HIPOTECAR UN GESTO

Tengo cuatro tipos distintos de letra. Al escribir puedo esforzarme en hacer una letra con la que me identifico, respetando mayúsculas y minúsculas, con los caracteres todos unidos y una letra caligráfica, inflada. Pero a la mínima cambio a una grafía muy tensa, poco clara, incomprensible a veces incluso para mí. Esta última aparece inevitablemente cuando tengo prisa tomando apuntes o me acelero porque quiero ir al meollo de lo que pienso antes de que se me escape.

Pero no acabo ahí. Soy capaz de reconocer -sin contar las múltiples variaciones y combinaciones entre sí- hasta dos caligrafías más. Una de ellas vuelve a la claridad del primer tipo, pero cada carácter es dibujado autónomamente, todo en pequeñas mayúsculas, versales. La última sería una mezcla entre ésta y la primera de todas. Una letra menos comprensible, más vertical, pero aún legible. Con ninguna de las cuatro me siento del todo cómodo, eso me hace mezclarlas y combinarlas indistintamente. Ninguna de ellas ocupa ya un lugar privilegiado que me permita considerarla mi letra. De algún modo ya solo puedo relacionarme con mi letra de forma irónica.

Hay teorías para explicar esto, como para cualquier otra cosa. Hacer mala letra o corregirla depende de cómo sostienes la pluma, o de si para ti es más importante procesar la información que escribirla. Depende de utilizar reglas y guías, ser constante. Pero hay algo más, no es solo una cuestión de método, sino de orientación. En la pericia -o la falta de ella- para dominar una técnica hay un momento en que puedes perderte si no tomas una decisión correcta. 

Seguramente nunca quise abandonar mi primera caligrafía, pero titubear fue lo peor: al no adoptar ninguna que la sustituyera del todo, acabé utilizando a medias más de una, que es como no usar propiamente ninguna. Desaprendí a escribir. Hipotequé un gesto a esperas de que una opción favorita llegara para quedarse. Ahora solo me queda una caligrafía provisional que, como una prótesis, está ahí momentáneamente para suplir algo que falta. 

-¿Y qué te falta?-

Al inicio de Absalón Absalón! William Faulkner describe cómo uno de los narradores protagonistas se ha pasado la tarde escuchando a su tía narrar parte de la historia de su familia casi como una oscura confidencia. Hay un fragmento clave: “Sí señora -Repuso Quentin. Pero no es eso lo que quiere decir, pensó él. Lo que quiere es que se sepa”. La tía, Rose Coldfield (Cold-field: tierra yerma, páramo), es una mujer marchita, condenada a la soledad y a vivir de un pasado que nadie quiere resucitar. Tampoco ella, pese a que desearía que esos oscuros secretos se supieran -que salgan de boca de su sobrino. Hipotecamos un gesto cuando en vez de darle una forma definitiva no lo ejercitamos y permanecemos a la espera de que otra circunstancia, u otra persona, lo complete. Eso, como una vida enquistada, deforma y seca los movimientos, anula una parte de tu cuerpo y si no se pone remedio entumece el resto de tus extremidades hasta que, al final, no es que falte algo, sino que ya no te queda nada.