LEER ASÍ

Hace unos días, una amiga filóloga me relataba una anécdota sobre una reseña a un libro, que comentó con un colega.

Ella realiza una serie de comentarios, en los que destaca que todos los personajes femeninos salen mal parados. Él le afea este comentario, advirtiendo sobre el peligro de las “ideologías”. Aquí ella podría haber sido muy solemne y decir, a lo José María Valverde parafraseando a Nietzsche, “nulla aesthetica sine ethica”, y fin de la discusión. Esto no sucedió así, hubo un intercambio breve y amistoso de perspectivas: “la igualdad no puede ser ideología”; “la literatura no ha de ser igualitaria, necesariamente…”.  Y de preguntas retóricas o capciosas: “¿observarías lo mismo si fueran masculinos?”; “¿no puede ser una voluntad irónica?”, etc.

Cuando uno habla de buenos y malos libros se refiere a este tipo de cuestiones. El teórico de la literatura (o el crítico) habla desde el criterio que dan los conceptos claros, que se definen en cada tiempo y con cada cultura. Así, la ficción moderna tiene personajes planos o redondos, y los segundos son preferibles a los primeros, porque reflejan más la complejidad que entraña el sujeto. También en literatura tenemos clichés y tópicos, de los que nos debemos servir, porque es la manera en la que establecemos puentes culturales, pero cuyo abuso produce una obra vacía. El término medio, el virtuoso, es algo más complicado de fijar aquí, el esnob verá clichés donde no necesariamente hay un abuso del arquetipo; el cándido se satisfará con cualquier amago de historia.

Pero volvamos al conflicto de los dos lectores. Por una parte, un lector identifica que los personajes femeninos salen mal parados. El otro lector achaca este juicio a una ideología ¿Cómo dirimir este punto?

Ambos tienen razón. Ambos han cometido una falta. La apreciación del reactivo es maliciosa: “¿dirías lo mismo si se tratara de personajes masculinos?” Sí, diría lo mismo, presuponemos. Entonces, y esto lo agregamos aquí, ¿por qué señalar el género de esos personajes? Por ejemplo, ¿qué hubiera cambiado al decir: “hay algunos personajes que salen mal parados”? Pues seguramente, dejaría de tener sentido la frase. No obstante, la apreciación es igual de pertinente. Cuando un lector experto observa que determinados personajes “salen mal parados”, lo que está queriendo decir es que la construcción del arco del personaje está mal, no funciona, que en la lectura hay una disonancia entre cada uno de los personajes señalados y la obra como todo. Entonces, ¿por qué se identifica a esos personajes mal diseñados como “femeninos”? La verdad es que no podemos responder a esa pregunta.

En una ficción un personaje es un maniquí al que se le cuelga el abrigo de héroe o heroína, la de ser un personaje alto, delgado, sucio, descuidado, traidor, mezquino, noble, perturbado, aseado, perfeccionista, hombre o mujer, humano o extraterrestre, vivo o muerto… El género es otra característica más que compone al personaje, y que lo determinará en función de la necesidad de la historia; en el momento en que se hace en función de otra razón, la historia fracasa. Hay y ha habido escritores (también escritoras) machistas, muchísimos, no ha sido óbice para que crearan a los personajes femeninos más importantes de la historia de la literatura universal. ¿Por qué? Porque el buen escritor no permite que su visión moral fagocite su estrategia narrativa. Si del personaje destaca alguna característica sobre otra, debe estar justificado… ya sea su estatura, su peso o su sexo. Si es este último, las razones pueden ser muchas, el machismo incluso, pero entonces deberá estar justificado ese machismo. Cuando digo “justificado”, quiero decir que deberá estar significado de alguna manera, debe tener sentido en ese todo, que mencionaba antes. En la ficción nada puede ser gratuito, el discurso decae en tal caso. Así como el pintor (o el artista plástico en general) esconde su técnica para hacer surgir la obra de arte, el escritor debe esconder su sujeto, repartirlo entre los personajes, diluirlo en las historias que narra o exagerarlo llegado al caso.

Por tanto, recalcar que los personajes femeninos salen mal parados es una expresión confusa y que puede prestarse a malentendidos. En el bien entendido en que lo importante no es que el atributo femenino del personaje salga mal parado, algo que no tendría mucho sentido en un estudio crítico, sino que lo interesante es que la construcción de esos personajes da como resultado una coral poco construida y, por ende, una novela menos perfecta. 

El otro lector, por su parte, al sentir eso de “femeninos” hizo saltar sus las alarmas. La derivación de la igualdad (feminismo) favoreció este malentendido. Pero que él entendiera que en esta frase había ideología, implica más información sobre él, que de la crítica. La primera, que él rechaza la ideología de género, por tanto, que la lectura sea ideologizada y que la visión de género pueda tener un valor crítico válido en literatura. Luego, presupone en su interlocutora la influencia de la visión de género y a su vez esto como un defecto, una actitud paternalista y condescendiente, que, en cualquier caso, podría explicarse por muchas razones y no necesariamente por el machismo. En cualquier caso, él no ha dudado en atribuir a los efectos de una ideología, y no a una lectura acertada sobre la buena/mala construcción de personajes, este juicio.

Ahí se teje realmente la ideología, porque el sentido común, como la autoridad, nunca es susceptible de ser tachada como producto ideológico, sin embargo, también lo es. Por eso cada uno de nosotros tiene un sentido común, al que sorprendemos diariamente confrontándolo con otros sentidos comunes. Y en la guerra entre sentidos comunes nace el discurso imperante y el minoritario, donde uno es calificado como el gran consenso (del sentido común) y el otro por ideología, por restrictivo, por sui generis, etc. Hoy todavía, por mucho que nos quieran hacer creer algunos estrategas de la comunicación masiva, en el caso del machismo, sigue siendo éste el que es tomado por sentido común o por autoridad y todo lo demás… mera ideología.

Creo que en esta anécdota sigue siendo cierto aquel adagio por el cual, cuando uno señala con un dedo acusador, en realidad, se está culpando tres veces a sí mismo.