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Jornada DUODA: SER DONA AL SEGLE XXI,  EL PODER I LA POLÍTICA NO SÓN EL MATEIX

LUISA MURARO

Jornada DUODA: SER DONA AL SEGLE XXI, EL PODER I LA POLÍTICA NO SÓN EL MATEIX

SER DONA AL SEGLE XXI: Dones inventant nous camins EL PODER I LA POLÍTICA NO SÓN EL MATEIX

EL PODER Y LA POLÍTICA NO SON LO MISMO. (1) 2009

Vivimos en una coyuntura histórica que pide que repensemos las relaciones entre la política y el poder. Vuelve a ser de actualidad una idea de la que no debería de prescindir nunca la doctrina política: la idea formulada por Hannah Arendt que dice que la política no es algo connatural a la sociedad. Es connatural al ser humano pero según su condición, que está caracterizada por la contingencia.

La vida política es una posibilidad más de la vida asociada y se da en ciertas condiciones; tanto es así, que ha habido y puede haber sociedades sin política, en las que actúan las relaciones de fuerza, el engaño, la instrumentalización sistemática de todo y de todos, la demagogia, o la búsqueda exclusiva del propio interés, y en las que se desprecia lo bueno que la humanidad sabe concebir y hacer para la convivencia libre y civil. En Italia, y no solo en ella, estamos yendo en esta dirección. Es posible oponerse a este plano inclinado, siempre que nos demos cuenta de que no se trata, esencialmente, de una cuestión de democracia: limitarse a la defensa de la democracia es un error que está haciendo perder tiempo a no pocas personas de buena voluntad. La cuestión es más grave: afecta a la vida de la política.

Entre las cosas que amenazan la cualidad de la vida política, yo pongo la creciente confusión entre política y poder.

Abro un paréntesis para decir que me apartaré de la doctrina política de Hannah Arendt, pero sin oponerme a su pensamiento. Mi intención es profundizar en él. Un punto importante de contacto con su pensamiento es la noción de “la impotencia del poder”, noción paradójica que ella vio que interpretaba una experiencia que se estaba difundiendo, y por la que ocurre –escribe– que “perdemos la capacidad de hacer lo posible”. (4)

Lo que ella vio y previó, se ha convertido en una experiencia masiva. Basta pensar en aquellos millones de personas que en 2002, en todo el mundo, promovieron y participaron en grandes manifestaciones pacíficas para convencer a los Estados Unidos de que no se lanzara a la aventura de la guerra de Iraq. Nunca, ni siquiera en los tiempos del Vietnam, se había visto semejante concierto de voluntades en torno a un fin justo y sensato que, sin embargo, no fue alcanzado. En cambio, Arendt no conoció otro tipo de impotencia, que ahora nos toca vivir, ante un poder político que destruye las bases mismas de su legitimidad. El poder destructor me expulsa de mi sitio, de nuestro sitio, que era el de reconocer (o no reconocer) su legitimidad. Un ejemplo de ello lo dio la presidencia Bush fabricando paso a paso las pruebas que debían justificar su actuación. En Italia, el ejecutivo se crea una legitimidad ficticia con leyes ad hoc y mantiene suspendida sobre nuestras cabezas la amenaza de violar la constitución, amenaza ahora dicha, ahora contradicha, en un juego que se parece al del gato y el ratón.

La confusión entre política y poder se ha vuelto extrema tanto en las prácticas políticas como en nuestras cabezas o en el lenguaje y en la doctrina, y ha llevado la cosa pública a un estado de agonía.
Mi aportación intenta una modificación de la mirada y del lenguaje para que nos demos cuenta de la confusión de la que hablaba, y para que la capacidad de actuar políticamente ocupe el lugar de la sumisión y de la impotencia.

Ilustraré la confusión con el ejemplo que ofrecen las vicisitudes políticas de Harvey Milk, según las relata la película de Gus Van Sant, Milk, con el actor Sean Penn de intérprete principal. La película es de buena calidad, y la interpretación de Sean Penn es, más que buena, superlativa.

Estamos en los años setenta. Harvey Milk, homosexual declarado y dirigente del mundo gay de San Francisco, consigue llegar a ser concejal y cuenta con el apoyo del alcalde en su lucha política por la aceptación humana y el reconocimiento jurídico de la diferencia homosexual (uso palabras que expresan lo que busca el protagonista mejor que el lenguaje de los derechos). En su lucha, entabla una relación de casi amistad con un colega político, un padre de familia visceralmente hostil a la causa de Milk. Harvey Milk intenta entender las dificultades subjetivas del otro, y muestra que sabe que la política no se reduce a cálculos de poder. Pero no llega hasta el fondo: cuando en el consistorio municipal las relaciones de fuerza se inclinan a favor de Milk, este no solo rechaza las peticiones del otro, un pobre hombre atrapado en sus contradicciones, sino que recurre a un chantaje para impulsar al alcalde a hacer lo mismo. El hombre, exasperado, se arma y asesina primero al alcalde y después a Milk.

La confusión entre política y poder no es un tema de la película. Se manifiesta en la incoherencia del personaje de Milk, que vemos que, en las relaciones con su colega, pasa de la práctica de la relación a la lógica de las relaciones de fuerza, como si fueran intercambiables. Da la impresión de que el director no vio el salto enorme entre los dos modos de hacer y no tiene ni idea de que el primer modo de hacer merece el nombre de política, mientras que el segundo se conforma con la lógica del poder, según la cual vence el más fuerte. Lo espectadores notan el salto gracias a la interpretación de Sean Penn. Un intérprete menos dotado nos habría llevado a creer que el interés de Milk por su colega era instrumental desde el principio. Pero no es así. ¿Qué es, entonces, lo que ocurrió? Quizá, la reconstrucción histórica, precisamente por ser de buena calidad, hace aflorar el hecho de que Harvey Milk se transformó, del hombre de relaciones que era, en hombre de poder. Este cambio, si existió, probablemente se dio sin que él, Milk, se diera cuenta, y tampoco el director que narra su historia, y esto no tiene más explicación que la confusión creciente en nuestra cultura entre el ejercicio del poder y el hacer política. Una confusión cuyo mortífero resultado es resumido simbólicamente por el final de Milk. Al final de la película, no es exacto decir que la mano del asesino de Harvey Milk fue armada por la homofobia: fue armada por la homofobia y por una política desviada por la lógica del poder.

Del mismo modo, si repensamos la historia del movimiento obrero y del proyecto socialista, si nos preguntamos por la manera en la que acabaron tanto uno como el otro, yo creo que la respuesta tendrá que tener en cuenta la cuestión del poder. Los revolucionarios y sus herederos, una vez descartada la vía de la democracia conciliar, pensaron que había que monopolizar el poder para realizar el ideal socialista, pero el poder, de medio que debía de haber sido, acabó por convertirse en el fin de todo y en el final de todo. O, por hablar de nuestros días, si consideramos las perspectivas de la presidencia Obama, lo que separa a los optimistas de los pesimistas no es una razón política sino una simplificación: como si todo/nada dependiera de las decisiones del presidente. Más bien, deberíamos ver que la línea de la lucha política pasa a través de su persona y de toda la Casa Blanca, efectiva e inevitablemente divididas entre el tener que someterse a opciones obligatorias y el poder inventar respuestas nuevas, en una confrontación móvil e imprevisible en la que, junto a los imprevistos de la historia próxima futura, contará lo que aporten esos movimientos políticos que han hecho de Obama el símbolo de una recuperación de la vida política. Y que son, usando el lenguaje de Arendt, la fuente principal del “poder vivo”.

Quien se compromete a mejorar su condición junto con la de sus semejantes, quien quiere existir para sí y para los demás o las demás, quien no quiere encerrarse en su “particular” sino enriquecerse simbólicamente en el intercambio, quien se siente parte de la humanidad, de la cercana y de la lejana, en una palabra, quien ama la política, no puede ignorar que la lógica del poder se afirma a costa de la acción libre y creativa, en cualquier campo y en primer lugar en la política (y, naturalmente, al revés). Pero no basta con saberlo: hay que saber también qué hacer para actuar en la línea en la que sucede que una cosa se convierte en la otra.

La mutua exclusión entre política y poder no tiene nada ni de lógico ni de automático. En ella se puede reconocer, en mi opinión, la tensión inherente a la existencia humana con su consustancial y siempre insegura libertad. La política es un arte, se dice, el arte de lo posible. Con el arte de la política, le disputamos al poder el lugar de la convivencia libre y pacífica. Hay vida política cuando las relaciones de poder son reemplazadas por un compromiso compartido por la convivencia libre y pacífica, y por disponibilidad para buscar las mediaciones capaces de resolver los conflictos que surjan. Es más que sabido que la posesión de poder sobre otros exime de la búsqueda de mediaciones o hace pasar por buenas mediaciones ficticias. Pero también la impotencia tiene este resultado. Hay vida política cuando conseguimos transformar la convivencia en relaciones de intercambio en las que el beneficio personal entra en circulación con la calidad de la propia relación, y no prevarica nunca con ella.

Este círculo virtuoso sin segundos fines y sin fin, es frágil y tiende a romperse a pesar de los beneficios que la propia relación contribuye a producir. Cuando Hannah Arendt habla de la impotencia del poder, se refiere a la rotura de este círculo virtuoso. Se vislumbra aquí una paradoja que puede ser atribuida al ser humano (paradoja antropológica). La cultura religiosa ha imaginado que el ser humano es defectuoso, a consecuencia de una culpa primordial. Por mi parte, no tengo una explicación que ofrecer; estoy de acuerdo con quien piensa que interviene la libertad. Concretamente, la experiencia de la libertad: quien no pasa por esta experiencia, busca otros caminos y el círculo entre mediación necesaria y beneficios personales se rompe. Ocupan su lugar la prepotencia y la impotencia.

Entre el poder y la política, como he dicho ya, hay una relación hecha a un tiempo de cercanía extrema y de exclusión recíproca. Se tocan a uno y otro lado de una raya invisible y movible, que es el frente mismo de la lucha política (pido disculpas por lo belicoso del lenguaje).

La política no puede usar el poder para sus propios fines, como si fuera un medio. Tampoco puede hacerse la ilusión de sustraerse a su presión. Querer hacer del poder el instrumento de la política, por una parte, o mantenerse a una distancia de seguridad, por otra, es igualmente equivocado: la trayectoria de Harvey Milk en la película de Gus Van Sant enseña la puerta estrecha que hay que pasar, entre la presunción de controlar los medios del poder, por una parte, y la tentación de mantenerse aparte, por otra.

En cuanto a la primera postura, que es una auténtica ilusión, no os enseño nada nuevo diciendo que, de hecho, sucede y ha sucedido siempre que el poder, de medio que debía ser, se convierte rápidamente en amo de la política y de los hombres que a ella se dedican, de los que cuando tienen éxito se dice, precisamente, que son “hombres de poder” y nada más.

Que el abrazo del poder sea letal para la política, no lo he descubierto yo. Los que llamamos mujeres y hombres políticos, y merecen este nombre, son los que le han dado la espalda y han obtenido resultados independientemente de él. Es verdad que, sobre esto, no siempre nos expresamos con la necesaria precisión. Con frecuencia atribuimos al poder efectos que han sido obtenidos independientemente de él. Y al revés: atribuimos a la falta de poder los efectos de carencias de otra naturaleza. Y, sin embargo, no es difícil demostrar que los hombres de acción o los pensadores políticos más geniales son los que se orientan, más o menos conscientemente, justo en el sentido de disputarle vida política al ejercicio del poder.

La lógica del poder puede resumirse en tres puntos: primero, que quiere durar; segundo, que tiene siempre la espada por el puño, es decir, que no soporta la experiencia exquisitamente humana de la vulnerabilidad; y, tercero, que usa todo y a todos, también a quienes lo poseen. Hace años, Giulio Andreotti ironizó sobre la sentencia según la cual “el poder desgasta a quien lo posee”, contraponiendo que el poder desgasta a quien no lo posee. Hay algo de verdad, si yo me dedico a la política porque deseo tenerlo. Pero él mismo se convirtió en el ejemplo vivo de lo que el poder puede hacer de quienes lo poseen, momias ambulantes, como han mostrado genialmente el director de cine Paolo Sorrentino y el actor Toni Servillo, respectivamente autor y protagonista de la película Il divo (Italia 2008).

La pregunta que requiere ser pensada por mí, una mujer, y discutida con mis semejantas es, sin embargo, otra; está en la otra vertiente y se refiere a la presunta distancia de seguridad del poder, de sus aparatos y de su lógica.

Yo no voy a negar que sea posible mantener esa distancia. Es posible moverse lejos de los sitios en los que lo que cuenta es prevalecer sobre los demás. Tal vez les sea difícil a los hombres, no tanto a las mujeres. Lo digo polemizando con una mirada que se vende muy bien en el mercado de las ideas, que dice que el poder es tan penetrante que resulta omnipresente. El problema no es este: esta es una mirada desviada que oculta el verdadero problema que nosotras (quiero decir: yo y mis semejantas) tenemos delante.

El problema que afecta especialmente a la sociedad femenina –yo sostengo– es la evitación del trabajo necesario para crear las condiciones de la libertad y para instaurar el círtulo virtuoso al que antes me refería. Simplificando, diré que las mujeres son demasiado altruistas: ellas curan con la entrega la escasez de beneficios personales en la economía de las relaciones.
Una parte de nosotras evita sistemáticamente las reuniones, elecciones, partidos, bandos y toda una serie de rituales en los que ocurre que se pierde de vista la sustancia de los problemas, y que la experiencia viva de los y las participantes desaparece, junto con sus relaciones, detrás de una máscara de conveniencia. ¿No son quizá dos buenos motivos para desentenderse? Sí pero, haciéndolo, nosotras no ejercemos nuestra competencia sobre los problemas en cuestión, perdemos la ocasión de mostrar, por ejemplo, que los problemas se pueden afrontar y, en su caso, resolver sin máscaras, en relaciones directas y abiertas con los interesados. Y nos reducimos a una existencia disminuida.

Algo semejante hay que decir también, en el fondo, de las mujeres que, desde siempre y hoy más numerosas que ayer, asumen responsabilidades públicas y se comprometen políticamente. También ellas son demasiado altruistas, porque, en vez de activar el círculo virtuoso, creen que tienen que pagar el beneficio personal, y lo pagan. ¿A quién? Al poder, directamente, con el que entablan una relación más o menos consciente de acuerdo secreto. No digo que sean cómplices, pero le abren camino con su escasa energía pensante y su débil estar ahí en primera persona. El victimismo femenino y feminista, que es un fenómeno políticamente molesto y vergonzante para muchas mujeres, esconde, sin embargo, una verdad: el llanto secreto de un estar en el mundo sin la totalidad de sí y de las propias energías.

En este texto y en este momento de mi reflexión, mi tesis es que, para quien ama el mundo y, por tanto, la política, y quiere sustraerla y sustraerse de la lógica del poder, sea mujer u hombre, el antídoto radical lo constituye la independencia simbólica del poder.

En esta independencia yo veo el agente de la disolución del abrazo del poder que asfixia la vida política. La independencia no se reduce a una ajenidad para con el poder y es más que una virtud moral.

Sobre la independencia simbólica, no conozco en nuestra tradición nada más radical que el siguiente fragmento de la Epístola a los Romanos de san Pablo, cuya radicalidad es tal que apenas deja reconocer lo que está en cuestión.
“No te dejes vencer del mal, antes vence al mal con el bien. Todos han de estar sometidos a las autoridades superiores, sean las que sean pues no hay autoridad sino bajo Dios; y las que hay, por Dios han sido establecidas, de suerte que quien resiste a la autoridad, resiste a la disposición de Dios [...]. Ella es sierva de Dios, vengadora para castigo del que obra mal. Es preciso someterse no solo por temor del castigo, sino por conciencia. Por tanto, pagadles los tributos, que son ministros de Dios ocupados en eso. Pagad a todos los que debáis; a quien tributo, tributo; a quien aduana, aduana, a quien temor, temor; a quien honor, honor. No estéis en deuda con nadie, excepto la deuda del amor, porque quien ama al prójimo ha cumplido la ley.” (Rom. 12, 21-13, 8).

No me detengo en las cuestiones filológicas de este famoso párrafo sobre la obediencia a la autoridad constituida, que no llegan a impedir que lo introduzca en el contexto de mi reflexión; me limito a señalar que, en mi cita, el texto paulino está enmarcado por dos frases que requieren su contexto, que tiene por tema el amor a los demás (el ágape). Sigo en esto a Karl Barth en Der Römerbrief.

En el fondo, el problema que plantea este fragmento de la Epístola a los Romanos, no es su significado literal, que está claro. El problema es otro, y es que suena, para muchísimos, inaceptable, porque parece negar todo valor al compromiso por cambiar el orden, más a menudo desorden, de este mundo. En consecuencia, en este punto del texto se ha intentado introducir alguna interpretación razonable, con el fin de que esté de acuerdo con nuestra cultura. O de inventar una distancia histórica definitiva. Pero yo digo que no, que no hace falta hacer esfuerzos en ese sentido, que no es necesario y sería trabajo perdido. Conviene dejar las palabras en su significado literal, porque cuanto más grande sea el estupor que susciten, mejor. Téngase presente, solamente, que el que escribe no es un hombre de orden, al contrario, era uno que estaba desafiando a sabiendas a la cultura dominante, y esas palabras son parte integrante del desafío. A la luz de este contraste entre la invitación a la obediencia y el desafío radical, el texto acaba siendo una criptografía, cuyo significado es, a primera vista, perfectamente oscuro, pero que se vuelve evidente apenas lo captáis.

El significado que yo he intuido es la enseñanza de la independencia simbólica del poder y el sustraerse a su gancho una vez eliminada toda obligación y toda expectativa para con él. El orden de este mundo no se transforma quedándose en él sino revolucionando su economía simbólica, revolución que para Pablo tiene su gozne en el amor (ágape). Para mí, el gozne es que haya en este mundo libertad femenina.

Para activar esta economía, es esencial no encadenarse al plano de la fuerza abriendo cuentas de crédito a las autoridades constituidas. También el ponerse en contra es una apertura de crédito que vincula. Por eso, conviene darles a las autoridades constituidas todo lo que reclamen y no creer que el oponerse a ellas producirá algo que no sea la mera repetición del mal que se quiere combatir. No se trata de un truco y de un expediente sino de una verdadera sustracción de sí al poder del poder. Por eso dice Pablo que Dios ha instituido las autoridades de este mundo. Pero no se pierda de vista el principio y el final de este discurso, que se sitúan en otro plano del ser en el que viven ahora los bautizados en Jesucristo, el plano en el que se combate el mal con medios que este radicalmente ignora, el plano del amor que es la única deuda para con los demás. Fuera de la oposición reactiva y de la rebeldía revolucionaria.

En su gran comentario a la Epístola a los Romanos, Karl Barth dice sobre este fragmento: los hombres de poder que sirven al orden de este mundo, serán sancionados por la rebelión de los pobres y el juicio lo recibirán en el curso de la historia, de la historia misma (¡como ya le ha ocurrido a Bush!); no así los revolucionarios que son los mejores y caen en un error por el que nadie les reprende, porque, si son derrotados, su derrota es la sanción del poder dominante, la más engañosa (pensemos en el juicio hoy corriente sobre el comunismo). Por eso es su error, el de los revolucionarios, lo que hay que enmendar y superar, y es a ellos a quienes habla san Pablo, según Barth. Vale la pena notar, haciendo un inciso, que a ellos les habla, y por la misma razón, también Hannah Arendt con el texto citado al principio, Sobre la violencia (2).
En las últimas décadas se ha escrito bastante sobre la doctrina política de Pablo. Yo me pongo entre quienes le atribuyen un pensamientoo político, pero en un sentido que subvierte la concepción misma de la política. Más concretamente, para mí su pensamiento culmina con la idea de independencia simbólica del poder.

A esta lectura me ha llevado la reflexión sobre la relación entre política y poder en el movimiento de las mujeres y en el pensamiento feminista. Me refiero al feminismo que ha intuido la posibilidad de cambiar las relaciones entre seres humanos encontrándole un sentido libre a la diferencia sexual.

Mis compañeras de investigación y yo estamos de acuerdo en figurarnos la situación de extrema cercanía y de mutua exclusión entre el poder y la política, como la situación de quien se encuentra ante un solo tablero en el que se juegan dos juegos distintos (imaginad las damas y el ajedrez) que se juegan en el mismo tablero, con la posibilidad de pasar de un juego a otro: de pasar del de movimientos obligatorios (el ajedrez) al de las relaciones (las damas). (3)

A pesar de la mucha confusión traída por el feminismo de Estado, lanzado todo él a combatir las discriminaciones y a instituir una (en mi opinión, prácticamente imposible y quizá insensata) igualdad entre los sexos, el movimiento feminista ha desvelado que la aversión hacia la política entendida como competición y lucha por el poder, aversión difundida entre las mujeres, no es un rechazo de la política sino, por el contrario, una demanda de política: se pide que no se separe lo que el deseo tiene unido en la experiencia de muchas mujeres: los sentimientos y los razonamientos, el espíritu y la materia, el tiempo de la vida y el del trabajo... Una política en la que lo que se puede obtener sea lo que una mujer siente que es para ella un beneficio verdadero.

En mi búsqueda, desde que me volví feminista, la pregunta de fondo ha sido y sigue siendo esta: qué le sucede al pensamiento cuando el sujeto pensante es una mujer, o sea, cuando ese se da cuenta de que es pensamiento de una pensante, es decir, está asociado con el ser cuerpo. ¿Qué significa para los fines del pensar? ¿Es algo indiferente o tiene repercusiones y, si las tiene, cómo se manifiestan en el orden de lo verdadero/falso, en el lingüístico-expresivo (por ejemplo, el yo que asume/no asume predicados de género femenino), en el pragmático (o sea, la eficacia simbólica y práctica de las palabras)? ¿Y qué pasa con nuestra irremontable historicidad? Con esta palabra, que no es sinónimo de historicismo ni de relativismo, quiero decir que lo que se nos presenta en nuestra experiencia no es nunca algo completamente idéntico a sí mismo, ni incontrovertible; el pensamiento puro piensa la necesidad y la identidad, pero la experiencia no la experimenta, por lo que el pensamiento está llamado al trabajo de la mediación para que no suceda que lo que hay acabe en nada. Casi diría que esta llamada constituye la esencia misma del pensar y, al mismo tiempo, su parentesco con la política.

El frágil medium que salva al mundo de acabar en nada y la política de convertirse en asunto de una peligrosa minoría, es de naturaleza simbólica: son las palabras que circulan con las cosas, son gestos, prácticas, obras de arte. La política, pues, como actividad de naturaleza simbólica en la que lo que nos intercambiamos no son señales, como hace la mafia o como hacen en general los hombres de poder, sino signos.

La naturaleza de los signos (estoy citando al inventor de la semiosis, la ciencia de los signos, Peirce) es volver eficaces, esto es, activas, relaciones que, si no, se apagarían. Los seres humanos nacemos y crecemos en la vida de los signos: la lengua que aprendemos en primer lugar, la lengua materna, no separa los cuerpos de las palabras, las palabras de las cosas. Aquí se abre una articulación preciosa para el camino que estoy trazando: en la vida de los signos se puede participar de una manera más consciente y más activa. De esto sabemos demasiado poco. Lo conocemos como el trabajo que hacen los artistas. Otros lo conocen como la vida que llevan los santos. Yo le llamo política porque es la propuesta política que el feminismo ha sacado de la historia de las mujeres.
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NOTAS:

1. El título lo tomo prestado del Seminario de Diótima de otoño de 2008, y será el título del próximo libro de Diótima, en preparación para el editor Liguori de Nápoles. Traducción del italiano de María-Milagros Rivera Garretas.

2. Hannah Arendt, Sulla violenza, trad. italiana de Savino D’Amico, Parma, Guanda, 1996, 94-95, (Sobre la violencia, trad. de Guillermo Solana, Madrid, Alianza, 2005).

3. Sulla violenza, 44.

4. Esta figura nace de “Il gioco delle dame” de María-Milagros Rivera Garretas, introducción a la edición italiana de su Donne in relazione. La rivoluzione del femminismo, Nápoles, Liguori, 2007.

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