PIGMALIÓN, HISTORIA DE UN DELIRIO

Una de las Metamorfosis más representadas ha sido el mito de Pigmalión, una historia mediada por la diosa Afrodita, que sin embargo no creo que se haya interpretado debidamente en algunas ocasiones, especialmente desde que Bernard Shaw modernizara el mito.

(Curiosamente, algunos críticos han visto en la obra de teatro de Shaw una sutil apuesta feminista, yo creo al contrario que es una profunda visión paternalista de la mujer… Liza no se venga, ni se rebela, es una mujer despechada).

Bien visto, el mito de Pigmalión es el disfraz de un delirio. Y digo disfraz por no utilizar la nomenclatura retórica de alegoría o metáfora, porque lo importante de este recurso no es representar la manera universal en la que inventamos al otro cuando nos enamoramos. Al contrario, es esconder el reconocimiento de lo otro como alteridad, y asimilarlo como parte de uno mismo.

Dicho en términos hegelianos:

la conciencia tiene que suprimir y superar su ser-otro; […] a fin de cobrar por medio de ello certeza acerca de sí misma como esencia [..] y superarse a sí misma, pues ese otro es ella misma

HEGEL, F., Fenomenología del espíritu, 2006: 287 y 288

Evidentemente, este es un único sentido (y no doble como sostenía Hegel) de su oscuro concepto Aufheben, por eso lo llamo delirio y no superación. Pigmalión no entiende nada a propósito de Galatea, es entusiasmado por Afrodita. Y bien reza el adagio euridipiano: “aquel a quien los dioses quieren destruir, primero lo enloquecen”. La experiencia alucinógena de Pigmalión es en Ovidio el final y aquí estriba la clave narrativa para entender el drama del mito. El virtuoso escultor no concluye el doble sentido hegeliano, no tiene una revelación, no existe anagnórisis, sólo delira eróticamente gracias al don de los dioses. La fuerza de su conciencia suprime y supera a su Galatea-escultura, llegando a construir a su Galatea-mujer como satisfacción final de su recelo del mundo.

Dicho de otro modo, para enajenarse del mundo, Pigmalión se refugia en el delirio que la diosa le concede a través de Galatea. Algo de amargura se desprende de las líneas de Ovidio, pero solo pertenecen a una interpretación de un lector contemporáneo, no se le puede atribuir al autor.

Junto al final enajenando del protagonista está el papel inanimado del personaje mediador. Pigmalión es el único protagonista, Galatea es el objeto por el que Pigmalión y Venus se comunican. Leer bien este extremo nos permite distinguir dos condiciones indispensables para no traicionar el sentido del texto. Primero que Pigmalión no influye en Galatea, solo la engendra. La distinción es sutil, pero significativa. La ascendencia que Pigmalión ejerce es en tanto en cuanto Galatea-escultura o Galatea-objeto, como alternativa al mundo o lo real. Galatea-mujer está exenta de cualquier influjo de su autor, pues es Venus o Afrodita quien interviene en ella.

Toda acción de Pigmalión con la intención de determinar a Galatea tiene que ir acompañada de la concepción de este de estar ante un objeto, con todas las connotaciones fetichistas, obscenas y degradantes que una interpretación contemporánea pueda ejercer por un mito de la Antigüedad. Esto es posible por la situación preliminar: Pigmalión no entiende el mundo, no le gusta, lo desaprueba y no funciona en él.

Así, las interpretaciones posteriores del mito parecen visiones prejuiciosas y casposas de una relación hombre-mujer. Bernard Shaw coloca a la mujer en el papel de ignorante, despreciada por el intelecto del profesor Higgins; Pigmalión debe despreciar a Céphise, en la versión de Rameau; o la Alicia de Lord Edwald debe ser totalmente estúpida, para la reinterpretación del mito de Auguste Villiers de l’Isle-Adam.

Ni que hablar tiene que todas las posteriores adaptaciones de estas reinterpretaciones han caído en los mismos errores: My Fair Lady, One Touch of Venus, Weird Science, etc. A riesgo de que se pudiera malinterpretar la visión de sus autores o directores convirtiendo a la mujer en un objeto (el objeto de deseo de Pigmalión, que se enamora delirantemente de una escultura), vivifican al personaje y lo colocan siempre en un peldaño inferior, que debe superar mediante la intervención del protagonista. Es decir, el papel de Afrodita desaparece, y el protagonista es tanto más dios para la Galatea de turno, que la versión original.

La clave para realizar una buena relectura del mito debe incluir una invención de Galatea por parte de Pigmalión, de otra forma sólo estaríamos ante un ejercicio de adaptación o asimilación de un personaje que se somete a la voluntad del otro, aunque sea circunstancialmente (como es en el caso de Shaw). En otras palabras, Galatea sólo debe existir a ojos de Pigmalión.

Así las cosas, la nueva narrativa universal del mundo, el cine, ha dado con tres versiones dignas de mención de un nuevo mito de Pigmalión: Vértigo (1958), Con faldas y a lo loco (1959) y Annie Hall (1977). Alfred Hitchcock hace que Scottie Ferguson (James Stewert) esculpa a base de tinte y maquillaje a su nueva Madeleine (Kim Novak, que se desdobla en una pseudo-versión de Madeleine y su “verdadero” papel, Judy); aquí la clave ovidiana es la perspectiva estética, no hay que olvidar que este cuento se inscribe como una metamorfosis, por lo que el cambio estructural es vital, y tanto en el relato latino como en la película de Paramount Pictures esto se da, quizás con un toque más lovecraftiano en la segunda versión. Con faldas y a lo loco es una versión cómica y ridícula del delirio de Pigmalión, por supuesto, la versión no tiene nada que ver con la trama principal y los personajes de Marilyn Monroe o Tony Curtis, muy al contrario, los personajes ovidianos aquí son Jerry/Daphne y Osgood Fielding III; Jack Lemmon es una involuntaria Galatea, que como escultura sirve para que Osgood la invente, se enamore y no salga de su delirio incluso ante la anagnórisis final, con aquella célebre frase negándose a claudicar en su deseo. Por último, Alvy Singer es al mismo tiempo Ovidio y Pigmalión: escribe su historia con Annie Hall-Galatea, mientras que la reinterpreta a través de su propia biografía amorosa, Annie Hall no es nunca un personaje presente: primero aparece como personaje recordado por Alvy, en aquel famoso monólogo a cámara; luego, hacia el final, es interpretado por un actriz en las audiciones de la obra teatral de Alvy; y por último, aparece fugazmente la verdadera Annie en una especie de doble victoria poética ante la entrada del cine, en la que nosotros la observamos a lo lejos y sin voz, sólo a través de la descripción en off de Alvy. Annie Hall es tres veces Galatea: en la película, en la obra de teatro y en el recuerdo de Alvy, y todas son un delirio del propio autor, una especie de alegoría traumática de su experiencia amorosa.

Ovidio creó para la posteridad una versión delirante de lo que puede ser el amor cuando el discurso desaparece y sólo queda el deseo, donde el mundo no importa, no existe y Galatea lo es todo…

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