HERMAFRODITA

(O el andrógino.)

hermafrodita-durmiente

Por fuerza ha de ser uno que es mujer y es hombre, o sea que ni es hombre ni es mujer. Dicho así, puede parecer incluso liberador puesto que cargar con una definición estricta de género para uno mismo puede resultar agobiante para algunos. Así pues, el androginismo bien podría pasar como una liberación o una vulgar “vía del medio”, o sea, una coartada que sirve para encubrir el deseo homosexual.

Si no recuerdo mal, Fellini hace aparecer en muchas de sus películas algún hermafrodita. Unas veces, como en Fellini-Satiricón, es un niño albino enfermizo que está guardado en una cuna y es objeto de adoración, otras veces es algún transexual; pero siempre aparece de golpe en la trama y sin motivo evidente que lo relacione con la historia. Nunca he hallado explicación acerca de esta referencia recurrente a los hermafroditas en las películas de Fellini. No se me ocurre otra que relacionarla con el culto al Hermafrodita que es habitual hallar en las sociedades antiguas del Mediterráneo, incluso muy tarde, hacia mediados del siglo III. (Véase el diálogo Amores del Pseudo-Luciano de Samosata.)

Platón pone en boca del discurso de Aristófanes en Banquete el mito del hermafrodita, primero para dar una explicación macarrónica acerca del origen de los sexos que, sin embargo, al cabo de algunas páginas se convierte en la más extraordinaria descripción del vínculo amoroso y de su experiencia que ha dado nuestra cultura que, por cierto, es la única cultura que habla de amor.

En Banquete 191d2 se afirma de manera contundente: “Por tanto, cada uno de nosotros es un símbolo”. He vuelto sobre este pasaje y sobre su contexto en el diálogo platónico y he intentado leerlo y comprenderlo tratando de escapar a la influencia romanticista, primero, con relación al mito del Hermafrodita, el ser primordial del que, según declama Aristófanes, descendemos todos, hombres y mujeres; y segundo, con relación a la propia idea de símbolo, que el romanticismo y su secuela entienden solamente desde la perspectiva de lo que falta: lo espiritual o lo trascendente, lo inefable o hermético y que es preciso ver por detrás o por debajo del fenómeno. O si no, el símbolo como la función simbólica (o alegórica), que permite que una cosa esté lugar de otra cosa.

“Cada uno de nosotros es un símbolo.” Es una afirmación que la tradición ha convertido en algo solemne, pero Platón no afirma que seamos un enigma irresoluble –todo símbolo lo es, en la medida en que, para ser consumado y entendido, la consciencia necesita pensarlo como un objeto que muestra una parte de sí y hace referencia a la parte que le falta– sino que apunta que somos seres compuestos de dos partes desunidas, desarticuladas, la una buscando afanosamente a la otra a través de la pulsión erótica. Platón se limita a observar que, en materia de erotismo, el deseo señala aquello que nos falta. Por otro lado, estar compuesto de dos partes podría significar algo parecido a la idea freudiana de que, en la primera infancia, somos bisexuales y que alcanzamos la identidad genérica en la pubertad por la represión de la bisexualidad y la afirmación excluyente de un género. Así es como llegamos a ser un símbolo pero, no como lo pensaba Platón, sino como un ser libidinoso en el que está reprimida una parte de sí en provecho de la otra.

Ahora bien, obsérvese que esta lectura considera el símbolo como separación –se ha perdido algo de mí, hay algo de mí que me falta– cuando en realidad la condición simbólica de la que habla Platón es la unión perfecta de dos partes divididas, como sólo ocurre en el amor (en las pocas ocasiones en que es feliz) y se consuma en el Hermafrodita que, así, ejemplificaría el ser perfecto y pasaría a ser el emblema del símbolo por antonomasia.

¿En qué consiste “ser un símbolo” entonces? Parecería que no es lo mismo asumirse como un ser doble que reconocerse como uno al que le falta una parte, no señor, pero no llego a discriminarlo puesto que una condición es incompatible con la otra. La primera habla de un exceso (ser necesariamente algo más de lo que se es), la segunda, de una carencia (no poder ser uno mismo nunca). Y, por añadidura, el ser perfecto –el Hermafrodita– sería aquel que se funde con su propio deseo: de ser doble o de no serlo.

(Uy, qué lío.)

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