MOLÉCULAS

Una acumulación paulatina de escitalopram durante un lapso de unas semanas cambia poco a poco mi estado de ánimo. De pronto el dolor o la angustia o la desesperanza o, aún más, una experiencia más compleja y elaborada, como la obsesión de un pensamiento que retorna y retorna, se van disipando.

Imagino el proceso dentro de mí: moléculas que se acumulan en las fibras sinápticas, las tensan o las distienden y reequilibran las transacciones químicas entre las neuronas de tal modo que los circuitos neuronales cambian las órdenes que envían a mis nervios. Mis facultades se liberan: puedo pensar serenamente (incluso puedo escribir, esto mismo, por ejemplo), mis sentidos están menos abotargados o más atentos, escucho de otra manera y –lo más aterrador– interpreto lo que (me) pasa de otra forma: quiero decir que establezco relaciones imprevistas, nuevas, entre los mismos hechos que semanas atrás me abrumaban. No es muy distinto de la embriaguez, sólo que es una forma diferente de torpeza. Una falsa lucidez.

(¿Falsa? Pero si no hay verdadero y falso. Todo es falso.)

Las drogas son diabólicas. El cuerpo es un conglomerado de moléculas del que sabemos por sus síntomas. La química de los venenos regula la manifestación de los síntomas. Algunos son interpretados como conductas más o menos racionales, otros quedan en meras señales y otros, al fin, se expresan con un lenguaje totalmente desconocido, ininteligible. Lo que llamamos “comunicación” (afectiva, racional, gestual) es un código que se aplica a la repetición más o menos previsible de ciertos síntomas. Y lo que yo soy en verdad es la ilusión de cierta permanencia en el proceso de los síntomas. Pero nunca estoy en condiciones de controlar esa ilusión. Ah no, en cualquier momento una molécula puede salirse de su sitio y chocar contra otra, fusionarse, descomponerse…

Que alguna vez se haya pensado que de esa contingencia se puede fundar una razón y un criterio de la certeza es algo verdaderamente milagroso.

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