En la tradición europea se cuentan algunas iluminaciones célebres.
Una, narrada en los Hechos de los Apóstoles, es la que experimenta Saulo camino de Damasco. Esta es quizá; la que establece la pauta de un subgénero narrativo.
Otra iluminación muy citada es la de Rousseau en 1749, cuando, camino del Castillo de Vincennes donde estaba prisionero su amigo Denis Diderot, se detiene a descansar bajo un árbol y de pronto, presa de un torbellino de visiones, concibe la posible (o necesaria) unidad espiritual de todas las cosas: inmensa e indeterminada boutade que desde entonces –y por desgracia– ha inspirado a infinidad de románticos pelmazos con la promesa de que les está deparado tener una experiencia semejante (cosa que, por cierto, jamás les ha sucedido, ni les sucederá).
(Confieso que no atribuyo veracidad alguna a estas «iluminaciones»; dada la bajeza moral de Rousseau y la afamada astucia judía de Pablo de Tarso. Es muy probable que la primera sea una patraña o un cuento al caso para convencer a pobres de espíritu; y la segunda, más de lo mismo: una versión secularizada de la de Pablo.)
Una tercera iluminación célebre es la que narra Nietzsche en Ecce homo: cuenta que durante un paseo junto al lago Silvaplana le vino a la mente la idea del Eterno Retorno de lo Mismo. Esta iluminación es más verosímil que las dos primeras, pero no por la índole de lo revelado en ella sino por el simple hecho de que Nietzsche estaba loco como una cabra y, por consiguiente, es muy posible que tuviera todo tipo de experiencias alucinatorias.
En cualquier caso, mi iluminación preferida es la que experimenta Bertrand Russell una mañana durante un paseo en bicicleta por la campiña del sur de Inglaterra. Russell cuenta el episodio en su Autobiografía, que cito aquí de memoria. En aquella oportunidad descubrió dos cosas muy importantes: que su teoría de los tipos lógicos estaba equivocada y debía ser revisada a fondo y que ya no quería a su segunda (o tercera) esposa y que, por lo tanto, debía separarse de ella.