LA INOCENCIA (II)

La inocencia es una especie de literalidad.

Suele darse sobre todo en la niñez, de ahí que se la llame “edad de la inocencia”. En la niñez se tiene exagerada confianza en los signos, se cree que las hadas y los dragones existen y que los sueños son pedazos de esa vida que los adultos llaman real y que los niños encuentran realizados en todas partes.

En la medida en que la inocencia es cosa de niños, el adulto inocente suele ser un individuo infantil o inmaduro pese a que la inocencia en la vida adulta no se parece tanto a la del niño. La de éste es espontánea mientras que la del adulto suele ser un modo recursivo e inconfesado –aunque deliberado– de hallar refugio contra el mal. El inocente es uno que se ha autoconvencido de que el mal no existe (o sí, pero en la forma de un ogro o una bruja o de una mala pécora), a fin de cuentas, para no tener que hacerle frente. Vive convencido de que lo que le pasa, sea bueno o malo, se lo merezca o no, es obra de alguna intención y le está dedicado; y así, mira cada nuevo avatar en su propia vida como quien abre las cajas de los regalos en Nochebuena: permanentemente a merced de la exaltación o del fiasco.

Perdemos la inocencia (y bien está que sea así) cuando nos alejamos del hogar familiar y de los halagos de nuestros padres, pero nos pasamos la vida tratando de recuperar la beatitud que obtenemos con ella buscándola en brazos del ser amado. Empresa vana, porque el amor es cosa perecedera, de tal modo que los momentos de inocencia en la pasión amorosa son muy pocos y demasiado efímeros. Así pues, el inocente es un badulaque enamoradizo que se arrastra de decepción en decepción.

¿Por qué entonces incurrimos una y otra vez en actitudes inocentes si está escrito que habrán de ser frustradas? ¿Por una inútil rebelión contra el paso del tiempo? No. Tratamos de permanecer inocentes porque vamos en busca de verdades literales: estamos convencidos de que hay un mundo que es tal cual y que es el nuestro; y de este modo acabamos por ser víctimas propiciatorias de todos los engaños, las ilusiones y las maquinaciones tramadas por otros.

Los inocentes no somos niños sino –tiene razón Jankélévitch– vulgares estúpidos.

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