MISERIA DEL REALISMO

En los cuadros de Sorolla –tan costumbristas y tan “reales” (¿o tan realistas?)– que en estos días se exponen en El Prado, el realismo pictórico del siglo XIX muestra su lado más trivial e irrelevante. ¿Qué es lo que pretende una pintura realista? ¿Cuál es su propósito en última instancia? ¿Hacer gala de su maestría en la representación mimética? Por supuesto que no. Si fuera así, con una sola pintura bastaría. ¿Pretende acaso estetizar lo que reproduce con tanta fidelidad como hace la fotografía? En parte sí. Cada vez que los pintores realistas recortan un pedazo de la realidad para inmortalizarla, parece que quisieran redimirla de su llaneza y, al final, sucumben a ella; e igual que los facticistas en epistemología, acaban siendo un tanto cursis y bobos.

(Nada tan manifiestamente bobo y cursi como el esteticismo.)

El exceso de confianza en algo, cualquiera que sea, está por otra parte a un paso de la tontería.

No, lo que en verdad celebra el realismo pictórico en sus obras y en el despliegue de sus recursos miméticos –cuando no ocurre que el pintor se ocupa simplemente de producir una obra con objeto de ganarse la vida como retratista o paisajista– es la pintura misma: “¡Señoras y señores, he aquí el Arte!”, esta es su consigna. Lo que sus obras actúan (o ponen en acto) es la supuesta capacidad demiúrgica del Artista. Tamaña cursilería que recuerda tantos otros modos semejantes: la exagerada gestualidad de Liszt o los excesos del Godard más previsible y manierista, por ejemplo, cuando en sus películas le da por rendir homenaje, una y otra vez, a la “magia” del cine. Así pues, los cuadros de Sorolla, que parecen tan fieles a lo que se da, sólo consiguen dar a ver la amanerada pintura que los ha producido, de modo tal que, a fin de cuentas, este fidelísimo realismo parece servir para obliterar la realidad misma que pretende representar.

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