LA EFIGIE

Dos usos contradictorios que hacemos de las imágenes y, no obstante, ambos responden a la misma idolatría. En uno de ellos evocamos al ausente por medio de una efigie que permite la adoración, el simulacro de una imposible compañía y, en la religión, el culto de lo que no está ni se ve. Por ejemplo, así usamos la imagen del dios, del santo, o del ángel de la guarda.

Con el otro uso se busca exactamente lo opuesto a la evocación de aquel que no está. En la imagen, que en uno u otro caso es un doble, se trata mantener al otro en su representación, pero muy alejado de nosotros para que no nos haga daño. También se trata de mantenerlo a salvo (y nosotros a salvo de él): es lo que tiene de ambiguo el culto a los muertos y la razón por la que está encerrado el Genio en la lámpara de Aladino.

En el primero de los usos la efigie nos mantiene unidos a un recuerdo consolidado que, con el tiempo, se hace de piedra y se resquebraja como las ruinas que asoman en casi todas las ciudades europeas. Pero también cambia la imagen en el segundo. Poco a poco va perdiendo la magia protectora que en un inicio tenía hasta que acaba por convertirse en un fantasma que nos persigue o nos amenaza.

Y entonces nos hacemos iconoclastas. Destruimos todas las imágenes.

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