EL ACENTO

Quienes hemos tenido que adoptar un acento que no es el nuestro por efecto de la deculturación necesaria para incorporarnos a una cultura de acogida sabemos que distorsionar el habla requiere de un esfuerzo constante, una mayor atención hacia las palabras propias y sobre todo al modo en que los demás las pronuncian porque hay que imitarlos, adoptar sus giros, cambiar el tono de las preguntas y hasta la conjugación de los verbos. En un primer momento pensamos que el nuevo acento es cosa de un par de retoques que se logran tras un paciente aprendizaje pero al cabo de un tiempo comprendemos que no hay nada que hacer: el acento es global y el habla nueva es como un uniforme diferente que convierte al hablante en otra persona.

Perder o tener que renunciar al habla propia es una especie de mutilación que, cuando mucho, se puede paliar reduplicándose, es decir, asumiendo una nueva identidad, aunque sea al precio de no reconocerse delante del espejo al oírse hablar una lingua franca. Uno cree que puede escapar al trauma de la mutilación por la vía de impostar el habla nueva pero muy pronto se descubre que el acento no se limita a unos pocos elementos del vocabulario sino que afecta a la totalidad del discurso. No se trata de hablar con un acento distinto sino de hablar de otra manera, porque el acento está en todo lo que se dice, en las vocales, en los diptongos y en algunas consonantes y en las interjecciones, hasta en la manera de romper las oraciones. Es toda una manera de ser o de encontrarse en el lenguaje.

Las enfermedades o los accidentes que mutilan una parte central de las funciones originales del cuerpo se parecen a la obligación de incorporar un acento nuevo y producen al comienzo la ilusión de una reparación posible por obra de alguna argucia, como cuando se trata de cambiar de acento: la idea de que, con un retoque aquí y otro más allá, la función que se ha perdido se recuperará en un contexto diferente gracias a la infinita capacidad proteica que tienen los seres humanos, es el recurso predilecto para creer que uno seguirá siendo el mismo. El zurdo que consigue hacerse diestro, el que logra hablar sin laringe, el que se queda ciego y aprende Braille, el castrado que descubre el sexo de los faquires, etc; pero la función perdida es como es justamente en relación con las demás funciones, lo mismo que ocurre con los acentos en el habla; y entonces, tarde o temprano, uno comprende que, tras la mutilación, no habrá más remedio que convertirse en otro; y eso, por desgracia, requiere de una decisión más dramática que no siempre estamos dispuestos a tomar.

Mejor dicho, que no siempre podemos tomar.

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