LA VISITA DEL DRAGÓN

Entre los signos que identifican a una cultura como “civilizada” el antropólogo A. L. Kroeber incluye algunos rasgos curiosos y a veces hasta desconcertantes: el culto a los muertos, la gramática, los estribos, el juego del ajedrez…

(Siempre tan sugestiva la manera de pensar de los antropólogos y los etnólogos, con su mirada en escorzo y su racionalidad imprevisible, capaz de detectar extrañas relaciones significantes entre las huellas que deja la actividad humana.)

La pauta civilizada más llamativa entre las que señala Kroeber es sin embargo mitológica o, mejor dicho, fantástica: el culto al Dragón. Según las culturas, cabe asociar la representación del Dragón con la memoria ancestral de un mundo poblado por dinosaurios o con vagas reminiscencias procedentes de algún bestiario muy antiguo, pero sería demasiado pobre limitarnos a pensar en el Dragón por medio de una asociación tan trivial.

Pensemos en el Dragón: una bestia muy compleja e impresionante, cuya sola presencia marca un Reino donde él es rey. Ya lo indica el desdichado conde Orsini en una inscripción que se lee en el portal del jardín que los lugareños llaman Parco dei Mostri en Bomarzo:

Voi che pel mondo gite errando vaghi
di veder maraviglie alte et stupende
venite qua dove son faccie horrende
elefanti leoni orsi orche et draghi.

Hoy he recibido la visita del Dragón. Pero no fue algo imprevisto y ni siquiera fue aterrador, no: no vi sus fauces enormes arrojando llamaradas, ni sus ojos saltones, ni su cresta y su cola cubierta de escamas, sino que comprendí que la vida y la felicidad de un hombre depende de condiciones muchas veces draconianas, de absurdos compromisos, de crueldades gratuitas y de la maldad que asoma inesperadamente en alguna acción desatinada; y entendí por qué hacemos culto del Dragón. El Dragón sintetiza un ser que no nos intimida por el daño que pueda causarnos o por su apariencia de bestia primordial sino que representa al enemigo que habita en nosotros mismos y que no tiene piedad.

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