se describe, o son fotografías que circulan por el texto como espectros. La prosa misma de Sebald bien podría ser calificada de espectral, si no fuera que este adjetivo siempre me ha parecido que apesta a romanticismo barato.

A veces la escritura de Sebald topa con circunstancias maravillosas, encontradas al azar: en el vano de una puerta, o en una fábrica abandonada, en una página secundaria de un periódico de provincias, o en el invierno de Manchester, ciudad a la que vuelve una y otra vez como un alma que no sabe (o no puede) escapar de su Purgatorio.

En un sentido quizá demasiado terminante, se diría que Sebald es un tanto necrofílico, pero su necrofilia –si existe– no es convencional. No consiste en la exaltación sino en la referencia literal o metafórica de la muerte, que es constante, repetida, obsesiva, igual que sucede en Thomas Bernhardt o en Samuel Beckett. Una referencia a la muerte que es permanente pero no fatal.

¿Cuál es la razón de la actualidad de Sebald? ¿Qué oscura afinidad se esconde en estos libros y funda el encanto (la palabra es a todas luces inadecuada) que rodea la experiencia de leerlo? Creo que, en primer lugar está su prosa en sí, totalmente ajena a lo novelesco y, precisamente por ello, demostrativa de un espíritu de nuestro tiempo que es más cinematográfico que literario (pese a los éxitos de los pastiches de Umberto Eco y Arturo Pérez Reverte). En segundo lugar, Sebald es el perfecto parásito de vidas ajenas, justamente cuando más parece que explota la vida propia. Contra la mala influencia del romanticismo y la escritura femenina en la literatura de hoy. En esto intenta emular a Nabokov. Convoca la vida de otros seres marginales como él mismo para reconstruir cada detalle de su intimidad insignificante o monstruosa.

La humillación, la pasión desmerecida o la exaltación de un momento vivido por otro y definitivamente perdido, es lo que alimenta su literatura que, por otra parte, no sirve para rescatar nada. Sus textos no consiguen –ni tan siquiera se proponen– volver a la vida esos seres oscuros que refiere. Es verdad que todos los escritores son parásitos de las vidas de los demás, pero Sebald tiene la enorme diferencia de no ocultarlo. Liberado de la ficción y sin hacer concesiones al realismo y menos aún, al periodismo (lo que lo habría convertido en un escribiente presuntuoso semejante a la legión de periodistas autoconvocados a la práctica de la literatura de ficción), Sebald libera al lector de los compromisos que impone el contrato literario. No siente necesidad alguna de dar fe de que lo leído sea verosímil, de que la escritura habla de nosotros y del mundo del que somos partícipes.

Por otra parte, Sebald es un escritor para escritores. Siempre ha habido artistas así. Músicos como Eric Satie o Anton Brückner o Hermeto Pascoal, maestros del color y del matiz, como Paul Klee o extravagantes cineastas como Jean-Luc Godard; y, lo mismo que en la obra de estos, su cualidad no radica en el objeto que trabaja y tampoco en la exposición de un rasgo de genialidad. Cosa natural y hasta obvia, porque los genios no existen fuera de sus obras geniales; es más, sólo perduran como genios en nuestras memorias porque sus obras son inolvidables o inagotables. Y puesto que no es un genio, Sebald demuestra lo buen artesano que es: el lector reconoce en todo momento el procedimiento que emplea para confeccionar sus textos, la fuente de sus ocurrencias, sus asociaciones y motivos, el instrumental y los trucos, como ocurre con esos magos que hacen gala de mostrar su superioridad como prestidigitadores poniendo a la vista de su público los trucos que emplean. La intención probable, naturalmente, no es pasar como un mago presumido sino más bien mostrarle al lector que la materia literaria está todo el tiempo allí, muy cerca de él y que sólo basta con saber (o aprender a) mirarla para reproducirla.

Otro rasgo característico de los libros de Sebald es que su escritura está en constante referencia con sus númenes literarios. Un hilo sutil unifica las historias de Los emigrados: el haberse cruzado alguna vez con Vladimir Nabokov. Pero como Nabokov están Borges, Kafka, Bernhard… Quizá aquí cabe encontrar la razón última de la repentina fama de este escritor tan poco vanidoso. El arte tiene una vertiente mundana que no puede desentrañarse de su ejercicio. Esto lo sabe todo el mundo: lo saben los artistas tanto como el público que, en definitiva, alimenta su vanidad y a la industria que vive a expensas de esta vanidad. Pero también es verdad que el arte conserva, pese a la mundanidad que le es inherente desde el comienzo de la época moderna, un resabio sacramental que se deja ver en el aura sagrada que despiden sus objetos y que no ha conseguido liquidar la poética del movimiento moderno. Y puesto que conserva algo de religioso, el arte promueve la comunión de los artistas que se reconocen entre sí por medio de sus obras. El arte concita una recompensa que anhelan la mayoría de los artistas pero vale, para unos pocos, como medio de consagración, como la ocasión de una experiencia que otros artistas verifican en una obra determinada. Quienes conocen esa experiencia enseguida la ven descrita por el lenguaje de otros con los que, sin pensarlo dos veces se confunden, como hacen los miembros de una cofradía secreta.