LA AUSENCIA

(En memoria de mi querida amiga y colaboradora en Las Nubes, Pepa Medina)

Una cosa está presente cuando de algún modo lo que es –en ella, como cosa– se manifiesta. ¿Pero qué quiere decir que “se manifiesta”? Las cosas no se manifiestan, solo las personas vivas lo hacen. Cuando decimos que algo se manifiesta queremos decir que se deja ver u oír o tocar, etcétera. Que se hace presente de alguna manera. Ser presente es ser como somos, física y espiritualmente. La manifestación como tal, por tanto, es entendida siempre como una presencia. Pero la presencia en sí no es tan evidente como parece. ¿Qué quiere decir que algo “está presente”? Que de eso presente hay un signo. Al signo de la presencia lo entendemos como presencia lisa y llana. No tenemos más remedio: menudo lío supondría explicar la diferencia entre la cosa y el signo. Nietzsche llama a esta licencia –no está claro que sea “poética”– fenomenalismo. Del fenómeno obtenemos solamente el signo, pero este detalle no lo tenemos en cuenta, sino que damos por cierto que el signo es la cosa. Condición necesaria y suficiente.

Bueno, no siempre, pero casi.

Ya. Pero es evidente que esta manera de razonar la experiencia, no solamente omite el signo sino que por otra parte es circular, pues si la manifestación de una cosa es su presencia, la presencia de una cosa es su manifestación. No hemos avanzado nada en la explicación de lo que ocurre. Pierce veía aquí la necesidad de un tercer elemento: así tendríamos la consciencia (que es un misterio), la cosa y el signo/manifestación. El por qué de la presencia de la cosa, el llamado principio de razón, es una pregunta ilegítima que no se debe plantear. Lo mismo atañe a la pregunta por la manifestación, pues bien podría ocurrir que la cosa estuviera presente sin manifestarse. Dios, por ejemplo, no se manifiesta jamás. Justamente es Dios porque no necesita manifestarse. Por consiguiente, la noción de una “manifestación” solo tiene sentido en el marco de una metafísica de corte platónico donde lo que hay se descompone entre un fenómeno y su contrario, siendo el fenómeno eso que no está pero que se manifiesta, es decir, se hace presente y lo otro (tiene que ser “otro” porque no tenemos signo propio de él) no está y no obstante también se hace presente: ¿pero cómo? ¿Será que hay dos maneras del hacerse presente? Es posible.

(No afirmo ni defiendo nada. Sigo un orden de pensamiento.)

Buena parte del pensamiento contemporáneo está dedicada a desmontar los supuestos de esta metafísica; paradójicamente, desde la perspectiva de un modo de ser que no consiste en hacerse presente (o manifestarse). Un pensamiento que se dice contrario a la metafísica de la presencia. ¿Podemos pensar en una cosa desde una perspectiva que no sea la de su presencia? ¿Puede haber un saber o consciencia de la ausencia de signo, por ejemplo, de algo que falta? En otras palabras, ¿cabe la idea de que hay dos modos de ser: la presencia y la ausencia; de que es posible tener de ambas condiciones alguna experiencia comparable? Naturalmente conocemos el primero de esos modos, a través de la consabida vía intuitiva o sensorial; y sabemos que conlleva una multitud de problemas. El segundo, la ausencia, no puede decirse en cambio que lo “conozcamos”; por una razón muy simple, porque no está, es algo que falta. Conocemos que falta. Si conocemos algo en esa “experiencia”, entonces es su ausencia. Pero no se trata de una ausencia… Es una presencia-ausencia. ¿Cómo?

Saber de una ausencia es algo muy extraño. Puede ser por mediación de un recuerdo, o de una visión, o de una especie de anhelo. Sobre todo si eso que falta no lo hemos experimentado nunca. ¿Cómo podemos saber de algo de lo que no sabemos? La filosofía suministra un buen número de “experiencias” subsidiarias que permiten imaginar un saber de lo que no hemos sabido nunca: precomprensión, anticipación, imaginación, etcétera, pero en su mayoría son variantes más menos racionalizadas de un argumento teológico propuesto en el siglo XI por Anselmo de Canterbury, es decir, de una célebre prueba de la existencia de Dios que, de paso, sirve para explicar cómo es posible la conversión del ateo (no la del pagano), que llega a la fe desde la no creencia, es decir, uno que llega a creer pese a que no ha tenido experiencia alguna de Dios. Anselmo de Canterbury enunció su argumento ontológico en el segundo capítulo de su Proslogion mediante un recurso que presupone la doctrina de las ideas: el necio sabe de Dios porque incluso para negar Su existencia ha de guardarlo dentro de sí como idea. Solo podemos suponer que, de acuerdo con este argumento, Dios está ya en él –es decir, está presente– como lo que falta. Dios es el único ente capaz de ser sin manifestarse, la matriz de una idea de sí mismo.

Sin embargo, aunque el argumento de Anselmo es famoso, no parece muy convincente.

Ha habido alguna variante contemporánea de este argumento. Por ejemplo, la del escritor que firma “Maurice Blanchot” que ha puesto en circulación el oxímoron «presencia-ausencia», justamente en el sentido de una experiencia de lo que falta. La falta de ser –esto es, nada– puede hacerse presente.

El tiempo de la ausencia de tiempo no es dialéctico. En él, lo
que aparece es que nada aparece, el ser que está en el fondo de
la ausencia de ser, que es cuando no hay nada, que ya no es
cuando hay algo: como si sólo hubiese seres por la pérdida del
ser, cuando el ser falta. La inversión, que en la ausencia de
tiempo nos remite constantemente a la presencia de la ausencia,
pero a esta presencia como ausencia, a la ausencia como afirma-
ción de sí misma, afirmación donde nada se afirma, donde nada
deja de afirmarse, en el hostigamiento de lo indefinido, no es un
movimiento dialéctico (Blanchot, El espacio literario, 25).

El propio Heidegger admitía este límite en Qué es metafísica (“la nada anonada”), pero –más prudente y lógico– no le atribuía manifestación alguna, lo que hubiera contrariado su esencia; se fijaba en cambio y con perspicacia en su efecto: la angustia que produce en el Dasein la muerte. Pero la angustia es un temple subjetivo, no una manifestación objetiva. No podría serlo: la muerte no es un hecho. (Wittgenstein) No hay “experiencia” de la muerte por muy claro que esté que todos morimos. Si nos resulta angustiosa es justamente porque se presenta sin manifestación. Un hecho que se puede pensar pero no representar.

(¿Está claro? Yo diría que lo único que está claro es que puedo morir o que fatalmente moriré, pero sobre todo porque otros individuos como yo se mueren todo el tiempo, o se han muerto. Sin embargo, esta consciencia de la muerte propia, por abismal que sea, no está jamás acompañada de certeza. Si fuera cierta sería insoportable. (Blanchot, El espacio literario, 82) Muy por lo contrario, nada me impide imaginarme inmortal. En realidad, aunque parezca paradójico, la creencia en la inmortalidad es de lo más razonable.)

La idea del mundo como la totalidad de los hechos nos lleva por fuerza a concluir que la muerte no es algo propio del mundo porque ella está fuera, de ella no hay memoria, es siempre lo noch nicht Sein (Bloch). En un aparente afán de escapar a la angustia, el tal Blanchot se refiere a la presencia-ausencia como un hacerse presente sin tiempo ni espacio; e insiste en que ha de haber experiencia de ella. Y deriva y se inventa una “experiencia” de lo que falta. Es fácil esta deriva, porque somos entes que deseamos y es habitual confundir el deseo de lo otro por el deseo de lo que falta.

¿Puede la nada ser en tanto que eso que falta?

Haz la prueba. Piensa en algo que te falta. Si fuera eso que has amado más y que has perdido, mejor. ¿Lo tienes ya? ¿Es como lo que tuviste alguna vez? ¿Tiene su misma presencia? ¿Verdad que no? Falso pues. No hay, no son posibles dos especies de presencias. Solo hay la presencia y la nada, lo que pasa es que el tal Blanchot vuelve a meter por la puerta lo que la filosofía contemporánea intentaba arrojar por la ventana.