SAMARCANDA

Supe de este pequeño relato de Las mil y una noches por una cita que hace de él Clément Rosset en Lo real y su doble: Ensayo sobre la ilusión, libro que yo mismo traduje para Tusquets Editores, en 1993. El relato dice así:

Érase una vez en Bagdad, un Califa y su Visir… Un día el Visir se presentó pálido y tembloroso ante el Califa:
–Perdona mi espanto, Luz de los Creyentes, pero delante del palacio he tropezado en medio de la multitud con una mujer. Me he dado la vuelta y he visto que esa mujer de tez pálida y cabellos oscuros, envuelta su garganta con una bufanda de color rojo, era la Muerte. Al verme ha hecho un gesto hacia mí. […] Puesto que la Muerte me ha venido a buscar aquí, Señor, permitidme que huya a esconderme en Samarcanda. Si me doy prisa, estaré allí esta misma noche.

Dicho lo cual, el Visir se alejó del lugar al galope de su caballo y desapareció en medio de una nube de polvo en dirección a Samarcanda. El Califa salió entonces de su palacio y también él se encontró con la Muerte:
–¿Por qué asustas a mi Visir que es un hombre joven y de buena salud? –le preguntó.

Y la Muerte le respondió:
–No he querido asustarlo. Sucede que al verlo en Bagdad, hice un gesto de sorpresa porque esperaba encontrarlo esta noche en Samarcanda.

Rosset comenta que, en el relato, la predicción se cumple por el mismo gesto que intenta conjurarla y añade que el Visir no sería capaz de dar cuenta de la naturaleza de su desengaño, que es el escamoteo de lo real por medio de un doble.

Yo añadiría algo a propósito del destino, cuya cualidad más sobresaliente es que proscribe toda afirmación de la libertad, entre ellas, la interpretación libre de sus signos. El destino es precisamente ineluctable porque sus designios no pueden ser interpretados sino en el sentido de que han de cumplirse inexorablemente. La necesidad sobrepasa el orden del acontecimiento y alcanza el orden de la significación.

Pero esta constancia deja pendiente otra cuestión, quizá tanto o más inquietante que la primera. Que podamos prever un destino y reconocerlo como inexorable tampoco nos hace más libres respecto de sus necesarias consecuencias sino más proclives a caer en el engaño y, a la postre, a hundirnos en la desgracia. Que yo supiera que ibas a hacer esto o aquello no me ha permitido ponerme a cubierto de tus actos puesto que la predestinación –conjurada en la previsión– se mantiene intacta en lo imprevisible de la forma del acontecimiento, es decir, en su manera de producirse.

Sólo una incontenible estupidez nos impide pensar que toda desgracia es, justamente por desgraciada, inevitable; y –oh ilusión vana– que es inútil intentar escapar a la cita en Samarcanda.

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