DESIDERATA

Cuando deseamos, queremos lo que por una razón u otra no tenemos. O bien deseamos lo que tiene otro –la pura y simple envidia–, o bien deseamos el deseo del otro, que René Girard denomina “deseo mimético”; y Freud, con más criterio y una buena cantidad de evidencias clínicas, llamó “complejo de Edipo” para describir la situación triangular que en nuestra tradición cultural hace posible el tipo de deseo que sublima la lujuria, los apetitos o lo que Spinoza llamaba conatus.

Tanto en el esquema del “Edipo” como en el llamado “deseo mimético” damos por supuesto que podemos explicar la experiencia del deseo en sí, lo que no siempre es el caso.

¿En qué consiste desear? Si dejamos de lado el objeto del deseo, desear es experimentar algo como falta. Cuando se siente que algo falta, la ”experiencia”, en la medida en que falta, no está. “Lo que falta” (lo que se desea) en tanto que experiencia es pues fantasía. Un “real” suplementario. Cabe llamar también “deseo” a nuestra humana capacidad de fantasear, de ahí que el deseo sea por definición insaciable, pues a toda experiencia de algo real la acompaña una fantasía como su sombra. Así pues, el deseo se nos representa como una pulsión recurrente e incontenible que, con cada objeto, cambia de estilo o de lenguaje, de motivo o de contexto; y sólo acaba con la muerte. No se colma con el objeto porque a una fantasía realizada sucede necesariamente otra que surge de otro objeto; y tampoco se resuelve abandonándonos a –o reencontrándonos con– nuestra naturaleza animal

(La llamada “naturaleza animal” es otro producto de la fantasía, como se comprueba en la mitología o en la vida cotidiana cada vez que nos proponemos intimar con los animales).

De modo pues que la forma más rigurosa de ocuparnos del deseo no es analizar su objeto, que siempre es contingente; o lo que su experiencia tiene de pulsión, tan enigmática como la conducta animal, sino advertir que es tan inevitable como la fantasía. Puesto que la mayor parte de los deseos no se cumplen nunca, desear nos condena a la infelicidad y, al final, quienes no consiguen reprimir el deseo a menudo intentan ser felices por la vía de renunciar a su propia fantasía.

(Mis actuales desiderata: ay, cuánto daría por saber acabar con mi fantasía…)

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