DENTRO DE MÍ

Tengo ante mí un objeto cualquiera y, al lado de ese objeto, casualmente, una foto; y, hacia el fondo de la habitación, se distingue un retrato dibujado al lápiz. A estas tres representaciones las llamo “imágenes” independientemente de lo que cada una de ellas evoca. El objeto puede ser un útil o un recuerdo o incluso una persona cualquiera (que también es un objeto). La foto es una huella de un objeto pasado; y el retrato es una representación sostenida en una relación de semejanza, figurativa o no, exacta o no, tanto da. Lo que representa se traduce en un recuerdo que –también por una simple generalización semántica– recibe el nombre de «imagen».

Si examino sus respectivas diferencias, todas estas imágenes son fenómenos distintos. Nadie aceptaría confundir una persona real con una fotografía aunque en ocasiones no haya manera de evitarla porque lo único que nos queda de una persona real es su fotografía, como sucede con los muertos. En efecto, frente a una foto no decimos “Esta es la foto de Fulano de Tal”; decimos “Este es Fulano de Tal”. El retrato, por añadidura, es una imagen doble, puesto que es un objeto real y además la representación de un objeto. O sea que si bien puedo tener una experiencia que no discierno como debería y, a nadie sorprende que yo trate a una imagen de alguien como si se tratase del objeto real que ésta viene a sustituir. Algo parecido sucede con la voz cuando nos referimos a ella: cuando pasamos una comunicación telefónica no indicamos que «Es la voz de X» sino que la personificamos: «Es X».

¿Qué me garantiza que todas estas entidades son imágenes? Lo que se me da de ellas como experiencia; y, en la diferencia entre sus respectivas experiencias cifro mi conocimiento de ellas, que puede ser muy impreciso, como se nota por la facilidad con que puedo suplantar la identidad: huella del muerto por el muerto, la voz por la persona. Pero ¿por qué digo que son imágenes? ¿Porque las veo? También puedo darme una imagen de ellas a través del tacto.

(Me acuerdo del obispo Berkeley.)

Los objetos de los sentidos son interiores, están dentro de mí. La diferencia entre ellos no es exteriormente determinable, tal como lo establece la doble naturaleza del retrato que, por cierto, también se repite en la foto. La foto es una huella pero es el objeto que ha hollado la emulsión sensible, una sombra que –oh milagro– ha quedado fijada. Si la diferencia no se determina por contraste exterior entre todas estas imágenes y sus respectivas naturalezas, entonces ha de ser una operación dentro de mí. La imagen es un fantasma, un doble de lo real, de algo que está formado dentro de mí. Se entiende entonces que la imagen y la fantasía de una “vida interior” estén íntimamente ligadas. En realidad, pienso como interior esa experiencia porque no puedo darme una explicación acerca de lo que experimento como estando fuera. Imagen, interioridad, son pues manifestaciones de desconcierto, de un pasmo al que damos valor de certeza relativa.

¿Tenemos la misma certeza acerca de nuestra vida interior que damos a la “realidad” de las imágenes? Solo si sostenemos la realidad de lo real como imagen. Pero la vida interior, de cuya existencia creemos estar seguros por las “imágenes” –dentro de mí se forman todo el tiempo imágenes–, solo es tal en la vigilia. En el sueño, si bien está repleto de una infinidad de imágenes, no es posible establecer ninguna diferencia entre ellas. Y –mira por dónde– en el sueño no hay diferencia entre el interior y el exterior de uno mismo, entre memoria y presencia, entre deseo y realización. Las llamadas “imágenes” del sueño lo son porque pensamos en ellas en la vigilia y, de este modo, establecemos una tópica para ellas. Decimos: “En el sueño yo recordaba o veía o se me aparecía, etc.” Pero no es la misma experiencia.

Imaginemos un enroque: experimentar lo real como en un sueño. Como Alice in Wonderland. No hay dentro ni fuera y tampoco, en rigor, verdadera consciencia de una imagen. Todo lo que hay está en el mismo plano. El resultado no puede ser sino dramático.

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