EL NUDO DE UCRANIA

Transcurridos dos años desde la declaración de la pandemia por la COVID-19, y cuando estábamos empezando a superar alguna de las crisis provocadas por ella, estalla de manera inesperada (pero no menos previsible) el conflicto de la invasión de Ucrania por la Rusia de Putin. Este acontecimiento ha tenido lugar en un momento en el que todas las grandes potencias, y de hecho toda la humanidad, debería esforzarse para controlar el azote de la destrucción medioambiental que nos está llevando a una situación de desastre.

Los efectos de la pandemia sobre los suministros, el cambio climático, las migraciones, la pobreza y la salud mental han sido desastrosos. Todo lo cual se verá agravado por el conflicto ucraniano.

¿Por qué nos ha impactado tanto la crisis de Ucrania? De golpe, y por sorpresa culpable, a las generaciones europeas de posguerra se nos ha aparecido el demonio de la Tercera Guerra Mundial. Por primera vez se la contempla como una amenaza real. Y se han disparado el miedo y la angustia, dos estados de ánimo que conectan peligrosamente con la servidumbre voluntaria.

La posguerra alumbró un concepto que no deja de ser una contradicción en sus términos: la Guerra Fría, sobre el cual se construyó una falsa idea de paz, por intimidación mutua, en un mundo bipolar. La apariencia de frialdad no supuso evitar los puntos enormemente calientes, enmarcados en la crisis del imperialismo colonial.

En 1980, con el fin de resumir las relaciones entre Estados Unidos y la Unión Soviética, Ronald Reagan utilizó esta expresión: “Nosotros ganamos, ellos pierden”. Doce años más tarde, su sucesor George Bush se felicitaba por el camino recorrido: “Un mundo antes dividido entre dos campos armados reconoce que solo hay una única superpotencia: Estados Unidos de América”. Fue el fin oficial de la Guerra Fría.

Este período, a su vez, es pasado. La hora de su expiración sonó el día en que Putin se cansó de “perder” y consideró que su descenso nunca tocaría fondo, dado que sus vecinos se veían sucesivamente postrados –o sobornados- por una alianza económica y militar dirigida en contra de ellos. Por otro lado, Barack Obama recordó (marzo 2014) : “Los aviones de la OTAN patrullan los cielos sobre el Báltico, hemos reforzado nuestra presencia en Polonia y estamos dispuestos a hacer más”. Frente al Parlamento ruso, Putin asimiló tal disposición a la “infame política de contención” que, según él, las potencias occidentales oponen a su país desde el siglo XVIII.

Sin embargo, la nueva Guerra Fría será diferente a la anterior. Ya que, como ha señalado el Presidente de los Estados Unidos: “a diferencia de la Unión Soviética, Rusia no lidera ningún bloque de naciones, no inspira ninguna ideología global”. La confrontación que se instala también ha dejado de oponer a una superpotencia estadounidense, que basa en su fe religiosa la seguridad imperial en un “destino manifiesto” a un “Imperio del Mal” que Reagan maldecía además por su ateísmo. Por el contrario, Putin corteja –no sin éxito- a los cruzados del fundamentalismo cristiano. Y cuando se anexiona Crimea, recuerda de forma inmediata que es el lugar “donde fue bautizado San Vladimir (…) un bautismo ortodoxo que determinó los fundamentos básicos de la cultura, los valores y la civilización de los pueblos rusos, ucranianos y bielorrusos”[i]

Esto es tanto como decir que Moscú no admitirá que Ucrania se convierta en la base de operaciones de sus adversarios. Ahora bien, en Estados Unidos y Europa, los partidarios del gran rearme superan la apuesta: proclamaciones marciales, avalancha de sanciones heteróclitas, que solo fortalecen la determinación del campo contrario. “Quizás la nueva Guerra Fría será aun más peligrosa que la anterior –ya lo advirtió uno de los mejores expertos estadounidenses sobre Rusia, Stephen F. Cohen-, porque contrariamente a su predecesora, no encuentra ninguna oposición –ni en la Administración, ni en el Congreso, ni en los medios de comunicación, las universidades, los think tanks[ii].

            Discurría la primavera del 2018. La guerra civil hace estragos en Libia. Por esos días Bernard-Henry Lévi habla en France Inter, sobre la cuestión de la intervención occidental: “Tanto mejor si tengo algo que ver”.

La declaración pone encima de la mesa la triple ambigüedad que afecta a muchos intelectuales: belicista pero no combatiente; propagandista del intervencionismo occidental en “guerras justas” aunque el remedio sea peor que la enfermedad; impermeabilidad a la crítica hasta tal punto que podríamos hablar del “intelectual Tefal”[iii] sobre el que los desmentidos resbalan sin adherirse.

Existe una nebulosa de pensadores neoconservadores, expertos, académicos, miembros de organizaciones humanitarias, políticos, militantes de asociaciones, periodistas y recientemente militares retirados que desempeñan en los medios de comunicación un papel clave en la irrupción de los conflictos contemporáneos: escoger la guerra que conviene librar. Señalar al malo, requerir a la clase política para denunciar la inacción occidental, demostrar la “justeza” de ciertas causas ignorando su dimensión estratégica.

Esto empieza en las décadas de 1980 y 1990 con una triple convulsión. En primer lugar, la desaparición del tercermundismo, el cual depositaba sus esperanzas revolucionarias en las nuevas élites salidas de la descolonización. En segundo lugar, la desintegración de la Unión Soviética (en 1991) y, la conversión al capitalismo de China eliminaron del mapa los dos grandes modelos alternativos a la sociedad de mercado. Por último, la victoria en la guerra relámpago del Golfo en enero de 1991, en la que las fuerzas estadounidenses y sus aliados aniquilaron al que se presentaba como el cuarto ejercito mundial (nadie supo nunca cuál es el tercero).

Este último acontecimiento inauguró el espectáculo de la guerra retransmitida en directo por las cadenas informativas. Para las grandes potencias, la cobertura mediática evidenció ser la herramienta indispensable para salir del anonimato y llamar la atención mundial sobre una crisis, entre las centenares que se desarrollan simultáneamente en la Tierra. Atañe a intelectuales y expertos elegir un conflicto a librar y luego, una vez iniciadas las ocupaciones, promoverlo a la categoría de “guerra justa”, así como demonizar al enemigo con imágenes simples y comparaciones fáciles de entender: el “Milosevic de Sudán”, los “luchadores por la libertad” (los muyahidines afganos), el “carnicero de Damasco”… Se trata también de dar a conocer y otorgar credibilidad a los líderes del bando del bien.

La preocupación moral basada en la inmediatez se presta a operaciones de intoxicación. La falsa fosa común de Timisoara (diciembre de 1990), durante la revolución rumana, muestra hasta qué punto las emociones se manipulan para acelerar la caída de un régimen, favorecer un movimiento separatista o legitimar una intervención.

 Así, la cobertura mediática de una masacre (real o imaginaria) que obliga a los líderes internacionales a actuar precipitadamente se ha convertido en una figura recurrente de las guerras modernas. Ejemplo de ello son el bombardeo del mercado de Sarajevo en agosto de 1995 que desencadenó la intervención aérea en Bosnia o la masacre del mercado de Racak en Kosovo en enero de 1999 (probablemente un montaje) que precipitó la guerra de la OTAN contra Yugoslavia. Por el contrario, una masacre invisible en la televisión no subleva. Durante la invasión estadounidense de Panamá en diciembre de 1989, contemporánea a la revolución rumana, el ejército estadounidense prohibió a los periodistas filmar escenas de la guerra, la cual causó el doble de muertes (alrededor de 2000, en su mayoría civiles) que la caída de Causescu.Y nadie habló de “genocidio panameño” ni de “fosas comunes” como ocurrió en Rumania. La ocultación de la guerra saudí en el Yemen desde el 2015, un conflicto que el entramado militar-intelectual no ha seleccionado como digno de compromiso, muestra a las claras los límites ideológicos de esta postura moral.

El 24 de febrero del 2022, data del inicio de la guerra en Ucrania, marca la entrada del mundo en una nueva edad geopolítica. Esto cambiará la realidad planetaria y el orden mundial.

La situación era evitable. El presidente ruso llevaba meses instando a una negociación con las potencias occidentales. La seguridad de un Estado solo se garantiza si la seguridad de otros Estado, en particular, los que están ubicados en sus fronteras, está igualmente respetada. Por tal motivo Putin reclamó a Washington, París, Londres y Bruselas, que se le garantizara a Moscú que Ucrania no se integraría en la OTAN. La demanda no era una excentricidad: la petición consistía en que Kiev tuviera un estatus no diferente al que tienen otros países europeos, tales como Irlanda, Suecia, Finlandia, Suiza, Austria, Bosnia y Serbia, que no forman parte de la OTAN. La OTAN se forma en 1949 con el objetivo de enfrentar a la antigua Unión Soviética y, desde 1991, a la  propia Rusia.

La OTAN –una alianza militar cuya existencia no se justifica desde la desaparición, en 1989, del Pacto de Varsovia- aun así esta argumentaba que era necesario instalarse en Ucrania con el fin de defender Estados miembros como Estonia, Lituania, Letonia o Polonia. Recordemos que Washington, en octubre de 1962, amagó con desencadenar una guerra nuclear si los soviéticos no retiraban la instalación de misiles en Cuba.

La otra demanda, que se estableció en 2014-2015, son los acuerdos de Minsk, en que las poblaciones ruso-hablantes de las “dos republicas populares” de la región de Donbás, Donetsk y Luhansk, recibieran protección y no quedasen a la merced de los constantes ataques de odio desde hacía casi ocho años. Estos acuerdos firmados por Alemania y Francia como garantes, y que ahora se le reprocha a Putin el haberlos

dinamitado, establecían que se les concediera una amplia autonomía, cosa que Ucrania nunca cumplió, teniendo que soportar las poblaciones ruso-hablantes el acoso de los militares ucranianos y de las milicias paramilitares extremistas, que causaron unos catorce mil muertos.

¿Por qué la OTAN no tuvo en cuenta estas repetidas reclamaciones? Misterio.   

Vladimir Putin invoca, como justificación histórico-política de su invasión de Ucrania, dos argumentos: la necesidad de “desnazificar” el gobierno de Ucrania, y la “artificialidad” de la nación ucraniana, un invento bolchevique a partir de retales de diversos territorios que serían histórica y culturalmente rusos. Los nazis ucranianos estarían agraviando la memoria de ciudadanos soviéticos que inmolaron sus vidas para defenderse del fascismo y liberar de él a Europa. 

Eso no es una afirmación sorprendente. El presidente ruso, desde principios del siglo XXI, hace un uso estratégico del recuerdo de la Segunda Guerra Mundial con la finalidad de defender sus intereses en política exterior dentro del gran juego geopolítico mundial. La victoria sobre Hitler habría sido una gesta del pueblo ruso en su conjunto, por encima de Stalin y del comunismo.

La invasión de Ucrania responde a la lógica de un creciente intervencionismo internacional. Este intervencionismo se caracteriza porque pone en cuestión la soberanía del Estado que se invade (soberanía contingente), o existen demandas próximas a la soberanía, que en este caso, Putin, argumenta sobre la base de la pertenencia de Ucrania a la antigua URSS y con anterioridad al imperio ruso, además de la invocación a los derechos de las regiones de mayoría rusa.

La amenaza nuclear forma parte de la propaganda bélica y del juego de las amenazas recíprocas. Eso no excluye, en todo caso, que el conflicto crezca y que pueda contar con la participación de nuevos contendientes, el empleo de sistemas de armas más letales –por ejemplo, si se llegase a emplear material nuclear táctico- que se puedan descontrolar. Cada guerra ha seguido su propia dinámica, y las previsiones iniciales hechas por los contendientes raramente se han cumplido. Desde Carl von Clausewitz sabemos que la guerra es un fenómeno político por excelencia. Se adapta y cambia de rostro, en función de los medios disponibles, de los objetivos de los contendientes, de las circunstancias que determina el entorno internacional.

Una norma básica de prudencia invita a procurar que el conflicto no escale en intensidad ni en extensión. Parecen coincidir, en este caso, tanto Rusia como la OTAN.

Asistimos a una reedición de las normas no escritas que se siguieron en la época de la Guerra Fría, donde las fronteras y la no intervención fuera de las áreas respectivas fueron escrupulosamente respetadas. Para conseguirlo en las actuales circunstancias va a ser necesaria una gran disciplina.


[i] Halini, S., 2022. Nueva Guerra Fría. Le Monde Diplomatique

[ii] Cohen, S. 2014. Conferencia anual Rusia-Estados Unidos. The Nation.  Nueva York.

[iii] Conesa, P. 2022. Intelectuales en uniforme de campaña. Le Monde Diplomatic.